– Quel figlio di mignotta -le interrumpió Lele, con una rabia insólita en él.
– Vaya, sí que te acuerdas -dijo Brunetti, tratando de disimular la sorpresa riendo.
– ¡No voy a acordarme! -dijo Lele-. Ese canalla tuvo su merecido. Sólo siento que se muriera tan pronto. Hubieran tenido que conservarlo con vida más tiempo, allí metido como un gusano.
– ¿En San Servolo? -preguntó Brunetti, a pesar de que su amigo no dejaba lugar a dudas.
– Donde se merecía estar. Mejor allí que en una cárcel cualquiera. Sinvergüenza. Me dan pena los otros infelices a los que tenían allí: ninguno de ellos se merecía vivir así, peor que animales. Pero Guzzardi se había ganado eso y más.
Brunetti sabía que no tardaría en oír las razones que habían provocado en Lele esa volcánica erupción, y le dijo, tirándole de la lengua:
– Nunca te había oído hablar de él, y es extraño, si tanto te disgustaba.
– Era un ladrón y un traidor -remachó Lele-, lo mismo que su padre. No tenían escrúpulos en traicionar a quien fuera.
Brunetti observó que la condena de Lele era mucho más violenta que la del conde, pero recordó que su suegro le había dicho que durante la guerra él no estaba en Venecia. Lele sí había estado, de principio a fin, y dos tíos suyos habían muerto, uno luchando al lado de los alemanes; y el otro, contra ellos. Brunetti, cortando la sarta de epítetos que seguía brotando del teléfono, dijo:
– Bueno, bueno, me hago cargo de tus sentimientos. Ahora dime por qué.
Lele aún tuvo la ecuanimidad de reírse.
– Te chocará esta rabia al cabo de tanto tiempo. Hacía… no sé, quizá veinte años que no oía hablar de él, pero ha bastado su nombre, para que me volvieran a la cabeza todos los recuerdos. -Calló un momento-. Es curioso, ¿no te parece?, hay cosas que no se borran. Piensas que el tiempo tendría que suavizarlo. Pero con Guzzardi no.
– ¿Qué es lo que no se ha suavizado? -preguntó Brunetti.
– El odio que le teníamos todos, desde luego.
– ¿Todos?
– Mi padre, mis tíos, hasta mi madre.
– ¿Por qué?
– ¿Seguro que tienes tiempo de escucharlo todo? -preguntó Lele.
– ¿Por qué iba a haberte llamado, si no? -dijo Brunetti, respondiendo con otra pregunta y alegrándose de que a Lele no pareciera interesarle el motivo de su curiosidad por Guzzardi.
Lele preguntó entonces a su vez, a modo de introducción:
– ¿Sabías que mi padre era anticuario?
– Sí -respondió Brunetti. Tenía un vago recuerdo del padre de Lele, un hombre corpulento, con bigote y barba canos, que había muerto cuando Brunetti era niño.
– Era mucha la gente que quería salir del país. Y no es que tuvieran muchos sitios a donde ir, para estar seguros, quiero decir. Lo cierto es que, cuando empezó la guerra, muchos iban a ver a mi padre para preguntarle si podía encargarse de vender cosas por su cuenta.
– ¿Antigüedades?
– Y cuadros, estatuas, libros de coleccionista, cualquier objeto de valor.
– ¿Y él qué hacía?
– Hacía de agente -dijo Lele, como si eso lo explicara todo.
– ¿Qué quiere decir hacer de agente?
– Actuar de intermediario, buscar compradores. Conocía el mercado y tenía una larga lista de clientes. De cada venta se reservaba el diez por ciento de comisión.
– ¿No es lo normal? -preguntó Brunetti, consciente de que se le escapaba el mensaje que Lele pretendiera transmitirle.
– Nada era normal durante la guerra -dijo Lele, nuevamente como si eso lo explicara todo.
Brunetti protestó:
– Lele, aquí hay muchas cosas que no entiendo. Te agradeceré que seas más explícito.
– Está bien, siempre se me olvida lo poco que la gente sabe, o quiere saber, acerca de lo que ocurría entonces. Y ocurría esto. Cuando la gente se veía obligada a vender objetos de valor, cuando no tenía más remedio que vender, podía optar entre hacerlo por sí misma, lo cual siempre es un error, o acudir a un agente. Lo que también era un error.
