El viajero llega a la aldea de San Martín de Unx, en Navarra, y consigue localizar a la mujer que guarda la llave de la hermosa iglesia románica, en el pueblo casi en ruinas. Muy gentilmente, ella sube las callejuelas estrechas y abre la puerta. La oscuridad y el silencio del templo medieval conmueven al viajero. Conversa un poco con la mujer, y en un determinado momento comenta que, a pesar de ser mediodía, poco se puede ver de las bellísimas obras de arte que hay allí dentro. -Sólo podemos ver los detalles al amanecer -dice la mujer-. Cuenta la leyenda que esto era lo que los constructores de esta iglesia nos querían enseñar: que Dios busca siempre el momento oportuno para mostrarnos su gloria.
Dice el maestro: Existen dos dioses. El dios que nuestros profesores nos enseñaron, y el Dios que nos enseña. El dios sobre el cual la gente acostumbra a hablar, y el Dios que conversa con nosotros. El dios que aprendemos a temer, y el Dios que nos habla de misericordia. Existen dos dioses. El dios que está en las alturas, y el Dios que participa de nuestra vida diaria. El dios que nos cobra, y el Dios que perdona nuestras deudas. El dios que nos amenaza con los castigos del infierno, y el Dios que nos muestra el mejor camino. Existen dos dioses. Un dios que nos aplasta con nuestras culpas, y un Dios que nos libera con Su amor.
Una vez le preguntaron al escultor Miguel Ángel cómo hacía para crear obras tan magníficas. -Es muy simple -respondió Miguel Ángel-. Cuando miro un bloque de mármol, veo la escultura dentro. Todo lo que tengo que hacer es retirar las esquirlas. Dice el maestro: Estamos destinados a crear una obra de arte. Es el punto central de nuestra vida y, por más que intentemos engañarnos, sabemos lo importante que es para nuestra felicidad. Generalmente, esta obra de arte está oculta por años de miedos, culpas, indecisiones. Pero si decidimos sacar esas esquirlas, si no dudamos de nuestra capacidad, somos capaces de llevar adelante la misión que nos fue designada. Y ésta es la única manera de vivir con honra.
Un anciano a punto de morir busca a un joven, y le narra una historia heroica: durante una guerra, ayudó a un hombre a huir. Le dio abrigo, alimento y protección. Cuando ya estaban llegando a un lugar seguro, este hombre decidió traicionarlo y entregarlo al enemigo. -¿Y cómo escapó usted? -pregunta el joven. -No escapé; soy el otro, soy el que traicionó -dice el viejo-. Pero al contar esta historia como si fuese el héroe, puedo comprender todo lo que hizo por mí.
Dice el maestro: Todos nosotros necesitamos amor. El amor forma parte de la naturaleza humana, tanto como comer, beber y dormir. Muchas veces nos sentamos ante un bonito atardecer, completamente solos, y pensamos: «Nada de esto tiene importancia, porque no puedo compartir toda esta belleza con nadie.» En estos momentos, vale la pena preguntar: ¿cuántas veces nos han pedido amor, y nosotros simplemente giramos la cara para otro lado? ¿Cuántas veces hemos tenido miedo de acercarnos a alguien, y decirle, con todas las letras, que estábamos enamorados? Cuidado con la soledad. Es tan viciosa como las drogas más peligrosas. Si el atardecer ya no tiene sentido para ti, sé humilde y parte en busca de amor. Piensa que, así como otros bienes espirituales, cuanto más estés dispuesto a dar, más recibirás a cambio.
Un misionero español visitaba una isla cuando se encontró con tres sacerdotes aztecas. -¿Cómo rezan ustedes? -preguntó el padre. -Sólo tenemos una oración -respondió uno de los aztecas-. Decimos: «Dios, Tú eres tres y nosotros somos tres. Ten piedad de nosotros.» -Voy a enseñaros una oración que Dios escucha -dijo el misionero. Les enseñó una oración católica, y siguió su camino. Poco antes de volver a España, tuvo que pasar por aquella misma isla donde había estado algunos años antes. Cuando la carabela se acercaba, el padre vio a los tres sacerdotes caminando sobre las aguas. -Padre, padre -dijo uno de ellos-. Por favor, vuelva a enseñarnos la oración que Dios escucha, porque no conseguimos recordarla. -No importa -respondió el padre, al ver el milagro. Y pidió perdón a Dios, por no haber entendido que Él hablaba, todas las lenguas.
San Juan de la Cruz enseña que, en nuestro camino espiritual, no debemos buscar visiones ni seguir las palabras de otros que ya han recorrido este camino. Nuestro único apoyo debe ser la fe, porque la fe es algo limpio, transparente, que nace en nuestro interior, y no puede ser confundida. Un escritor estaba conversando con un padre y le preguntó qué era la experiencia de Dios.-No lo sé -respondió el padre-. Todo lo que he tenido hasta hoy ha sido la experiencia de mi fe en Dios. Y esto es lo más importante.
