Encontró a Paola, como era de prever, en su estudio y se unió a ella dejándose caer en el viejo sofá del que su mujer se negaba a desprenderse.
– No me habías dicho lo de tu padre -dijo, a modo de introducción.
– ¿No te había dicho qué de mi padre? -preguntó ella. Intuyendo, por el tono y la actitud de su marido, que la conversación sería larga, abandonó las notas que estaba preparando.
– Lo que hizo durante la guerra.
– Hablas como si acabaras de descubrir que fue un criminal de guerra -comentó ella.
– Todo lo contrario -concedió Brunetti-. Hoy me han dicho que estuvo en la montaña con los partisanos, cerca de Asiago.
– Pues ya sabes tanto como yo -sonrió ella.
– ¿En serio?
– Completamente. Sé que combatió y que entonces era muy joven, pero nunca me ha hablado de eso y yo no he tenido valor para preguntar a mi madre.
– ¿Valor?
– Por su tono y su manera de reaccionar siempre que yo sacaba el tema, años atrás, comprendí que ella no deseaba hablar de eso y que tampoco debía preguntarle a él. De modo que me callé y, con el tiempo, se me pasó la curiosidad o el afán de enterarme de qué había hecho exactamente. -Antes de que Brunetti pudiera hacer algún comentario a esto, agregó-: Supongo que es lo que te ocurrió a ti con tu padre. Lo único que me has contado es que estuvo en África y en la campaña de Rusia y que cuando regresó de allí, al cabo de varios años, todos los que lo habían conocido decían que no era el mismo hombre que se fue. Pero nunca me has dicho más. Y tu madre, cuando hablaba de aquello, sólo decía que él había estado ausente cinco años, nada más.
Aquellos cinco años habían marcado la niñez de Brunetti, por los accesos de violencia que, sin causa aparente, acometían a su padre. Una palabra o un gesto inocentes, un libro olvidado encima de la mesa de la cocina, podían provocar en él un furor que sólo su esposa podía aplacar. Como si poseyera la virtud de los santos, le bastaba con ponerle una mano en el brazo para, con ese leve contacto, hacerlo salir del infierno en el que hubiera caído.
Cuando no estaba invadido por esa cólera súbita y espectacular, su padre era un hombre tranquilo, callado y solitario. Lo habían herido varias veces en el frente y cobraba una pensión del ejército, de la que trataba de vivir la familia. Brunetti nunca había llegado a comprenderlo, ni siquiera a conocerlo realmente, porque la madre no se cansaba de repetir que su verdadero marido era el que se había ido a la guerra, no el que había vuelto a casa. Ella, por la gracia de Dios, o del amor, o de ambos, quería al uno y al otro.
En una sola ocasión Brunetti había visto un reflejo del hombre que debía de haber sido su padre. Fue el día en que, al llegar del colegio, anunció a sus padres que él era el único de su clase que había sido admitido en el Liceo Classico. Lo decía procurando disimular que reventaba de orgullo y temiendo la reacción de su padre, que se levantó, apoyando las manos en la mesa junto a la que estaba ayudando a su mujer a desgranar guisantes, se acercó a él y, poniéndole una maño en la mejilla, le dijo: «Guido, tú haces que vuelva a sentirme como un hombre. Gracias.» El recuerdo de la sonrisa de su padre bastaba para hacer bailar las estrellas en el firmamento y, por primera vez desde que era niño, Brunetti sintió que rezumaba amor por aquel hombre taciturno y bueno.
– ¿Me escuchas, Guido? -preguntó Paola haciéndolo volver al estudio y a su presencia.
– Sí, sí. Es sólo que estaba pensando en una cosa.
– Así pues -prosiguió ella, como si no hubiera habido interrupción-, yo sé de lo que hizo mi padre tanto como tú puedas saber del tuyo. Los dos lucharon y volvieron a casa, y ninguno de los dos quería hablar de lo ocurrido mientras habían estado fuera.
– ¿Crees que tan terrible fue lo que hicieron?
– O les hicieron -respondió Paola.
