– No lo sé, es sólo una primera impresión.
– ¿Dónde estás?
– En la casa. Acabo de llegar. Tengo el telefonino de Vianello.
– ¿Por qué me llamas?
– Porque la conocías y no quería que te enterases por otros medios.
Paola dejó que entre ellos se hiciera un silencio largo.
– ¿Ha sido rápido?
– Eso espero -fue la única respuesta que él pudo dar.
– ¿Y la familia?
– No lo sé, ya te he dicho que acabo de llegar. Aún no hemos entrado en el piso. -Se oían ruidos de fondo, una voz, dos, y Brunetti dijo-: Tengo que colgar. No me esperes hasta la noche. -Y cortó.
Se había apartado del sonido de la voz de su mujer, pero no de la presencia de la muerte en aquel apartamento de Dorsoduro, cerca de la Pensione Seguso, dos calles más allá del Canale della Giudecca.
Devolvió el telefonino a Vianello, que lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. No era la primera vez que Brunetti se sorprendía al ver a Vianello de paisano, consecuencia de su ascenso a ispettore que desde hacía tanto tiempo se le debía. Ahora bien, aunque el envoltorio había cambiado, el contenido seguía siendo el mismo: el leal, honrado e inteligente Vianello había acudido a la llamada de Brunetti, que lo pilló a punto de salir de casa, cuando iba a dedicar su día de permiso a realizar compras en el continente con su esposa. Brunetti agradecía la instintiva disposición de Vianello a ayudarlo. La compañía de ese hombre corpulento, firme y sosegado le sería de gran ayuda en esos momentos.
Vianello no fingió no haber oído la conversación de Brunetti.
– ¿Su esposa la conocía, comisario?
– Era alumna suya -explicó Brunetti.
Si a Vianello le sorprendió que Brunetti supiera esa circunstancia, no lo demostró, y propuso:
– ¿Subimos ya, comisario?
Había un agente de uniforme en la puerta de la calle y otro en lo alto del segundo tramo de escalera, delante de la puerta del apartamento, que estaba abierta. El resto del edificio, en el que había otros tres apartamentos, podía perfectamente haber estado vacío, por el silencio que emanaba de sus puertas cerradas. Sin embargo, en uno de ellos estaba la compañera de piso de Claudia, porque así lo había dicho la dueña de la casa cuando llamó por teléfono.
Brunetti entró en el apartamento sin detenerse en la puerta. Lo primero que vio fue la mano que, con los dedos agarrotados por la muerte, asía el fleco de la alfombra color cereza. Era turca, con un motivo central de ghuls blancos hexagonales sobre el fondo rojo. El motivo era nítido y geométrico, con las estilizadas flores bien alineadas, y unas franjas blancas arriba y abajo centrando el dibujo. Una de las franjas se interrumpía donde la sangre había empapado la alfombra, tiñendo el blanco de un rojo un punto más claro que el fondo. Brunetti vio que una de las flores había desaparecido, la había borrado la vida al huir del cuerpo de Claudia.
Él volvió los ojos hacia la derecha y vio la cabeza y la nuca, blanca e indefensa. La muchacha estaba de espaldas y él, pisando con cuidado, dio la vuelta para situarse al otro lado de la habitación y verle la cara. También estaba muy blanca y parecía extrañamente relajada. No había en ella expresión alguna, como no la hay en la de una persona dormida. Brunetti pensó que ojalá él pudiera hacer que aquella falta de expresión se debiera al sueño.
Sin moverse, el comisario buscó con la mirada señales de violencia en el apartamento y no pudo ver ninguna. En el centro de una mesita baja, un plato con unos gajos de manzana, ahora secos y ennegrecidos; al lado de la mesa, una butaca con funda floreada y, en el brazo de la butaca, un libro abierto, boca abajo. Brunetti se acercó a leer el título: El pacto de Fausto. No le dijo nada: tan incongruente como la aparente calma con que ella había recibido a la muerte.
– De robo, nada -dijo Vianello.
– No -convino Brunetti-. Entonces, ¿qué?
