Uno de los monjes del monasterio de Sceta cometió una falta grave, y llamaron al ermitaño más sabio para que la juzgase. El ermitaño se negó, pero insistieron tanto que acabó yendo. Antes, sin embargo, cogió un caldero y lo agujereó por varios sitios. Después, llenó el caldero de arena y se encaminó hacia el convento. El prior, al verlo entrar, le preguntó qué era aquello. -Vine a juzgar a mi prójimo -respondió el ermitaño-. Mis pecados se escurren detrás de mí, como se escurre la arena de este caldero. Pero como no miro hacia atrás y no me doy cuenta de mis propios pecados, ¡me llamaron para juzgar a mi prójimo! Los monjes desistieron del castigo en ese mismo momento.
Estaba escrito en la pared de una pequeña iglesia en los Pirineos: «Señor, que esta vela que acabo de encender sea luz y me ilumine en mis decisiones y dificultades.»Que sea fuego para que Tú quemes en mí el egoísmo, el orgullo y las impurezas.»Que sea llama para que Tú calientes mi corazón y me enseñe a amar.»No puedo quedarme mucho tiempo en Tu iglesia pero, dejando esta vela, un poco de mí mismo permanece aquí. Me ayuda a prolongar mi oración en las actividades de este día. Amén.»
Un amigo del viajero decidió pasar algunas semanas en un monasterio del Nepal. Una tarde entró en uno de los muchos templos del monasterio, y encontró a un monje, sonriendo, sentado en el altar. -¿Por qué sonríe usted? -le preguntó al monje. -Porque entiendo el significado de los plátanos -dijo el monje, abriendo una bolsa que llevaba, y sacando un plátano podrido de su interior-. Ésta es la vida que pasó y no fue aprovechada en el momento preciso, ahora es demasiado tarde. Acto seguido, sacó de la bolsa un plátano todavía verde. Se lo enseñó y volvió a guardarlo. -Ésta es la vida que todavía no ha ocurrido, hay que esperar el momento preciso -dijo. Finalmente, sacó un plátano maduro, lo peló y lo compartió con mi amigo, diciendo: -Éste es el momento presente. Aprende a vivirlo sin miedo.
Baby Consuelo había salido con el dinero justo para llevar a su hijo al cine. El muchacho estaba muy animado, y a cada momento preguntaba cuánto tiempo tardarían en llegar. Al parar junto a un semáforo, vio a un mendigo sentado en la acera, sin pedir nada. -Dale todo el dinero que llevas -escuchó que le decía una voz. Baby argumentó que le había prometido a su hijo que lo llevaría al cine. -Dáselo todo -insistió la voz. -Puedo darle la mitad, mi hijo entra solo, y yo lo espero a la salida -dijo ella. Pero la voz no quería discusión. -Dáselo todo. Baby ni tan siquiera tuvo tiempo de explicárselo al niño: paró el coche y le dio todo el dinero que llevaba al mendigo. -Dios existe, y usted me lo ha demostrado -dijo el mendigo-. Hoy es mi cumpleaños. Estaba triste, avergonzado de estar siempre pidiendo. Entonces decidí no pedir nada y pensé: si Dios existe, me hará un regalo.
Un hombre pasa por una aldea, en pleno temporal, y ve una casa que está ardiendo. Al acercarse, ve a otro hombre, con fuego hasta en las cejas, sentado en la sala en llamas. -¡Eh, tu casa está ardiendo! -dice el peregrino. -Ya lo sé -responde el hombre. -¿Entonces por qué no sales? -Porque está lloviendo -dice el hombre-. Mi madre me dijo que con la lluvia se puede coger una neumonía. Zao Chi comenta sobre la fábula: «Sabio es aquel hombre que consigue cambiar de situación cuando se ve forzado a ello.»
En ciertas tradiciones mágicas, los discípulos dedican un día al año o un fin de semana, si fuese necesario, a entrar en contacto con los objetos de su casa. Tocan cada cosa y preguntan en voz alta: -¿Realmente necesito esto? Cogen los libros de la estantería: -¿Volveré a leer este libro algún día? Miran los recuerdos que guardaron: -¿Aún considero importante el momento que este objeto me hace recordar? Abren todos los armarios: -¿Cuánto tiempo hace que tengo esto y no lo he usado? ¿Lo voy a necesitar? Dice el maestro: Las cosas tienen energía propia. Cuando no se utilizan, acaban por transformarse en agua estancada dentro de casa, un buen lugar para mosquitos y podredumbre. Es preciso estar atento, dejar que la energía fluya libremente. Si conservas lo que es viejo, lo nuevo no tiene espacio para manifestarse.