– Pero hay una diferencia.
– ¿Qué diferencia?
– Tu padre volvió a Italia para combatir voluntariamente. Eso está claro, porque Lele me ha dicho que la familia llegó a Inglaterra sana y salva, o sea que él debió de volver porque quiso.
– ¿Y tu padre?
– Mi madre siempre decía que él no quería alistarse en el ejército. Pero no tuvo elección. Los reunían como ganado y, después de enseñarles a marchar juntos sin tropezar unos con otros, los enviaban a las campañas de África, de Grecia, de Albania o de Rusia, calzados con botas de cartón, porque un amigo de un amigo de un ministro se había hecho rico con el contrato.
– ¿Y nunca contaba nada?
– No; por lo menos, a mí o a Sergio. Nada -dijo Brunetti.
– ¿Crees que pudo haber hablado con sus amigos?
– No creo que tuviera amigos -dijo Brunetti, reconociendo lo que siempre le había parecido una gran carencia en la vida de su padre.
– La mayoría de los hombres no los tenéis, ¿verdad? -preguntó ella, y había tristeza en su voz.
– ¿Qué dices? Claro que tenemos amigos -se indignó Brunetti, molesto por aquella conmiseración.
– Creo que la mayoría de los hombres no los tienen, Guido, y tú sabes que eso es lo que pienso, porque lo he dicho muchas veces. Vosotros tenéis lo que los norteamericanos llaman pals, colegas, con los que habláis de deportes, de política o de coches. -Reflexionó sobre lo que acababa de decir-. Bien, como tú vives en Venecia y trabajas en la policía, pon pistolas y lanchas en lugar de coches. Cosas, siempre cosas. Unas cosas u otras, pero nunca habláis de lo que sentís ni de lo que teméis, como hablamos las mujeres.
– ¿De qué se trata aquí, de que los hombres no tenemos amigos o de que no hablamos de lo mismo que las mujeres? Me parece que hay que distinguir.
Era una vieja polémica, y esa noche Paola no estaba dispuesta a enzarzarse otra vez en ella, con Brunetti tan irritable y con una larga lección que preparar para la mañana siguiente.
– Ya no quedarán muchas noches templadas como ésta, ¿no crees? -preguntó, como el que enarbola bandera blanca-. ¿Nos sentamos en la terraza a tomar una copa?
– Ya se ha puesto el sol -dijo él, reacio a rendirse fácilmente y dolido por la insinuación de que no tenía amigos.
– Podemos contemplar el crepúsculo. Me apetece sentarme a tu lado sosteniendo tu mano entre las mías.
– Pava -dijo él, enternecido.
Claudia no acudió a clase al día siguiente. Paola observó su ausencia aunque sin prestarle especial atención. Los estudiantes eran inconstantes por naturaleza, si bien reconocía que Claudia parecía la excepción. La causa de su falta de asistencia le fue revelada por una llamada telefónica de su marido que recibió en su despacho de la universidad aquella misma tarde.
– Tengo que darte una mala noticia -le anunció, provocándole un calambre de angustia por la seguridad de su familia. Él, que lo adivinó, agregó procurando imprimir en su voz la mayor serenidad posible-. No; no se trata de los chicos. -Le dio tiempo para que lo asimilara y prosiguió-: Es Claudia Leonardo. Ha muerto.
Paola tuvo una visión fugaz de Claudia en la puerta, volviéndose para decirle que le había dado mucha pena la muerte de Lily Bart. Ojalá alguien sintiera mucha pena por la muerte de Claudia, aún tuvo tiempo de pensar antes de que Brunetti añadiera:
– Alguien entró a robar en su apartamento y la mató.
– ¿Cuándo?
– Anoche.
– ¿Cómo?
– Con un cuchillo.
– ¿Qué pasó?
– Lo único que me han dicho es que esta mañana su compañera de piso la ha encontrado al llegar a casa. Claudia estaba en el suelo. Parece ser que sorprendió al ladrón y él se asustó.
– ¿Con un cuchillo en la mano? -preguntó Paola.