– ¿Y los aviadores?
– No tengo ni idea.
– ¿Así que los Guzzardi…?
– A los Guzzardi se les vio salir del palazzo con un gran paquete.
– ¿Arte decadente?
– No se sabe. El cónsul era un gran coleccionista de dibujos de los maestros antiguos: Tiziano, Tintoretto, Carpaccio. También era un gran amigo de Venecia y donó muchas obras a los museos.
– ¿Pero no los dibujos?
– Los dibujos ya no estaban en el palazzo cuando acabó la guerra -dijo el conde.
– ¿Y los Guzzardi? -preguntó Brunetti.
– Parece ser que el cónsul había sido condiscípulo de un inglés que, después de la guerra, fue nombrado embajador de Gran Bretaña en Italia, y el inglés decidió que había que hacer algo respecto a los Guzzardi.
– ¿Y?
– El hijo fue procesado. No recuerdo cuál era exactamente la acusación, pero desde el primer momento se vio cuál sería el veredicto. El embajador era un hombre muy rico y también muy generoso, lo que le daba mucho poder. -El conde fijó la mirada en la pared de detrás de Brunetti, en la que había tres dibujos de Tiziano en hilera, como pidiéndoles que le refrescaran la memoria.
– Que yo sepa, los dibujos no han aparecido. Corrían rumores de que el abogado de Guzzardi había hecho un trato por el que su cliente sería indultado si los dibujos eran devueltos, pero entonces Guzzardi sufrió un ataque o un desmayo durante el juicio, no sé si real o falso, y al final los jueces lo declararon culpable, me parece que de extorsión, si mal no recuerdo, y lo enviaron a San Servolo. Decía la gente que todo era una farsa, para librarlo de la cárcel, que lo tendrían en el manicomio unos meses y luego lo soltarían, curado milagrosamente. Así se complacía al embajador y Guzzardi salía bien librado.
– ¿Pero murió?
– Sí, murió.
– ¿Hubo algo sospechoso en su muerte?
– No que yo recuerde. San Servolo era un antro de muerte. -El conde reflexionó-. Aunque la forma en la que ahora se organizan las cosas no es mucho mejor.
La ventana del despacho de Brunetti daba a la residencia de ancianos de San Lorenzo y lo que él veía allí bastaba para confirmar sus sospechas sobre el triste destino de los viejos, los locos o los desamparados que iban a parar a las instituciones públicas. Sustrayéndose a estas reflexiones, Brunetti miró el reloj. El conde debía marcharse ya, si no quería llegar tarde al almuerzo. Se puso en pie.
– Muchas gracias. Si recuerdas algo más…
– Te lo haré saber -atajó el conde, terminando la frase por él. Sonrió sin alegría-. Resulta extraño volver a pensar en aquellos tiempos.
– ¿Por qué?
– Nosotros, lo mismo que los franceses, nos dimos buena prisa en olvidar lo ocurrido durante los años de la guerra. Ya sabes cuáles son mis sentimientos respecto a los alemanes -dijo, y Brunetti asintió, recordando el invencible desagrado con que el conde veía aquella nación-. Pero hay que reconocer que ellos asumieron lo que habían hecho.
– ¿Es que tenían elección? -preguntó Brunetti.
– Con los comunistas dueños de la mitad del país, la Guerra Fría en marcha y los norteamericanos asustados por el camino que pudieran tomar, claro que tenían elección. Los aliados, una vez terminados los procesos de Núremberg, no hubieran seguido restregándoles la guerra por las narices. No obstante, los alemanes optaron por examinar los años de la guerra, en cierta medida por lo menos. Eso nosotros no lo hemos hecho nunca, y por eso no hay una historia de esos años, por lo menos, una historia fidedigna.
Brunetti se sorprendió de que las ideas del conde coincidieran con las de Claudia Leonardo, a pesar de que los separaban más de dos generaciones.
Ya en la puerta, Brunetti se volvió para preguntar:
– ¿Esos dibujos…?
– ¿Sí?
– ¿Cuánto valdrían ahora?
