La mujer, aunque no parecía muy convencida, accedió, entró en la habitación y se quedó a un lado de la puerta, dejando adelantarse a Brunetti.
Una chica de pelo rojo estaba echada encima de la cama, con la cabeza apoyada en una mullida almohada. Tenía los brazos extendidos a cada lado del cuerpo, con las palmas de las manos hacia arriba, y los ojos fijos en el techo.
Brunetti fue hacia la cama, se acercó una silla y se sentó, para situarse más a su nivel.
– Lucia, soy el comisario Brunetti. Me envían para que averigüe lo ocurrido. Sé que usted ha encontrado a Claudia y que ha tenido que sufrir una impresión terrible, pero hemos de hablar ahora, porque quizá pueda ayudarnos.
La muchacha volvió la cabeza y lo miró. Sus finas facciones estaban extrañamente flácidas.
– ¿Ayudarles, cómo? -preguntó.
– Diciéndonos qué ocurrió cuando llegó a casa, qué vio, qué recuerda. -Antes de que ella pudiera decir algo, él continuó-: Y también necesito que me diga acerca de Claudia todo lo que crea que pueda estar relacionado de algún modo con lo sucedido.
– ¿Se refiere a lo que le ha sucedido a ella?
Brunetti asintió.
La muchacha desvió la mirada y volvió a fijarla en la pantalla amarilla colgada del techo.
Brunetti dejó pasar por lo menos un minuto, pero la muchacha seguía mirando la lámpara. Él se volvió hacia la anciana y levantó las cejas interrogativamente.
La mujer se adelantó hasta situarse a su lado y, cuando él fue a levantarse, le puso en el hombro una mano firme para impedírselo.
– Lucia -dijo-, me parece que es conveniente que hables con este policía.
Lucia miró a la mujer y a Brunetti.
– ¿Está muerta?
– Sí.
– ¿La han matado?
– Sí -dijo él.
La muchacha lo asimiló y dijo:
– He llegado a casa a eso de las nueve. Esta noche he dormido en Treviso y venía para cambiarme y recoger los libros. Esta mañana tengo una clase. -Parpadeó varias veces y miró a la ventana-. ¿Aún es por la mañana?
– Son las once -dijo la anciana-. ¿Quieres que te traiga algo de beber, Lucia?
– Un vaso de agua, por favor.
La mujer volvió a oprimir el hombro de Brunetti y salió de la habitación cojeando. Entonces la muchacha prosiguió:
– He llegado al edificio, he subido la escalera, he abierto la puerta del apartamento y he entrado. Entonces la he visto en el suelo. Al principio, he pensado que se había desmayado o algo así, pero entonces he visto la alfombra. Me he quedado quieta, sin saber qué hacer. Debo de haber gritado, porque ha subido la signora Gallante y me ha traído aquí. Es todo lo que recuerdo.
– ¿La puerta estaba cerrada con llave? -preguntó Brunetti-. La del apartamento quiero decir.
Ella lo pensó un momento, y Brunetti advirtió su resistencia a tener que evocar el recuerdo de aquella escena. Finalmente, dijo:
– No; me parece que no. Es decir, no recuerdo haber usado la llave. -Un largo silencio-. Pero puedo estar equivocada.
– ¿Ha visto a alguien fuera?
– ¿Cuándo?
– Cuando ha vuelto a casa.
– No -respondió ella con un rápido movimiento de la cabeza-. No había nadie.
– ¿Ni algún conocido, algún vecino? -preguntó Brunetti y al observar su rápida mirada de suspicacia, explicó-: Podrían haber visto a alguien.
Una vez más ella movió la cabeza negativamente.
– No; nadie.
Brunetti comprendía que, probablemente, esas preguntas eran inútiles. Había observado el color de la sangre de la alfombra, que indicaba que Claudia llevaba muerta bastante tiempo. El forense le diría cuánto con mayor exactitud, pero no le sorprendería que la joven hubiera estado allí toda la noche. Pero quería que la muchacha asimilara la importancia de responder a todas sus preguntas, a fin de que, cuando le hiciera las que podían conducirle a quienquiera que hubiera hecho aquello, ella las contestara sin pensar en las consecuencias que podía tener su respuesta, acaso para algún conocido.
