– Le habéis dado una patada en el culo en nombre de Picot, excelencia.
– Le he dado una patada en el culo y hasta eso me ha reconvenido la Iglesia. -El rey cogió el brazo de Adelia y lo movió de arriba abajo para hacer el correspondiente ademán-. Cuando esos malditos caballeros interpretaron mi ira como una orden y montaron sus caballos para matar a Becket, tuve que someterme a ser flagelado por todos los miembros del cabildo de la catedral de Canterbury. La humillación de desnudar mi espalda ante su látigo fue la única manera de evitar que el Papa impusiera una interdicción a toda Inglaterra. Esos malditos monjes. Creedme, esos bastardos pueden dar fe de ello. -El rey suspiró y soltó la mano de Adelia-. Algún día este país se habrá librado del dominio del Papa, si Dios quiere. Pero aún no. Y no gracias a mí.
Adelia había dejado de escuchar. Había captado lo esencial, pero no las palabras. Se puso de pie y caminó por el sendero hacia la tumba de Simón de Nápoles.
Hubert Walter, impactado por semejante lèse majesté, intentó ir tras ella, pero se lo impidieron.
– Os tomáis mucho trabajo con esa mujer ruda y recalcitrante, excelencia.
– Le doy utilidad a lo útil, Hubert. Fenómenos como ella no llegan a mí todos los días.
Por fin el sol asomó, como correspondía a un día de mayo, llenando de vida el jardín que la lluvia había refrescado. Los tanacetos de lady Baldwin habían crecido, las abejas iban de un lado a otro entre los perifollos.
Un petirrojo que estaba en la tumba voló cuando percibió la proximidad de Adelia, aunque no fue muy lejos. La doctora usó el pañuelo de Hubert Walter para limpiar sus excrementos.
«Estamos entre bárbaros, Simón».
La tabla de madera había sido reemplazada por una elegante lápida de mármol, grabada con su nombre y una frase: «Que su alma se una a la corriente de vida eterna».
Eran bárbaros amables, eso era lo que Simón le decía. Luchaban contra su propia barbarie: Gyltha, el prior Geoffrey, Rowley, el extraño rey…
«No obstante», le respondía Adelia, «no puedo tolerarlo».
Se dio la vuelta, y ya serena, regresó por el sendero. Enrique había continuado con su costura y miraba a Adelia mientras se aproximaba.
– ¿Y bien?
Con una reverencia, Adelia declaró:
– Os agradezco vuestra consideración, excelencia, pero no puedo permanecer más tiempo aquí. Debo regresar a Salerno.
El rey cortó el hilo con sus dientes pequeños pero fuertes.
– No.
– ¿Perdón?
– He dicho no. -El rey se puso el guante y movió los dedos, admirando su trabajo-. Vive Dios, que soy ingenioso. Seguramente lo he heredado de la hija del curtidor. ¿Sabíais que entre mis antepasados hay un curtidor, señora? -El monarca le sonrió-. He dicho que no, no podéis partir. Necesito de vuestro particular talento, doctora. En mi reino hay gran cantidad de muertos que desearían ser escuchados, Dios sabe que los hay. Y quiero saber qué dicen.
Adelia lo observó.
– No podéis retenerme aquí.
– ¿Hubert?
– Creo que descubriréis que puede, señora -informó Hubert Walter, con tono de disculpa-. Le roy le veult. Ahora mismo, siguiendo instrucciones del rey, estoy escribiendo una carta al rey de Sicilia solicitándole que nos permita contar con vuestra presencia durante un tiempo más.
– No soy un objeto -gritó Adelia-. Soy un ser humano, no podéis pedirme en préstamo.
– Y yo soy un rey -sostuvo el monarca-. Tal vez no pueda controlar a la Iglesia, pero, por la salvación de mi alma, os juro que controlo cada maldito puerto de este país. Y si digo que os quedáis, os quedáis.
Enrique la miraba con amable desinterés, simulando estar enfadado. Adelia sabía que su amabilidad, su encantadora franqueza, eran meras herramientas que utilizaba para gobernar un imperio y que, para él, ella no era más que un artefacto que algún día podría ser útil.
