– ¿Sí? -preguntó.
– ¿Podría hablar con la signorina Mazzotti, dottore?
– Se lo preguntaré -dijo el médico cerrando la puerta en las narices de Brunetti. Al cabo de unos minutos, volvió a aparecer su cabeza-. No quiere hablar con nadie.
– Dottore, ¿querría usted explicarle que lo que pretendemos es encontrar a la persona que mató a su amiga? Sé que los padres de la signorina Mazzotti vienen a buscarla para llevársela a Milán y entonces va a ser muy difícil para nosotros hablar con ella. -Brunetti no agregó que la ley lo autorizaba a prohibir a la muchacha salir de la ciudad, pero sí dijo-: Le estaríamos muy agradecidos si accediera a hablar con nosotros ahora. Sería de gran ayuda.
El médico movió la cabeza en señal de asentimiento y, según pensó Brunetti, comprensión, y volvió a cerrar la puerta.
Cuando, por lo menos cinco minutos después, el médico volvió a abrir la puerta, Lucia Mazzotti estaba detrás de él. Era más alta y más delgada de lo que él había supuesto y, vista de frente, mucho más bonita. El médico le sostuvo la puerta y ella salió al pasillo y siguió a Brunetti hasta la sala, donde se sentó en una silla.
– ¿Desea que el doctor esté presente mientras hablamos, signorina? -preguntó Brunetti.
Ella asintió y luego dijo que sí con un hilo de voz.
El médico se sentó en el borde de un sofá, dejó el maletín en el suelo, echó el cuerpo hacia atrás y se quedó inmóvil y callado.
Brunetti tomó otra silla y la puso a un metro de la de Lucia, situándola frente a la ventana, para exponer su propia cara a la luz y dejar la de ella en sombra. Deseaba mostrarse franco para darle confianza, a fin de que se relajara y hablara abiertamente. La miró con una sonrisa que él pretendía tranquilizadora. La muchacha tenía los ojos verdes, tan frecuentes entre las pelirrojas, enrojecidos ahora por las lágrimas.
– Quiero que sepa lo mucho que lamento lo ocurrido, signorina -empezó diciendo Brunetti-. La signora Gallante nos ha dicho lo buena que era Claudia. Debe de ser muy doloroso para usted perder a una amiga como ella.
Lucia inclinó la cabeza y asintió.
– ¿Podría hablarme un poco de su amistad? ¿Cuánto tiempo hacía que vivían juntas?
La voz de la muchacha era muy fina, casi inaudible, pero Brunetti, inclinándose hacia adelante, consiguió oírla.
– Yo vine hace un año. Claudia y yo estudiábamos en la misma Facultad, íbamos juntas a varias clases, y cuando su anterior compañera decidió dejar los estudios, me preguntó si quería su habitación.
– ¿Cuánto tiempo llevaba aquí Claudia?
– No sé, un año o dos cuando yo llegué.
– Venía usted de Milán, ¿verdad?
La muchacha, que seguía mirando al suelo, movió la cabeza afirmativamente.
– ¿Sabe de dónde era Claudia?
– Creo que de aquí.
En un primer momento, Brunetti no estaba seguro de haber oído bien.
– ¿De Venecia? -preguntó.
– Sí, señor. Pero había ido al colegio en Roma.
– ¿Y alquiló un apartamento en lugar de vivir con sus padres?
– No creo que tuviera padres -dijo Lucia, y entonces, como dándose cuenta de que la frase parecía grotesca, miró de frente a Brunetti por primera vez y aclaró-: Me parece que han muerto.
– ¿Los dos?
– El padre, sí, ella me lo dijo.
– ¿Y la madre?
Lucia reflexionó.
– La madre, no estoy segura. Siempre supuse que había muerto, pero Claudia nunca lo dijo.
– ¿No le pareció extraño que, siendo tan jóvenes como debían de ser sus padres, hubieran muerto los dos?
Lucia movió la cabeza negativamente.
– ¿Claudia tenía muchos amigos?
– ¿Amigos?
– Compañeros de clase, gente que viniera a estudiar, a comer algo o a charlar simplemente.
