Por muchas que fueran las veces que Brunetti había indagado en las pertenencias de una víctima de asesinato, aún sentía escrúpulos ante la tarea. Había que hurgar y revolver, tantear, palpar y forzar el medio material del que la muerte había arrancado violentamente a un ser humano y, por más que se esforzaba en mantener la ecuanimidad, no podía reprimir la excitación cuando descubría el indicio que buscaba. «¿Será esto lo que siente un voyeur?», se preguntaba.
Vianello desapareció en dirección a los dormitorios y Brunetti se quedó en la sala, consciente de que le costaba trabajo dar la espalda al lugar en el que había estado ella. Justo en el sitio apropiado, encima de la guía telefónica de la ciudad, a la izquierda del aparato, encontró una libretita de teléfonos. La abrió y empezó a leer. Hasta llegar a la J no encontró lo que podía ser lo que buscaba: «Jacobs.» Hojeó la libreta hasta el final, pero, aparte de «aspirador» y «ordenador», Jacobs era la única anotación que no correspondía a un apellido terminado en vocal. Además, el número empezaba por 52, no tenía prefijo de otra ciudad, como otros. Durante un momento, pensó en marcar, pero enseguida comprendió que, si esa mujer quería a Claudia, el teléfono no era el mejor medio de darle la noticia.
Entonces abrió el listín telefónico de la ciudad y buscó la J. Entre las pocas entradas que empezaban por esa letra, enseguida encontró: «Jacobs, H.» y una dirección de Santa Croce. Después, la intuición de haber encontrado ya lo más importante le impidió dedicar gran interés al resto de la búsqueda. Vianello, al salir de la habitación de Lucia, sólo dijo:
– Al parecer, la signorina Lucia reparte el tiempo entre el imperio bizantino y la novela romántica.
Brunetti, que ya había puesto en antecedentes a Vianello sobre la visita de Claudia a su despacho y su extraña consulta, dijo:
– Me parece que ya he encontrado a la abuela que nos faltaba.
El inspector, metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca del telefonino, preguntó:
– ¿Quiere llamarla para anunciarle su visita?
Brunetti rechazó el ofrecimiento con un ademán y resistió la tentación de indicar a Vianello que tenían un teléfono fijo a su lado y que podían prescindir de su móvil.
– No; se alarmaría al saber que la llamaba la policía y tendría que decírselo. Vale más ir a hablar con ella personalmente.
– ¿Quiere que lo acompañe? -preguntó Vianello.
– No, muchas gracias. Vaya a almorzar. Además, quizá sea mejor para ella hablar con uno solo de nosotros. Antes de marcharse, pregunte a los otros vecinos qué saben de las chicas y si vieron u oyeron algo anoche. Mañana empezaremos a preguntar en la universidad; quizá mi mujer pueda decirnos algo sobre la muchacha, quiénes eran sus amigos y sus otros profesores. Cuando vuelva a la questura, pida a la signorina Elettra que vea qué encuentra sobre Claudia Leonardo o esta Hedi… Hedwig, seguramente… Jacobs. Y, de paso, si hay algo sobre Luca Guzzardi.
– Se alegrará del encargo, imagino -dijo Vianello con un tono que quería ser neutro.
– Sin duda. Dígale que me interesa todo lo que pueda haber, aunque se remonte al tiempo de la guerra.
Vianello fue a hacer un comentario, quizá sobre la signorina Elettra, pero pareció cambiar de idea y dijo únicamente:
– Se lo diré.
Brunetti sabía que la dirección de Santa Croce tenía que estar cerca de San Giacomo dell'Orio, por lo que fue andando a Accademia, donde tomó el Uno hasta San Stae. Desde allí, guiándose por el instinto, no tardó en llegar a campo San Boldo. Al observar que los números del campo eran próximos al que buscaba, entró en un estanco a preguntar. El tabaccaio dijo no estar seguro y entonces Brunetti explicó que buscaba a una anciana austriaca, a lo que el hombre respondió con una sonrisa:
– La signora Hedi es una buena clienta, porque fuma como una chimenea y también por mantenerme en forma, pues me hace que le suba el tabaco. Ha pasado usted por delante de su casa. Es la tercera puerta, a mano derecha.