– Entonces también me emparedáis a mí.
El rey levantó las cejas.
– En cierto modo así es, aunque espero que vuestro confinamiento os resulte más cómodo y placentero que… bueno, no hablaremos de eso.
«Nadie hablará de eso», pensó Adelia. El insecto zumbaría en el frasco hasta que llegara el silencio. Y ella tendría que vivir con ese sonido el resto de su vida.
– La habría dejado marchar, si hubiera podido. Lo sabéis -precisó el monarca.
– Sí. Lo sé.
– En cualquier caso, señora, me debéis vuestros servicios.
¿Durante cuánto tiempo tendría que zumbar antes de que la dejara marchar?, se preguntó la doctora. El hecho de que ese frasco se hubiera convertido en un lugar amado para ella no venía al caso.
Pero así era.
Adelia estaba recuperando el equilibrio y podía pensar. Se tomaría tiempo para hacerlo. El rey era paciente con ella, lo que indicaba que la valoraba. Muy bien, lo aprovecharía.
– Me niego a permanecer en un país tan retrógrado que sus judíos sólo cuentan con un cementerio en Londres.
El rey estaba desconcertado.
– ¿No hay otros?
– Debéis saber que no.
– En realidad, no lo sabía. Los reyes tenemos que ocuparnos de gran cantidad de cosas. -Enrique chasqueó los dedos-. Escribid, Hubert: cementerios para los judíos. -Luego se dirigió a Adelia-. Ya está. Le roy le veult.
– Gracias. -La doctora regresó al asunto que tenían entre manos-. ¿Puedo preguntaros por qué estoy en deuda con vos?
– Me debéis un obispado, señora. Tenía la esperanza de que sir Rowley llevara adelante mi lucha contra la Iglesia, pero ha rechazado mi oferta porque quiere ser libre para casarse. Según entiendo, vos sois el objeto de sus aspiraciones matrimoniales.
– No soy un objeto en absoluto -replicó Adelia con desgana-, puesto que, a mi vez, he rechazado a sir Rowley. Soy una doctora, no una esposa.
– ¿Es eso cierto? -El rostro del rey se iluminó; luego adoptó una expresión doliente-. Sin embargo, me temo que ahora los dos lo hemos perdido. El pobre hombre se está muriendo.
– ¿Qué?
– ¿Hubert?
– Eso creemos, señora -anunció Hubert Walter-. La herida que sufrió en el ataque al castillo ha vuelto a abrirse y un médico de la ciudad dice que…
Hubert se encontró hablando con el aire, lèse majesté, otra vez. Adelia había desaparecido. El rey la vio cerrar la puerta de un golpe.
– Sin embargo, es una mujer de palabra. Y, felizmente para mí, no se casará con él. -El rey se puso de pie-. Creo, Hubert, que aún podremos nombrar a Rowley Picot obispo de St Albans.
– Él os lo agradecerá, excelencia.
– Creo que sí, muy pronto, afortunado demonio.
Tres días después, el insecto dejó de zumbar. Agnes, la madre de Harold, deshizo su choza en forma de colmena por última vez y regresó a casa, junto a su esposo.
Adelia no oyó el silencio hasta más tarde. En ese momento estaba en la cama con el obispo electo de St Albans.
Epílogo
Ya se van los jueces ambulantes, por la vía romana, desde Cambridge hasta la próxima ciudad donde comenzarán nuevos procesos. Suenan las trompetas, los alguaciles echan a patadas a los excitados niños y los perros ladran al paso de ornamentados caballos y palanquines. Los sirvientes espolean a las mulas cargadas con rollos de vitela repletos de palabras; los secretarios garabatean en sus pizarras; los perros responden al chasquido del látigo de su amo.
Se han ido. El camino está vacío, excepto por humeantes pilas de estiércol. Una nueva Cambridge rastrillada y adornada suspira con alivio. En el castillo, el alguacil Baldwin se retira a descansar con un paño húmedo en la cabeza mientras, en el patio, los cadáveres se balancean en el cadalso bajo la brisa de mayo, que esparce capullos sobre ellos como una bendición.