Una antigua leyenda peruana habla de una ciudad donde todos eran felices. Sus habitantes hacían lo que querían y se entendían bien, menos el alcalde, que vivía triste porque no había nada que gobernar. La prisión estaba vacía, el tribunal nunca se utilizaba, y la notaría no daba beneficio, porque la palabra valía más que el papel. Un día, el alcalde mandó venir trabajadores de lejos, que cerraron con vallas el centro de la plaza principal; se oyeron martillos golpeando y sierras cortando madera. Al cabo de una semana, el alcalde invitó a todos los ciudadanos a la inauguración. Solemnemente, las vallas fueron retiradas, y apareció… una horca. La gente comenzó a preguntarse qué hacía allí aquella horca. Con miedo, empezaron a acudir a la justicia para cualquier cosa que antes se resolvía de común acuerdo. Recurrían al notario para registrar documentos que antes eran sustituidos por la palabra. Y volvieron a escuchar al alcalde, por miedo a la ley. La leyenda dice que la horca nunca fue usada. Pero bastó su presencia para cambiarlo todo.
El psiquiatra alemán Viktor Frank describe su experiencia en un campo de concentración nazi: «… en medio del castigo humillante, un preso dijo: "¡Ah, qué vergüenza si nuestras mujeres nos viesen así!" El comentario me hizo recordar el rostro de mi esposa y, en el mismo instante, me sacó de aquel infierno. La voluntad de vivir volvió, diciéndome que la salvación del hombre es para y por el amor.»Allí estaba yo, en medio del suplicio y, aun así, capaz de entender a Dios, porque podía contemplar mentalmente el rostro de mi amada.»El guardia nos mandó pasar a todos, pero no obedecí, porque no estaba en el Infierno en aquel momento. Aunque no pudiese saber si mi mujer estaba viva o muerta, eso no cambiaba nada. Contemplar mentalmente su imagen me devolvía la dignidad y la fuerza. Incluso cuando se lo quitan todo, un hombre aún tiene la bienaventuranza de recordar el rostro de quien ama, y eso lo salva.»
Dice el maestro: De aquí en adelante, y a lo largo de unos cientos de años, el universo boicoteará a los que tienen prejuicios. La energía de la Tierra necesita ser renovada. Las ideas nuevas necesitan espacio. El cuerpo y el alma necesitan nuevos desafíos. El futuro llama a nuestra puerta y todas las ideas, excepto las que envuelven prejuicios, tendrán la oportunidad de surgir. Lo que sea importante quedará; lo que sea inútil desaparecerá. Pero que cada uno juzgue simplemente las propias conquistas: no somos jueces de los sueños de nuestro prójimo. Para tener fe en nuestro camino, no es preciso demostrar que el camino del otro es equivocado. El que actúa así, no confía en sus propios pasos.
La vida es como una gran carrera ciclista, cuya meta es cumplir la Leyenda Personal. A la salida estamos juntos, compartiendo camaradería y entusiasmo. Pero a medida que la carrera se desarrolla, la alegría inicial da lugar a los verdaderos desafíos: el cansancio, la monotonía, las dudas en cuanto a la propia capacidad. Nos damos cuenta de que algunos amigos desistieron del desafío; todavía están corriendo, pero simplemente porque no pueden parar en medio de una carretera. Son numerosos, pedalean al lado del coche de apoyo, conversan entre ellos, y cumplen una obligación. Acabamos por distanciarnos de ellos, y entonces nos vemos obligados a enfrentarnos a la soledad, a sorpresas en las curvas desconocidas, a problemas con la bicicleta. Finalmente nos preguntamos si vale la pena tanto esfuerzo. Sí, vale la pena. Simplemente es no rendirse.
Maestro y discípulo caminan por los desiertos de Arabia. El maestro provecha cada momento del viaje para instruir al discípulo sobre la fe. -Confía tus cosas a Dios -dice él-; Dios jamás abandona a sus hijos. De noche, al acampar, el maestro pide al discípulo que ate los caballos a una roca cercana. Él va hasta la roca, pero recuerda las enseñanzas del maestro: «Me está poniendo a prueba -piensa-. Debo confiar los caballos a Dios.» Y deja los caballos sueltos. Por la mañana, el discípulo descubre que los animales han huido. Enfadado, busca al maestro. -No sabes nada sobre Dios -protesta-. Le encomendé a Él el cuidado de los caballos. Y los animales no están allí. -Dios quería cuidar de los caballos -responde el maestro-. Pero, en aquel momento, necesitaba tus manos para atarlos.
– Tal vez Jesús haya enviado a alguno de sus apóstoles al infierno para salvar almas -dice John-. Incluso en el infierno, no todo está perdido. La idea sorprende al viajero. John es bombero en Los Ángeles y es su día libre. -¿Por qué dices esto? -pregunta. -Porque he experimentado el infierno aquí en la tierra. Entro en edificios en llamas, veo a personas desesperadas intentando salir, y muchas veces he llegado a arriesgar mi vida para salvarlas. No soy más que una partícula en este universo inmenso, forzado a comportarme como un héroe en medio de los muchos infiernos de fuego que conozco. Si yo, que no soy nada, puedo comportarme así, ¡imagina lo que Jesús debe de hacer! Con certeza, algunos de Sus apóstoles están infiltrados en el infierno, salvando almas.