– Chicos y chicas de la Facultad venían a estudiar a veces, pero nadie en particular.
– ¿Claudia tenía algún amigo?
– ¿Quiere decir un fidanzato? -preguntó Lucia con un tono que daba a entender claramente que no lo tenía.
– O alguien con quien saliera de vez en cuando.
Nuevamente, Lucia negó con un movimiento de la cabeza.
– ¿Sabe de alguna persona allegada a ella?
Lucia pensó antes de responder.
– La única persona de la que le oí hablar o con la que hablaba por teléfono era una mujer a la que ella llamaba abuela, pero no lo era.
– ¿Se refiere a Hedi? -dijo Brunetti, preguntándose cuál sería la reacción de Lucia al saber que la policía ya conocía la existencia de esa mujer.
Evidentemente, a Lucia le pareció perfectamente natural, porque respondió:
– Sí, creo que era alemana o austriaca. Por teléfono hablaban en alemán.
– ¿Usted sabe alemán, Lucia? -preguntó Brunetti, utilizando por primera vez su nombre de pila, para, con esa muestra de familiaridad, animarla a responder con más confianza.
– No, señor. Nunca supe de qué hablaban.
– ¿No sentía curiosidad?
Ella pareció sorprendida por la pregunta. ¿Qué interés podía tener una conversación entre su compañera de piso y una extranjera vieja?
– ¿Nunca vio a esa mujer?
– No. Pero Claudia iba a su casa. A veces traía galletas o una especie de pastel con almendras. Yo no preguntaba, pero suponía que se lo daba ella.
– ¿Por qué lo suponía, Lucia?
– Pues no sé. Quizá porque nadie que yo conozca hace esa clase de pasteles. Con canela y nueces.
Brunetti asintió.
– ¿Recuerda algo que Claudia dijera respecto a ella?
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, por qué la consideraba… en fin, su abuela adoptiva. O dónde vivía.
– Creo que debe de vivir en la ciudad.
– ¿Por qué, Lucia?
– Porque, cuando venía con los pasteles, no había estado fuera mucho tiempo, quiero decir, tiempo suficiente como para ir y volver de otro sitio. -Lo pensó un momento-. No podía ser el Lido, bueno, podía ser el Lido, porque se puede ir y volver en poco tiempo, pero recuerdo que Claudia dijo una vez… no sé de qué estábamos hablando… que hacía años que no iba al Lido.
Brunetti fue a hacer otra pregunta, pero Lucia se volvió de repente hacia el médico:
– ¿Doctor, tengo que seguir?
Sin consultar con Brunetti, el joven respondió:
– No, si no quiere, signorina.
– No quiero -dijo ella-. Eso es todo lo que tengo que decir. -Miraba al médico al hablar, desentendiéndose de Brunetti por completo.
El comisario, aceptando con resignación la eventualidad de tener que proseguir el interrogatorio en Milán o por teléfono, se puso en pie diciendo:
– Le estoy muy agradecido por su ayuda -y, mirando al médico, dijo-: Y por la suya, dottore. -Finalmente, dirigiéndose a ambos, añadió-: La signora Gallante ha preparado tila y estará encantada de ofrecerles una taza. -Se encaminó hacia la puerta del apartamento, se volvió un momento, como si fuera a decir algo más, pero cambió de idea y se marchó.
CAPÍTULO 11
Vianello lo alcanzó en el rellano.
– ¿Volvemos al apartamento, comisario?
En respuesta, Brunetti empezó a subir la escalera. El agente de uniforme seguía en la puerta y, cuando ellos llegaban a los últimos peldaños, dijo:
– Ya se la han llevado, comisario.
– Puede usted volver a la questura -respondió Brunetti, y entró en el apartamento.
La alfombra seguía en el centro de la habitación, y ahora el descolorido fleco estaba liso, como si lo hubieran peinado. Brunetti sacó los guantes del bolsillo de la chaqueta y volvió a ponérselos. La capa de polvo gris de la superficie de los muebles indicaba que los técnicos habían estado tomando huellas.