El discípulo dijo al maestro: -He pasado gran parte del día pensando cosas que no debía pensar, deseando cosas que no debía desear, haciendo planes que no debía hacer. El maestro invitó al discípulo a dar un paseo por el bosque cercano a su casa. Por el camino, señaló una planta y le preguntó al discípulo si sabía qué era. -Belladona -respondió el discípulo-. Puede matar al que coma sus hojas. -Pero no puede matar al que simplemente las contempla -dijo el maestro-. De la misma manera, los deseos negativos no te pueden causar daño alguno si no te dejas seducir por ellos.
Entre Francia y España hay una cadena de montañas. En una de esas montañas, hay una aldea llamada Argelès. En esa aldea, hay una ladera que lleva hasta el valle. Todas las tardes, un anciano sube y baja esa ladera. Cuando el viajero fue a Argelès por primera vez, no se fijó en nada. La segunda vez vio que se cruzaba con un hombre. Y cada vez que iba a aquella aldea, se fijaba en más detalles, la ropa, la boina, el bastón, las gafas. Hoy en día, siempre que piensa en la aldea, también piensa en el viejecito, aunque él no lo sepa. El viajero conversó con él en una única ocasión. A modo de broma, le preguntó: -¿Cree que Dios vive en estas montañas que nos rodean? -Dios vive -respondió el viejecito- en los lugares en los que lo dejan entrar.
Una noche, el maestro se reunió con los discípulos, y les pidió que encendiesen una hoguera para que pudiesen conversar en torno a ella. -El camino espiritual es como el fuego que arde ante nosotros -dijo-. El hombre que desee encenderlo ha de soportar el humo desagradable, que hace que la respiración sea difícil y que produce lágrimas en los ojos. Así es la reconquista de la fe. -Sin embargo, una vez que el fuego está encendido, el humo desaparece, y las llamas lo iluminan todo, dándonos calor y calma. -¿Y si alguien encendiera el fuego por nosotros? -preguntó uno de los discípulos-. ¿Y si alguien nos ayudase a evitar el humo? -Si alguien hiciese eso, sería un falso maestro que puede dirigir el fuego a su voluntad, o apagarlo en el momento que quiera. Y como no enseñó a nadie a encenderlo, puede dejar el mundo entero a oscuras.
Una amiga tomó a sus tres hijos y decidió irse a vivir a una pequeña hacienda en el interior de Canadá. Quería dedicarse sólo a la contemplación espiritual. En menos de un año, se enamoró, se casó otra vez, estudió las técnicas de meditación de los santos, luchó por un colegio para sus hijos, hizo amigos, hizo enemigos, descuidó su tratamiento bucal, tuvo un absceso, hizo autostop bajo tempestades de nieve, aprendió a arreglar el coche, a descongelar las tuberías, a estirar el dinero de la pensión para llegar hasta fin de mes, a vivir del subsidio de desempleo, a dormir sin calefacción, a reírse sin motivo, a llorar de desesperación, a construir una capilla, a hacer reparaciones en casa, a pintar paredes, a dar cursos sobre contemplación espiritual. -Finalmente comprendí que la vida en oración no significa aislamiento -dijo-. El amor de Dios es tan grande que hay que compartirlo.
– Cuando empieces tu camino, encontrarás una puerta con una frase escrita en ella -dice el maestro-. Vuelve y dime qué dice esa frase. El discípulo se entrega en cuerpo y alma a la búsqueda. Un día ve la puerta y vuelve junto al maestro. -Estaba escrito al comienzo del camino: «Esto no es posible» -dice. -¿Dónde estaba eso escrito, en un muro o en una puerta? -pregunta el maestro. -En una puerta -responde el discípulo. -Pues pon la mano en la manecilla y abre. El discípulo obedece. Como la frase está pintada en la puerta, se va moviendo con ella. Con la puerta totalmente abierta, ya no puede leer la frase, y sigue adelante.
Dice el maestro: Cierra los ojos. Ni tan siquiera necesitas cerrar los ojos, basta con que imagines la siguiente escena: una bandada de pájaros volando. Vale, ahora dime cuántos pájaros ves, ¿cinco, once, diecisiete? Sea cual sea la respuesta, y prácticamente nadie puede decir el número exacto, algo queda claro tras esta pequeña experiencia. Puedes imaginar una bandada de pájaros, pero el número de aves escapa a tu control. Sin embargo, la escena era clara, nítida, exacta. En algún lugar hay una respuesta para esta pregunta. ¿Quién especificó el número de pájaros que debía aparecer en la escena? No fuiste tú.
