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Los místicos dicen que, cuando comenzamos nuestro camino espiritual, queremos hablar mucho con Dios, y terminamos por no escuchar lo que Él tiene que decirnos. Dice el maestro: Relájate un poco. No es fácil; tenemos la necesidad natural de hacer siempre lo correcto, y creemos que lo conseguiremos si trabajamos sin cesar. Es importante intentarlo, caer, levantarse y seguir adelante. Pero vamos a dejar que Dios nos ayude. En medio de un gran esfuerzo, miraremos en nosotros mismos, dejaremos que Él se revele y nos guíe. Permitámosle que, de vez en cuando, Él nos acoja en su regazo.

Un joven que quería seguir el camino espiritual buscaba a un padre del monasterio de Sceta. -Durante un año, paga una moneda a quien te agreda -dijo el padre. A lo largo de doce meses, el muchacho pagaba una moneda siempre que era agredido. Al final del año, volvió junto al padre para saber el siguiente paso. -Vete hasta la ciudad a comprar comida para mí -dijo. En cuanto el muchacho salió, el padre se disfrazó de mendigo y, tomando un atajo que conocía, fue hasta la puerta de la ciudad. Cuando el muchacho se acercó, comenzó a insultarlo. -¡Qué bueno! -comentó el muchacho con el falso mendigo-. ¡Durante un año entero tuve que pagarles a todos los que me agredían, y ahora puedo ser agredido gratis, sin gastar nada! Al oír esto, el padre se quitó el disfraz. -Estás preparado para el paso siguiente, porque consigues reírte de los problemas -dijo.

El viajero caminaba con otros dos amigos por las calles de Nueva York. De repente, en medio de la banal conversación, los dos empezaron a discutir y casi llegaron a pelearse. Más tarde, ya con los ánimos serenados, se sentaron en un bar. Uno de ellos le pidió disculpas al otro: -Me he dado cuenta de que es mucho más fácil herir a personas que son cercanas -dijo-. Si fueses un extraño, me hubiese controlado mucho más. Sin embargo, precisamente por el hecho de ser amigos, y porque me entiendes mejor que nadie, acabé siendo mucho más agresivo. Ésta es la naturaleza humana. Tal vez ésta sea la naturaleza humana, pero vamos a luchar contra ello.

Hay momentos en los que nos gustaría mucho ayudar a una determinada persona, pero no podemos hacer nada. Bien porque las circunstancias no permiten que nos acerquemos, o bien porque la persona se cierra ante cualquier gesto de solidaridad y de apoyo. Dice el maestro: Nos queda el amor. En los momentos en los que todo lo demás es inútil, aún podemos amar, sin esperar recompensas, cambios, agradecimientos. Si conseguimos comportarnos de esta manera, la energía del amor comienza a transformar el universo a nuestro alrededor. Cuando esta energía aparece, siempre consigue hacer su trabajo.

El poeta John Keats (1795-1821) nos ofrece una bella definición de poesía. Si queremos, podemos entenderla también como una definición de vida: «La poesía debe sorprendernos por su delicado exceso, y no porque es diferente. Los versos deben tocar a nuestro hermano como si fuesen sus propias palabras, como si estuviese recordando algo que, en la noche de los tiempos, ya conocía en su corazón.»La belleza de un poema no está en la capacidad que tiene de dejar al lector contento. La poesía es siempre una sorpresa, capaz de dejarnos sin respiración durante algunos instantes. Debe permanecer en nuestras vidas como la puesta del soclass="underline" algo milagroso y natural al mismo tiempo.»

Hace quince años, en una época de profunda negación de la fe, el viajero estaba con su mujer y con una amiga en Río de Janeiro. Habían bebido un poco, y llegó un viejo compañero, con el que habían compartido las locuras de los años sesenta y setenta. -¿Qué haces? -preguntó el viajero. -Soy padre -respondió el amigo. Al salir del restaurante, el viajero señaló a un niño que dormía en la acera. -¿Ves cómo Jesús se preocupa por el mundo? -dijo. -Claro que sí -respondió el padre-. Él puso a este niño delante de ti, y se aseguró de que lo vieses y de que pudieses hacer algo.

