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Brunetti se había quedado petrificado como la mujer de Lot, cuando a su izquierda sonó una voz:

– ¿Va usted a entrar y decir lo que tenga que decirme, comisario?

Él se volvió y, dejando vagar la mirada sobre lo que podía ser un diminuto Memling, una serie de dibujos de Otto Dix y un desnudo inidentificable y nada erótico, siguió a la voz hasta la sala. Allí, nuevamente, fueron asaltados sus sentidos: el olor era más intenso, tan penetrante que le parecía notar cómo le impregnaba la tela de la americana; y los objetos carecían hasta del mínimo orden que se apreciaba en los del corredor. Toda una pared estaba cubierta de miniaturas persas o indias en marcos dorados, una treintena por lo menos. En la pared de su izquierda había tres azulejos iznik que incluso él pudo identificar, además de una extensa colección de platos de cerámica y azulejos de Oriente Próximo y de un crucifijo de madera de tamaño natural. A su derecha, vio dibujos a pluma, pero, antes de que pudiera mirarlos más detenidamente, atrajo su atención la mujer, que se sentaba pesadamente en un sillón de terciopelo.

El sillón estaba situado en el centro de lo que parecía una alfombra de Isfahán: sólo una fina seda podía tener ese brillo que se distinguía en la punta del fondo, porque, en un amplio semicírculo que se extendía en torno al sillón, la ceniza incrustada en el tejido había apagado el brillo y hasta borrado el dibujo. Automáticamente, con un movimiento que parecía tan instintivo y tan rítmico como la respiración, la mujer tomó un paquete de Nazionali de la mesa que tenía al lado y prendió uno con un encendedor de plástico.

Después de inhalar profundamente, dijo:

– ¿Me dice ya lo que tenga que decirme?

– Se trata de Claudia Leonardo -dijo él-. La han matado.

La mano que sostenía el cigarrillo cayó a un lado del sillón, como olvidada. La mujer cerró los ojos y, si las vértebras se lo hubieran permitido, hubiera dejado descansar la cabeza en el respaldo, pero sólo pudo alzarla lo suficiente para mirarlo a la cara. Cuando Brunetti advirtió que debía de estar incómoda, acercó una silla y se sentó frente a ella, para permitirle mirarlo sin forzar la postura.

– Ay, Dios, creí que esto nunca podría ocurrir -murmuró ella, quizá sin darse cuenta. Se quedó mirando a Brunetti, levantó una mano haciendo un esfuerzo y se cubrió los ojos.

Brunetti iba a preguntar qué había querido decir, pero vio elevarse humo al lado de la mujer. Se levantó rápidamente y fue hacia ella, que parecía indiferente a ese movimiento súbito y quizá amenazador. Brunetti recogió el cigarrillo y pisoteó la seda chamuscada.

La signora Jacobs estaba completamente ajena a su presencia y a sus actos.

– ¿Se encuentra bien, signora? -preguntó, poniéndole una mano en el hombro. Ella no daba señales de oírle-. Signora -repitió él, oprimiéndole el hombro con más tuerza.

La mano que ella tenía delante de los ojos cayó en su regazo, inerte, pero los ojos seguían cerrados. Él se apartó ligeramente, deseando verla abrirlos. Cuando por fin los abrió dijo:

– En la cocina. Los comprimidos… en la mesa.

Él corrió hacia el fondo del apartamento, por otro pasillo, éste cubierto de libros. Por una puerta de mano izquierda, vio un fregadero, echó en él el cigarrillo que aún tenía en la mano y agarró el frasco de comprimidos que estaba en la mesa. Llenó un vaso de agua y volvió a la sala. Dio el frasco a la mujer, que lo destapó y se echó en la palma de la mano dos comprimidos del tamaño de aspirinas. Se los metió en la boca y levantó una mano para rechazar el vaso de agua que él le ofrecía. Ella volvió a cerrar los ojos y se quedó quieta. Cuando él vio que la mujer se relajaba y empezaba a recobrar el color, no pudo resistir la tentación de volver a mirar las paredes.

