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Los dos hombres se arrodillaron al mismo tiempo, pasaron las manos por debajo del cuerpo y, lentamente, con la delicadeza con que los hombres corpulentos manejan a los bebés, lo levantaron primero por el hombro y después por la cadera para ponerlo boca arriba.

Debajo del cadáver no había cuchillo, instrumento ni herramienta alguna, pero los orificios oscuros y viscosos del delantero de la blusa de algodón señalaban la causa de la muerte, con todo su horror. En un principio, Brunetti vio cuatro, pero después descubrió otro más arriba, cerca del hombro. Todas las heridas estaban en el lado izquierdo.

Rizzardi desabrochó los dos botones de arriba y abrió la blusa. Examinó las heridas y hasta separó los bordes de una de ellas, y entonces Brunetti recordó un poema perverso que le había leído Paola, que comparaba las heridas del cuerpo de Cristo con unos labios.

– Alguna parece lo bastante profunda -dijo Rizzardi-. La autopsia nos lo dirá, pero creo que no hay duda. -Cerró la blusa, y la abrochó cuidadosamente, miró a Brunetti, movió la cabeza de arriba abajo y los dos se levantaron.

– Ya sé que es una superstición tonta, pero me alegro de que tenga los ojos cerrados -dijo Rizzardi. Y, sin transición, agregó-: Yo diría que la persona que usted busca no es muy alta, no mucho más que ella.

– ¿Por qué?

– Por el ángulo. La hoja entró en sentido casi horizontal. La trayectoria descendería más cuanto más alto fuera el asesino. Podré hacer un cálculo aproximado cuando tome las medidas, pero ésa es la primera impresión.

– Gracias.

– Es bien poco, me temo.

Rizzardi fue hacia la puerta y Brunetti lo siguió.

– No habrá mucho más que decir, pero de todos modos le llamaré a su despacho cuando haya terminado.

– ¿Tiene el número del telefonino de Vianello?

– Sí -dijo Rizzardi-. ¿Por qué no tiene usted móvil?

– Lo tengo, pero siempre me lo olvido en casa o en el despacho.

– ¿Por qué Vianello no le da el suyo, sencillamente?

– Tiene miedo de que lo pierda.

– Cómo ha prosperado el sargento, con el ascenso a ispettore, ¿eh? -dijo Rizzardi, pero el aparente sarcasmo de la observación dejaba traslucir sincero afecto.

– Bastante le ha costado conseguirlo -dijo Brunetti, con un poso de indignación por los años que había tardado Vianello en recibir su archimerecido ascenso.

– ¿Scarpa? -preguntó Rizzardi, refiriéndose al asistente personal del vicequestore Patta y demostrando conocer perfectamente los entresijos de la questura.

– Desde luego. Desde que llegó ha estado bloqueándole la promoción.

– ¿Y qué ha hecho cambiar las cosas?

Brunetti desvió la mirada y empezó a decir, evasivamente:

– La verdad, no tengo ni…

– ¿Qué hizo usted? -cortó Rizzardi.

– Amenacé a Patta con pedir el traslado a Treviso o a Vicenza.

– ¿Y?

– Cedió.

– ¿Pensaba usted que cedería?

– Al contrario. Yo pensaba que se alegraría de poder librarse de mí.

– Si Patta se hubiera negado a conceder el ascenso, ¿usted se hubiera marchado?

Brunetti alzó las cejas y dobló las comisuras de los labios, en otro intento de evasión.

– ¿Se hubiera usted marchado?

– Sí -dijo Brunetti yendo hacia la puerta-. ¿Me llamará cuando termine?

En el piso de abajo, Brunetti encontró a Vianello en la cocina, sentado frente a la signora Gallante, con una tetera de porcelana blanca y un tarro de miel entre los dos. Cada uno tenía ante sí una taza de infusión amarilla. Al ver a Brunetti, la signora Gallante fue a levantarse, pero Vianello se inclinó sobre la mesa y le puso una mano en el antebrazo:

– No se moleste, signora, yo traeré una taza para el comisario.