Un grupo de sabios judíos se reunió para intentar crear la Constitución más breve del mundo. Si, en el espacio de tiempo que un hombre necesita para guardar el equilibrio sobre un solo pie, alguien fuese capaz de definir las leyes que deberían regir el comportamiento humano, sería considerado como el más sabio. -Dios castiga a los pecadores -dijo uno. Los otros argumentaron que aquello no era una ley, sino una amenaza; la frase no fue aceptada. En ese momento, se acercó el rabino Hillel y, poniéndose sobre un solo pie, dijo: -No hagas a tu prójimo aquello que detestarías que te hiciesen a ti; ésta es la Ley. El resto son comentarios jurídicos. Y el rabino Hillel fue considerado el más sabio de su tiempo.

El escritor Bernard Shaw vio un gran bloque de piedra en casa de su amigo, el escultor Epstein. -¿Qué vas a hacer con este bloque? -preguntó Shaw. -No lo sé, aún lo estoy decidiendo -respondió Epstein. Shaw se sorprendió: -¿Quieres decir que planeas tu inspiración? ¿No sabes que un artista tiene que ser libre para cambiar de idea cuando lo desee? -Eso funciona cuando, al cambiar de idea, todo lo que tienes que hacer es arrugar una hoja de papel que pesa cinco gramos. Pero el que trabaja con un bloque de cuatro toneladas tiene que pensar diferente -fue la respuesta de Epstein. Dice el maestro: Cada uno de nosotros sabe la mejor manera de realizar su trabajo. Sólo el que tiene una tarea conoce sus dificultades.

El padre Juan Pequeño pensó: «Tengo que ser igual que los ángeles, que no hacen nada, y viven contemplando la gloria de Dios.» Aquella noche, abandonó el monasterio de Sceta y se fue al desierto. Una semana después, volvió al convento. El hermano portero lo escuchó llamar a la puerta, y preguntó quién era. -Soy el padre Juan -respondió-. Tengo hambre. -No puede ser -dijo el hermano portero-. El padre Juan está en el desierto, convirtiéndose en ángel. Ya no tiene hambre, y no necesita trabajar para mantenerse. -Perdona mi orgullo -respondió el padre Juan-. Los ángeles ayudan a los hombres. Ése es su trabajo, y por eso contemplan la gloria de Dios. Yo puedo contemplar la misma gloria, haciendo mi trabajo diario. Oyendo las palabras de humildad, el hermano portero abrió la puerta del convento.

De todas las poderosas armas de destrucción que el hombre ha sido capaz de inventar, la más terrible, y la más cobarde, es la palabra. Los puñales y las armas de fuego dejan vestigios de sangre. Las bombas hacen temblar edificios y calles. Los venenos acaban siendo detectados. Dice el maestro: La palabra consigue destruir sin pistas. Niños condicionados durante años por los padres, hombres criticados sin piedad, mujeres sistemáticamente humilladas por comentarios de sus maridos. Fieles alejados de la religión por aquellos que se juzgan capaces de interpretar la voz de Dios. Intenta ver si tú estás utilizando esta arma. Intenta ver si estás utilizando esta arma contra ti mismo. Y no permitas ninguna de las dos cosas.

Williams intenta describir una situación muy curiosa: «Vamos a imaginar que la vida es perfecta. Estás en un mundo perfecto, con personas perfectas, que tienen todo lo que quieren, en el que todo el mundo lo hace todo correctamente, en el momento oportuno. En este mundo tienes todo lo que deseas, sólo lo que deseas, exactamente como lo soñaste. Y puedes vivir cuantos años quieras. «Imagina que, después de cien o de doscientos años, te sientas en un banco inmaculadamente limpio, ante un paisaje magnífico, y piensas: "¡Qué aburrido! ¡Falta emoción!"»En ese momento, ves un botón rojo delante de ti, que dice: "¡SORPRESA!" «Después de considerar todo lo que esta palabra significa, ¿pulsas el botón? ¡Claro! Entonces entras por un túnel negro, y sales al mundo en el que estás viviendo en este momento.»

Una leyenda del desierto cuenta la historia de un hombre que iba a mudarse de oasis, y comenzó a cargar su camello. Puso encima de él las alfombras, los utensilios de cocina, los baúles de ropa, y el camello lo aguantaba todo. Al salir, se acordó de una linda pluma azul que su padre le había regalado. Decidió cogerla, y la puso sobre el camello. En ese momento, el animal se derrumbó con el peso, y murió. «Mi camello no aguantó el peso de una pluma», debió de pensar el hombre. A veces pensamos lo mismo de nuestro prójimo, sin entender que nuestra broma puede haber sido la gota que colmó el vaso del sufrimiento.