Dice el maestro: El perdón es una carretera de doble sentido. Siempre que perdonamos a alguien, también nos estamos perdonando a nosotros mismos. Si somos tolerantes con los demás, es más fácil aceptar nuestros propios errores. Así, sin culpa y sin amargura, conseguimos mejorar nuestra actitud ante la vida. Cuando realmente permitimos que el odio, la envidia, la intolerancia, vibren a nuestro alrededor, terminamos consumidos por esta vibración. Pedro le preguntó a Cristo: -Maestro, ¿debo perdonar siete veces a mi prójimo? Y Cristo respondió: -No sólo siete, sino setenta veces. El acto de perdonar limpia el plano astral, y nos muestra la verdadera luz de la Divinidad.
Dice el maestro: Los antiguos maestros acostumbraban a crear «personajes» para ayudar a sus discípulos a lidiar con el lado más sombrío de la personalidad. Muchas de las historias relacionadas con la creación de personajes se transformaron en famosos cuentos de hadas. El proceso es simple: basta con traspasar tus angustias, miedos, decepciones, a un ser invisible que está a tu lado izquierdo. Él funciona como el «villano» de tu vida, sugiriéndote siempre actitudes que no te gustaría adoptar, pero que terminas adoptando. Una vez creado tal personaje, es más fácil no obedecer sus consejos. Es extremadamente simple. Y por eso funciona muy bien.
– ¿Cómo puedo saber cuál es la mejor manera de actuar en la vida? -preguntó el discípulo al maestro. El maestro le pidió que construyese una mesa. Cuando la mesa estaba casi lista, y sólo le faltaba clavar las puntas en la parte superior, el maestro se acercó. El discípulo clavaba las puntas con tres golpes precisos. Una de las puntas, sin embargo, se resistía y el discípulo tuvo que dar un golpe más. El cuarto golpe enterró el clavo demasiado, y la madera se agrietó. -Tu mano estaba acostumbrada a tres martillazos -dijo el maestro-. Cuando una acción pasa a ser controlada por el hábito, pierde el sentido, y puede terminar causando daños.»Cada acción es una acción, y sólo existe un secreto: jamás dejes que el hábito dirija tus movimientos.
Cerca de la ciudad de Soria, en España, existe una antigua ermita enclavada en la roca, donde vive, desde hace unos años, un hombre que lo abandonó todo para dedicarse a la contemplación. El viajero va a visitarlo una tarde de otoño; es recibido con toda la hospitalidad posible. Tras compartir un pedazo de pan, el ermitaño le pide que lo acompañe hasta un riachuelo próximo, para recoger algunas setas comestibles. En el camino, un joven se les acerca. -Santo hombre -dice-, he oído decir que, para alcanzar la iluminación, no debemos comer carne. ¿Es eso cierto? -Acepta con alegría todo lo que la vida te ofrece -responde el hombre-. No pecarás contra el espíritu, pero tampoco blasfemarás contra la generosidad de la tierra.
Dice el maestro: Si el camino es muy difícil, procura oír a tu corazón. Procura ser lo más honesto posible contigo mismo, mira si realmente estás siguiendo tu camino, pagando el precio de tus sueños. Si aún así sigues recibiendo golpes de la vida, llega un momento en que es preciso quejarse. Hazlo con respeto, como un hijo se queja a un padre, pero no dejes de pedir un poco más de atención y de ayuda. Dios es padre y madre, y los padres siempre esperan lo mejor de su hijo. Puede ser que el aprendizaje esté siendo demasiado duro, y no cuesta nada pedir una pausa, un cariño. Pero nunca exageres. Job se quejó en el momento oportuno y sus bienes le fueron devueltos. Al Afid se acostumbró a quejarse por todo y Dios dejó de escucharlo.
Las fiestas de Valencia, en España, tienen un curioso ritual, cuyo origen está en la antigua comunidad de los carpinteros. Durante todo el año, artesanos y artistas construyen gigantescas esculturas de madera. En la semana de fiestas, las plantan en el centro de la ciudad. La gente pasa, comenta, se deslumbra y se conmueve ante tanta creatividad. Entonces, el día de San José, todas estas obras de arte, excepto una, son quemadas en una gigantesca hoguera, ante millares de curiosos. -¿Por qué tanto trabajo en vano? -preguntó una inglesa, mientras las inmensas llamas subían al cielo. -Usted también morirá algún día -respondió una española-. ¿Se le ha ocurrido a usted que en ese momento un ángel le pregunte a Dios: «¿Por qué tanto trabajo en vano?»