La signora Gallante volvió a entrar.
– Ha llegado el doctor, comisario.
Brunetti se levantó, dijo a Lucia unas palabras que trató de hacer tranquilizadoras y salió de la habitación. La signora Gallante se adelantó con un vaso de agua en la mano. Detrás de ella entró un hombre que parecía muy joven para ser médico, y la única prueba de ello era el maletín negro, nuevecito, por supuesto, que traía en la mano.
CAPITULO 10
Al cabo de unos minutos, la signora Gallante salió del dormitorio y fue hacia Brunetti y Vianello.
– Dice el doctor que será preferible que Lucia se quede aquí conmigo hasta que lleguen sus padres de Milán y se la lleven a su casa.
– ¿Ya les ha avisado?
– Sí, en cuanto los llamé a ustedes.
– ¿Sabe cuándo vendrán?
– He hablado con su madre; ya la conocía, porque ha estado aquí varias veces, para ver a Lucia. Ha dicho que llamaría a su marido al trabajo. Después me ha llamado ella para avisarme de que inmediatamente salían para aquí.
– ¿Cómo vienen?
– No se lo he preguntado. -La signora Gallante parecía sorprendida por la pregunta-. En coche, supongo, como las otras veces.
– ¿Cuánto hace que ha hablado con ella? -preguntó Brunetti.
– Hará una media hora, quizá una hora. Nada más subir, encontrar a Lucia y traerla a casa. He llamado primero a la policía y después a sus padres.
Aunque eso limitaba el tiempo del que Brunetti dispondría para hablar con Lucia y complicaría todo futuro contacto con ella, el comisario dijo:
– Ha hecho usted muy bien, signora.
– No tuve más que pensar qué querría yo que se hiciera si se tratara de una nieta mía, y ha sido fácil.
Brunetti, involuntariamente, miró hacia la puerta del dormitorio.
– ¿Qué ha dicho el médico?
– Cuando ha sabido que los padres venían, ha dicho que no le daría un sedante, pero me ha pedido que le prepare una tila con mucha miel. Para el shock, dice.
– Sí, buena idea -dijo Brunetti. Se oían pasos en la escalera y él deseaba hablar con el forense-. Si no tiene inconveniente, el ispettore se quedará aquí mientras tanto -añadió, mirando significativamente a Vianello, que no necesitaba más para disponerse a interrogar a la signora Gallante acerca de Claudia y de las visitas que la joven recibía en su apartamento.
Con una cortés despedida, Brunetti salió a la escalera y subió al segundo piso. El dottor Rizzardi ya estaba arrodillado al lado de la muchacha, palpando con dedos enfundados en plástico la muñeca de su brazo extendido. Al oír entrar a Brunetti, levantó la mirada y dijo:
– No es que hubiera esperanza, pero es lo que exigen las normas. -Miró a la muchacha, retiró la mano y dijo-: Ha muerto. -Dejó que creciera el silencio sobre esas palabras terribles y se levantó. Un fotógrafo que había llegado con el médico se acercó al cadáver y tomó varias fotos. Luego, andando despacio, dio una vuelta completa en torno a la muchacha, fotografiándola desde todos los ángulos. Se alejó, tomó una última instantánea desde la puerta, guardó la cámara en el estuche y salió a esperar al médico.
Como conocía a Rizzardi, Brunetti se abstuvo de hacer sugerencias y de señalarle el tono de la sangre coagulada, y se limitó a preguntar:
– ¿Cuándo, diría usted?
– Probablemente, anoche, pero la hora no la sabré hasta que la vea. -Rizzardi había querido decir la vea «por dentro», los dos lo sabían, pero preferían no puntualizar.
Mirando otra vez a la muchacha, el médico preguntó:
– Querrá saber la causa, ¿no?
– Sí -dijo Brunetti, situándose automáticamente al lado del médico. Rizzardi le dio un par de guantes transparentes y esperó a que Brunetti se los pusiera.