En la tercera puerta de mano derecha, en el rótulo del timbre correspondiente al segundo piso, Brunetti leyó «Jacobs». Al ir a levantar la mano para oprimir el pulsador, tuvo un súbito acceso de agotamiento. Demasiadas veces había tenido que dar esa terrible noticia, y se resistía a repetir la escena. Cuánto más fácil no sería todo si las víctimas no tuvieran familia, si fueran personas solitarias y sin amor, cuya muerte no levantara olas que hacían zozobrar otras vidas.
Sabiéndose incapaz de combatir ese abatimiento, esperó a que la sensación se mitigara y, minutos después, llamó al timbre. Al cabo de un rato, una voz grave, pero de mujer, dijo por el micrófono de la entrada.
– ¿Quién es?
– Tengo que hablar con usted, signora Jacobs -fue lo mejor que se le ocurrió decir.
– Yo no hablo con nadie -respondió ella, y colgó.
Brunetti volvió a llamar, y mantuvo el dedo en el pulsador hasta que oyó gritar a la mujer:
– ¿Quién es usted?
El tono era perentorio, sin el menor asomo de miedo.
– El comisario Guido Brunetti, signora, de la policía. He de hablar con usted.
Siguió una larga pausa, y ella preguntó:
– ¿De qué?
– De Claudia Leonardo.
El sonido que oyó él podía ser un simple parásito, o podía ser un jadeo. La puerta se abrió con un chasquido y él entró. En el zaguán, apenas iluminado por una bombillita en un sucio globo de cristal, el suelo verdeaba de moho. Mientras subía, el comisario observó que el verdín menguaba a medida que crecía la altura. En el primer rellano, otra débil bombilla se reflejaba en un suelo de mármol con dibujo de medallones octogonales. A su izquierda, en el vano de la única puerta, robusta y blindada, había una mujer alta, con la espalda encorvada y el pelo blanco, recogido en una complicada corona de trenzas, un peinado que él había visto en fotografías de los años treinta y cuarenta. La mujer estaba apoyada con las dos manos en el puño de marfil de un bastón. Sus ojos grises, levemente empañados por el velo de la edad, no por ello eran menos suspicaces.
– Lamento traerle una muy mala noticia signora Jacobs -dijo Brunetti parándose frente a la puerta. Observaba la cara de la mujer, escrutando su reacción, pero ella permaneció impasible.
– Vale más que entremos, para que pueda oírla sentada. -Esta frase, ya más larga, revelaba un ligero acento teutónico-. Estoy mal del corazón y las piernas no me sostienen. No puedo estar de pie.
Dando media vuelta, la mujer se metió en el apartamento. Brunetti cerró la puerta y la siguió. Inmediatamente, su olfato le dijo que tenía razón el estanquero: si hubiera podido meterse en un cenicero, no hubiera notado un olor más agrio y penetrante, y se preguntó cuánto tiempo haría que allí no se abría una ventana.
Ella lo precedía por un ancho corredor y, al principio, Brunetti mantenía la mirada fija en la espalda de la mujer, temiendo que el solo anuncio de una mala noticia pudiera hacerle perder el equilibrio. Pero ella parecía caminar con paso firme, aunque lento, y él empezó a prestar atención al entorno. Al mirar en derredor, no pudo menos que pararse, atónito por el derroche de la belleza esparcida a uno y otro lado del corredor.
Las pinturas y dibujos cubrían literalmente las paredes, hombro con hombro, como una multitud que esperase el autobús. Eran cuadros heterogéneos: Brunetti vio lo que tenía que ser un pequeño Degas de la célebre bailarina sentada; lo que parecía una pera, aunque una pera como sólo Cézanne podía pintar una pera; una Virgen de pesados párpados de la escuela de Siena y lo que sin duda era un dibujo de Goya, de un pelotón de fusilamiento.