Vianello se levantó y, con la soltura que da una larga familiaridad, abrió un armario y sacó una taza y un platillo que puso frente a Brunetti, ya sentado, luego se volvió hacia el cajón de los cubiertos, en busca de una cucharilla. En silencio, llenó la taza de tila y volvió a sentarse frente a la dueña de la casa.

– La signora me hablaba de la signorina Leonardo, comisario -dijo. La signora Gallante asintió-. Era una buena muchacha, muy educada y atenta…

– Oh, mucho -interrumpió la anciana-. De vez en cuando, bajaba a tomar una taza de tisana y siempre me preguntaba por mis nietos y hasta me pedía ver fotos suyas. Ella y Lucia eran unas muchachas muy tranquilas, casi no se las oía. Siempre estudiando y estudiando, eso era todo lo que hacían.

– ¿No venían amigos a verlas? -preguntó Vianello, en vista de que Brunetti callaba.

– No. A veces veías en la escalera a un chico o una chica, pero nunca causaban molestias. A los estudiantes les gusta trabajar juntos. Eso hacían mis hijos, pero ellos alborotaban mucho más, desde luego. -Esbozó una sonrisa, pero entonces, al recordar lo que había llevado a su mesa a aquellos dos hombres, la borró y tomó la taza.

– Ha dicho que conoce a la madre de Lucia, signora -dijo Brunetti-, ¿conoce también al signor y la signora Leonardo?

– No; es imposible. No tenía a ninguno de los dos, ¿comprende? -Ante la mirada de confusión de Brunetti, explicó-: Es decir, su padre murió. Claudia me dijo que había muerto cuando ella era pequeña.

Como la signora Gallante no decía más, Brunetti preguntó:

– ¿Y la madre?

– Oh, la madre no sé. Claudia nunca hablaba de ella, pero yo siempre he tenido la impresión de que se había ido.

– ¿Quiere decir que había muerto, signora?

– No exactamente. Bueno, no sé lo que quiero decir. Claudia nunca dijo que hubiera muerto; sólo que parecía que se había ido para no volver. -Se quedó pensativa, tratando de recordar sus conversaciones con la muchacha-. Ahora que lo pienso, era extraño. Ella siempre hablaba de su madre en pasado, pero una vez lo hizo como si aún viviera.

– ¿Recuerda lo que dijo? -preguntó Vianello.

– No, no lo recuerdo. Lo siento, señores, pero no lo recuerdo. Algo de que le gustaba no sé qué, un color, un guiso, algo por el estilo. No una cosa concreta, como un libro, una película o un actor sino algo en generaclass="underline" ahora que lo pienso, podría ser un color, quizá dijo: «A mi madre le gusta…» y entonces mencionó el color que fuera, quizá el azul. En realidad, no lo recuerdo, pero sé que entonces pensé que era extraño que ella hablara de su madre como si aún viviera.

– ¿Y usted no le preguntó?

– Oh, no. Claudia no era de la clase de chicas a las que se puede hacer preguntas. Si ella quería que supieras una cosa, te la decía. Si no, cambiaba de conversación o hacía como si no te hubiera oído.

– ¿Y eso no la molestaba? -preguntó Vianello.

– Quizá, al principio, pero después comprendí que era su manera de ser y que no había nada que hacer. Además, yo la apreciaba, la apreciaba mucho, y esas cosas no me importaban, no me importaban ni lo más mínimo. -La signora Gallante levantó la taza, se la llevó a los labios e inclinó la cara como para beber, pero no pudo contener las lágrimas y tuvo que dejar la taza y sacar el pañuelo-. No puedo seguir hablando de esto, señores.

– Me hago cargo, signora -dijo Brunetti terminando la tila, que se había enfriado mientras hablaban-. Iré a ver si el doctor ha terminado y si puedo hablar un momento con Lucia.

Era evidente que la signora Gallante no lo aprobaba, pero no dijo nada y se limitó a enjugarse las lágrimas.

Brunetti fue a la puerta del dormitorio, llamó con los nudillos y luego volvió a llamar. Al cabo de unos momentos, la puerta se abrió y el médico asomó la cabeza.