– ¿Pelea de enamorados? -apuntó Vianello, aunque era evidente que no lo creía. Allí no había habido pelea.
Brunetti salió a la puerta y preguntó al joven agente:
– ¿La compañera de piso ha dicho algo de la puerta? ¿Si estaba abierta o cerrada? -Observó que el joven se había cortado en el mentón al afeitarse, aunque no parecía que pudiera tener barba todavía.
– No lo sé, comisario. Una vecina ya se la había llevado abajo cuando he llegado.
Brunetti asintió dándose por enterado, y preguntó:
– ¿Y el cuchillo? O lo que fuera.
– No lo he visto, comisario -dijo el muchacho con tono de disculpa, y sugirió-: Quizá esté debajo.
– Sí, puede ser -dijo Brunetti, y volvió a donde estaba Vianello-. Vamos a ver las otras habitaciones.
Vianello metió las manos en los bolsillos del pantalón y Brunetti lo imitó. Los dos habían olvidado traer guantes desechables, pero sabían que podrían conseguirlos cuando llegara el forense.
Los dormitorios, la cocina y el cuarto de baño no indicaban sino que una de las muchachas era más ordenada que la otra y que la ordenada era aficionada a la lectura. Brunetti ya sabía quién era quién.
Cuando volvieron a la sala, Vianello preguntó:
– ¿La compañera?
Nuevamente Brunetti fue a la puerta, donde se paró sólo para decir al agente que, tan pronto como llegara el forense, bajara a avisarle, y abrió la marcha escalera abajo.
Evidentemente, se esperaba su visita: en la puerta de uno de los apartamentos del primer piso había una mujer mayor.
– Está aquí, comisario -dijo dando un paso atrás para que entrasen Brunetti y Vianello.
Al ver que estaban en un pequeño recibidor, Brunetti preguntó en voz baja:
– ¿Cómo está?
– Mal. He llamado a mi médico, que ha dicho que vendrá en cuanto pueda. -Era una mujer baja, tirando a gruesa, con ojos azul claro y un cutis que parecía que tenía que ser tan fresco y suave al tacto como el de una niña.
– ¿Hacía tiempo que vivían aquí? -preguntó Brunetti.
– Claudia, tres años. El apartamento es mío y lo alquilo a estudiantes, porque me gusta oír a gente joven a mi alrededor. Pero sólo a chicas. Ponen la música más baja y a veces, por la tarde, entran a tomar una taza de té. Los chicos, no -dijo, sin más explicación.
Brunetti tenía a un hijo en la universidad, por lo que nadie podía contarle nada nuevo acerca del volumen al que los chicos escuchan música y su poca inclinación a entrar a tomar una taza de té por la tarde con una anciana.
El comisario sabía que tendría que hablar extensamente con esa mujer, pero quería interrogar antes a la muchacha, para ver si podía decirle algo que los ayudara a empezar la búsqueda del asesino.
– ¿Cómo se llama esa joven, signora?
– Lucia Mazzotti -dijo la mujer-. Es de Milán -precisó, como si eso pudiera ayudar a Brunetti de algún modo.
– ¿Hará el favor de acompañarme? -preguntó él, e hizo una pequeña señal a Vianello para pedirle que aguardara allí. Aunque ya no iba uniformado, podía bastar su corpulencia para intimidar a la muchacha.
La mujer dio media vuelta y, cojeando ligeramente de la pierna derecha, llevó a Brunetti por una salita, por delante de la puerta abierta de la cocina y la puerta cerrada de lo que debía de ser el cuarto de baño, hasta la última puerta.
– Le he dicho que se echara -explicó-, aunque no creo que duerma. No dormía hace un momento, cuando los oí a ustedes en la escalera.
Dio unos golpecitos en la madera y, al oír un leve sonido en el interior, abrió la puerta.
– Lucia -dijo con suavidad-, un señor desea hablar contigo, es policía.
La mujer fue a retirarse, pero Brunetti la asió del brazo.
– Creo que será preferible que se quede, signora.
Ella, desconcertada, miró de Brunetti a la habitación.
– Será menos violento para la muchacha -susurró el comisario.