– ¿Por qué?
– Porque algunos comerciantes, ante el pánico de los vendedores, vieron la ocasión de hacer dinero, mucho dinero, y se volvieron locos.
– ¿Qué hicieron?
– Aumentaron sus porcentajes. La gente estaba desesperada por vender y salir del país. Hacia el final, muchos comprendieron que, si se quedaban, morirían. No -rectificó-, serían asesinados. Deportados y asesinados. Pero a algunos les faltó el valor para marcharse y dejarlo todo: casas, cuadros, ropa, objetos de arte, papeles, recuerdos de familia. Eso debían haber hecho, dejarlo todo y tratar de llegar a Suiza, a Portugal, incluso al norte de África, pero muchos no se resignaban. Al final, sin embargo, no tuvieron alternativa.
– ¿Y entonces? -apremió Brunetti.
– Pues no les quedó más remedio que vender todo lo que tenían, convertirlo en oro, en piedras o en divisas, en algo que creían que podrían llevar consigo.
– ¿Y no pudieron?
– Va a llevar mucho tiempo explicar todo esto, Guido -dijo Lele casi con tono de disculpa.
– Está bien.
– De acuerdo. El proceso, por lo menos, muchas veces, el proceso era éste. El vendedor, ya fuera aquí o en cualquier ciudad importante, acudía a un agente, muchos de los cuales eran anticuarios. Algunos de los grandes coleccionistas incluso trataron de vender sus piezas a los alemanes, a hombres como Haberstock, de Berlín. Se rumoreaba que, en Roma, el príncipe Farnese había conseguido vender muchas cosas a través de Haberstock. En fin, uno acudía a un agente, el agente iba a ver las piezas y hacía una oferta por las que más le gustaban o creía que podría vender. -Nuevamente, Lele calló.
Brunetti, intrigado por descubrir qué podía haber en eso que provocara las iras de Lele, preguntó:
– ¿Y bien?
– Entonces el agente ofrecía una pequeña parte de lo que valían los objetos diciendo que era todo lo que él podría sacar por ellos. -Antes de que Brunetti pudiera hacer la pregunta obligada, Lele explicó-: Todo el mundo sabía que no había que molestarse en preguntar a otro. Habían formado un cartel, y cuando uno daba un precio lo comunicaba a los otros y ninguno ofrecía más.
– Pero, ¿y los que eran como tu padre? ¿Por qué no lo llamaban a él?
– Para entonces mi padre estaba en la cárcel. -La voz de Lele era de hielo.
– ¿De qué lo acusaron?
– ¿Quién sabe? ¿Y qué importa? Fue denunciado por hacer comentarios derrotistas. Y los hacía, desde luego. Todo el mundo sabía que no teníamos ninguna posibilidad de ganar la guerra. Pero esos comentarios los hacía en casa, sólo delante de nosotros. Lo denunciaron los otros agentes, y la policía vino a buscarlo y se lo llevó, y durante el interrogatorio le dieron a entender que no debía volver a trabajar de agente.
– ¿Para los que querían abandonar el país?
– Entre otros. Nunca le dijeron con quién no debía trabajar, pero tampoco hacía falta. Mi padre captó el mensaje. A la tercera paliza, captó el mensaje. Así que, cuando lo soltaron y volvió a casa, nunca más trató de ayudar a esa gente.
– ¿Judíos? -preguntó Brunetti.
– Principalmente, sí. Pero también había familias no judías. La de tu suegro, por ejemplo.
– ¿Hablas en serio? -preguntó Brunetti sin poder ocultar el asombro.
– Éste, Guido, es un tema con el que no bromeo -dijo Lele con insólita acritud-. El padre de tu suegro tuvo que marcharse del país, y fue a ver a mi padre para preguntarle si podía vender algunos objetos por su cuenta.
– ¿Y los vendió?
– Se hizo cargo de ellos. Creo que eran treinta y cuatro pinturas y una gran colección de primeras ediciones de Aldo Manuzio.
– ¿No tuvo miedo de la advertencia?
– No los vendió. Dio una suma de dinero al conde y le dijo que le guardaría los cuadros y los libros hasta que regresara a Venecia.