Brunetti estaba habituado a los signos de riqueza, si bien su insistencia, y quizá hasta obstinación, en que su familia viviera exclusivamente de lo que él y Paola ganaban con su trabajo, los mantenía alejados de los lujos de los Falier. No obstante, unos cuantos cuadros, propiedad personal de Paola, como el Canaletto de la cocina, habían conseguido colarse en la casa, como gatos extraviados en una noche de lluvia. Él estaba familiarizado con las colecciones del conde y de algunos amigos de éste, sin contar las obras que había visto en las casas de acaudalados sospechosos a los que había interrogado. Pero nada de lo visto hasta entonces podía equipararse a esa grandiosa aglomeración: pinturas, cerámicas, grabados y estampas se agolpaban como disputándose el terreno. Allí podía no haber orden, pero la belleza era abrumadora.

Se volvió hacia la signora Jacobs y vio que ella lo miraba mientras buscaba a tientas los cigarrillos. Él dio la vuelta al sillón y se sentó mientras ella encendía y aspiraba el humo profundamente, casi con desafío.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Su compañera de piso la ha encontrado esta mañana, al volver al apartamento. Al parecer, la mataron anoche.

– ¿Cómo?

– Con un cuchillo.

– ¿Quién?

– Quizá un ladrón. -Ya al decirlo se daba cuenta de lo poco convincente que era la suposición.

– Aquí no pasan esas cosas -dijo ella. Sin molestarse en mirar si tenía un cenicero al lado, echó la ceniza en la alfombra.

– Por lo general, no, signora. Pero hasta el momento no hemos encontrado otra explicación.

– ¿Qué han encontrado? -inquirió ella.

– Su libreta de direcciones -respondió Brunetti, sorprendido por la rapidez con que la mujer había recobrado la serenidad.

– ¿Y, casualmente, la primera persona que usted visita soy yo? -preguntó ella con una mirada sagaz en sus ojos pálidos.

– No, signora. Si he venido a verla es porque, en cierto modo, ya estaba informado sobre usted.

– ¿Que estaba informado sobre mí? -preguntó ella, tratando inútilmente de disimular la alarma que en Italia tiene que sentir cualquiera a quien la policía dice que tiene información sobre su persona.

– Sabía que Claudia la consideraba su abuela y que usted quería que averiguara si es posible conseguir que sea revocado un veredicto de culpabilidad dictado contra un hombre que murió en San Servolo. -No veía razón para ocultárselo, ya que, antes o después, tendría que interrogarla sobre aquel asunto, y sería mejor empezar ahora, mientras el trauma por lo que acababa de saber podía minar su resistencia a responder preguntas.

La mujer dejó caer el cigarrillo en la alfombra, lo apagó con el pie e inmediatamente encendió otro. Se movía despacio y con precaución. Él le calculaba más de ochenta años. La anciana dio al nuevo cigarrillo tres caladas ávidas, como si no acabara de tirar el anterior. Sin preguntar, Brunetti se levantó, fue a la mesa que estaba detrás de ella, volvió con la tapadera de un jarrón que parecía servir de cenicero y la dejó a su lado.

Ella, sin darle las gracias, preguntó:

– ¿Es usted la persona a quien Claudia preguntó?

– Sí.

– Le dije que fuera a un abogado, que yo lo pagaría.

– Y fue. Él le pidió cinco millones de liras.

Ella sorbió el aire por la nariz, desestimando la suma por insignificante.

– ¿Y entonces fue a verlo a usted?

– No directamente. Antes habló con mi esposa, que era profesora suya en la universidad, y le pidió que me lo preguntara. Pero, al parecer, Claudia no quedó satisfecha con la respuesta que yo di a mi esposa y fue a la questura a hablar conmigo.

– Sí, muy propio de ella -dijo la mujer con una sonrisa que apenas le rozó los labios pero le suavizó la voz-. ¿Y usted qué le respondió?

– En síntesis, lo mismo que había dicho a mi mujer, que no podía dar una respuesta sin tener idea del delito en cuestión.