– Imposible de calcular. Nadie sabe cuáles eran ni cuántos, ni hay pruebas de lo ocurrido.
– ¿De que los Guzzardi se los llevaran?
– Sí.
– ¿Tú qué crees?
– Que se los llevaron, desde luego -dijo el conde-. Eran de esa clase de gente. Canallas. Codiciosos y arribistas, la gente que se siente atraída por esas ideas políticas. Es su único medio para conseguir poder o riqueza, y por eso se reúnen en manada como las ratas y arramblan con lo que encuentran. Luego, si vienen mal dadas, son los primeros en decir que, por principio, ellos eran contrarios a esas doctrinas, pero temían por la seguridad de sus familias. Es curioso cómo esa gente siempre encuentra nobles pretextos para sus actos. Y, en la primera ocasión, se ponen del lado de los vencedores. -El conde agitó una mano en ademán de enojado desdén.
Brunetti no recordaba haber visto al conde pasar tan rápidamente de un desprecio distante e irónico a la indignación. Se preguntó qué experiencias podían hacerlo reaccionar con aquel apasionamiento por unos hechos tan lejanos. Pero no era el momento de tratar de satisfacer su curiosidad, por lo que se contentó con reiterar las gracias y estrechar la mano del conde antes de salir del palazzo Falier para regresar a su más modesta morada, en busca del almuerzo.
CAPITULO 7
Al entrar en casa, Brunetti encontró a sus hijos discutiendo. Estaban en la puerta de la sala, hablando a voces y casi ni lo miraron cuando entró. Años de calibrar el tono de sus disputas le permitieron deducir que ésa no era de las más virulentas, poco más que un combate ritual, librado a la manera de las morsas, que se limitan a salir a la superficie y enseñar los colmillos al adversario y, tan pronto como una retrocede, la otra da media vuelta y se va nadando tranquilamente. Se debatía sobre la propiedad de un CD, cuyos componentes estaban ahora tan divididos como las opiniones de los contendientes: Raffi tenía en la mano el disco; y Chiara, el estuche.
– Lo compré yo hace un mes en Tempio della Musica -decía Chiara.
– Me lo regaló Sara en mi cumpleaños, so estúpida -replicó Raffi.
Felicitándose por su autodominio, Brunetti se abstuvo de sugerir que, imitando un juicio anterior, cortaran aquel chisme chirriante por la mitad para acabar de una vez, y se limitó a preguntar:
– ¿Vuestra madre está en su estudio?
Chiara asintió pero inmediatamente volvió al combate.
– Quiero escucharlo ahora -la oyó decir Brunetti mientras se alejaba por el pasillo.
La puerta del estudio de Paola estaba abierta y él entró diciendo:
– ¿Puedo invocar mi condición de refugiado?
– ¿Humm? -interrogó ella levantando la mirada de los papeles y examinándolo a través de sus gafas de lectura, como si no estuviera muy segura de la identidad del hombre que acababa de entrar sin hacerse anunciar.
– ¿Puedo solicitar asilo?
Ella se quitó las gafas.
– ¿Siguen con las mismas? -preguntó. La discusión de los chicos, tan previsible como una sinfonía de Haydn, había pasado a un adagio, pero Brunetti, en previsión del allegro tempestoso que no había de tardar, cerró la puerta y se sentó en el sofá que estaba junto a la pared.
– He estado hablando con tu padre.
– ¿Sobre qué?
– Ese asunto de Claudia Leonardo.
– ¿Qué «asunto»? -preguntó ella, resistiéndose a inquirir cómo había averiguado el nombre.
– El de su abuelo y su conducta criminal durante la guerra.
– ¿Criminal? -preguntó Paola, ya interesada.
Rápidamente, Brunetti le expuso lo que le había relatado Claudia y lo que le había contado su padre.
Cuando él terminó, Paola dijo:
– No creo que a Claudia le guste que otras personas sepan eso. Me preguntó si podía hablar contigo, pero no me parece que buscara que se hicieran públicos los asuntos de su familia.