Un hombre decidió visitar a un ermitaño que vivía cerca del monasterio de Sceta. Después de caminar sin rumbo por el desierto, acabó encontrando al monje. -Necesito saber cuál es el primer paso que hay que dar en el camino espiritual -dijo. El ermitaño lo llevó hasta un pequeño pozo y le pidió que mirase su reflejo en el agua. El hombre obedeció, pero el ermitaño empezó a tirar piedras al agua e hizo que la superficie se moviese. -No podré ver bien mi rostro mientras usted siga tirando piedras -dijo el hombre. -Del mismo modo que es imposible para un hombre ver su rostro en aguas turbulentas, también es imposible buscar a Dios si la mente está ansiosa con la búsqueda -dijo el monje-.Éste es el primer paso.
En la época en que el viajero practicaba meditación zen budista, había un momento en el cual el maestro iba hasta la esquina del dojo (lugar donde se reunían los discípulos) y volvía con una varita de bambú. Algunos discípulos, que no habían conseguido concentrarse totalmente, levantaban la mano: el maestro se acercaba y les daba tres golpes en cada hombro. El primer día esto pareció medieval y absurdo. Más tarde, el viajero entendió que muchas veces es necesario traer al plano físico el dolor espiritual, para ver el daño que causa. En el camino de Santiago, aprendió un ejercicio que consistía en clavar la uña del índice en el pulgar cada vez que pensaba algo perjudicial. Las terribles consecuencias de los pensamientos negativos se notan demasiado tarde. Sin embargo, haciendo que estos pensamientos se manifiesten en el plano físico, a través del dolor, nos damos cuenta del daño que eso nos produce. Y acabamos por evitarlos.
Un paciente de treinta y dos años buscó al terapeuta Richard Crowley. -No consigo dejar de chuparme el dedo -dijo. -No se acostumbre a ello -respondió Crowley-.Pero chúpese un dedo distinto cada día de la semana. A partir de ese momento, cada vez que el paciente se llevaba la mano a la boca, se veía instintivamente obligado a escoger el dedo que debía ser objeto de su atención ese día. Antes de que acabase la semana, estaba curado. -Cuando el mal se convierte en un hábito, es difícil lidiar con él -dice Richard Crowley-.Pero cuando nos exige nuevas actitudes, decisiones, elecciones, entonces nos concienciamos de que no vale la pena tanto esfuerzo.
En la antigua Roma, un grupo de hechiceras conocidas como las Sibilas escribió nueve libros que contaban el futuro de Roma. Le llevaron los nueve libros a Tiberio. -¿Cuánto cuestan? -preguntó el emperador de Roma. -Cien monedas de oro -respondieron las Sibilas. Tiberio, indignado, las expulsó. Las Sibilas quemaron tres libros y volvieron. -Siguen costando cien monedas -dijeron. Tiberio se rió y no aceptó. ¿Pagar por seis libros lo mismo que pagaría por nueve? Las Sibilas quemaron otros tres libros y volvieron con los tres restantes. -Siguen costando cien monedas de oro -dijeron. Tiberio, mordido por la curiosidad, acabó pagando, pero sólo consiguió leer parte del futuro de su imperio. Dice el maestro: Forma parte del arte de vivir no regatear con la oportunidad.
Las palabras son de Rufus Jones: -No me interesa construir nuevas torres de Babel usando como excusa la idea de que necesito llegar hasta Dios.»Estas torres son abominables; algunas están hechas de cemento y ladrillos; otras, con pilares de textos sagrados. Algunas fueron construidas con viejos rituales, y muchas son erigidas con las nuevas pruebas científicas de la existencia de Dios.»Todas estas torres, que nos vemos obligados a escalar desde una base oscura y solitaria, pueden darnos una idea de la visión de la Tierra, pero no nos conducen al cielo. Todo lo que conseguimos es la misma y vieja confusión de lenguas y emociones.»Para Dios, los puentes son la fe, el amor, la alegría y la oración.