– ¿Qué pasa con la muerte de esa muchacha, Brunetti? -Era algo más que pregunta, sin llegar a exigencia.
– Fue muerta por arma blanca anoche, señor. Sabré la hora con más exactitud cuando el doctor Rizzardi me dé su informe.
– ¿Tenía novio? -preguntó Patta.
– No, señor; por lo menos, que supieran la dueña de la casa o su compañera de piso -respondió Brunetti sosegadamente.
– ¿Ha excluido ya la posibilidad del robo? -preguntó Patta, sorprendiendo a Brunetti con la sugerencia de que no deseaba atribuir la muerte a la causa más evidente.
– No, señor.
– ¿Qué es lo que ha hecho? -preguntó Patta, no sin poner énfasis en la última palabra.
Brunetti, considerando que hechos e intenciones eran equivalentes, por lo menos, al hablar con un superior, respondió:
– Tengo a hombres interrogando a los vecinos, sobre si vieron algo anoche; la signorina Elettra está comprobando el registro de llamadas del apartamento; ya he interrogado a la compañera de piso, aunque estaba todavía muy trastornada para ser de gran ayuda. Y también hemos empezado a preguntar a sus compañeros de universidad. -Brunetti esperaba poder poner en marcha todas estas operaciones aquella tarde.
– ¿Trabaja ese inspector suyo con usted? -preguntó Patta.
Brunetti reprimió el comentario que le venía a los labios acerca de la posible propiedad del teniente Scarpa y se limitó a un simple:
– Sí, señor.
– Bien, agilicen las cosas todo lo posible. Seguro que el Gazzettino lo saca en primera página, y ojalá los periódicos nacionales no lo recojan. Bien sabe Dios que en todas partes se mata a las chicas y nadie presta atención. Pero aquí eso aún causa sensación, de modo que tendremos que estar preparados para una mala publicidad, por lo menos, hasta que la gente se olvide. -Suspirando con resignación ante este otro de los quebraderos de cabeza de su cargo, Patta se acercó unas carpetas-. Eso es todo, comisario. -Brunetti se puso en pie, pero no podía decidirse a marchar. Al fin, Patta levantó la cabeza-. ¿Sí, qué sucede?
– Nada, señor. Eso de la mala publicidad, que es una vergüenza.
– Sí, desde luego -convino Patta, concentrando su atención en la primera carpeta. Brunetti concentró la suya en salir del despacho de Patta sin volver a abrir la boca.
Iba pensando en una frase que había oído, con Paola, haría unos cuatro años. Ella lo había llevado a ver una exposición de pinturas del artista colombiano Botero, atraída por la tremenda exuberancia de sus retratos de hombres y mujeres obesos, todos con cara de torta y boquita de piñón. Delante de ellos iba una maestra con un grupo de niños de unos ocho o nueve años. Cuando él y Paola entraron en la última sala de la exposición, oyeron decir a la maestra: «Ahora, ragazzi, nos vamos, pero, como aquí hay muchas personas que no desean ser molestadas con voces ni alboroto, todos pondremos la bocca di Botero», y se señalaba sus propios labios fruncidos. Los niños, divertidos, se llevaron los dedos a los labios que comprimían imitando las figuras de los cuadros, mientras salían de la sala andando de puntillas y conteniendo la risa. Desde aquel día, siempre que él o Paola comprendían que hablar podía ser una indiscreción invocaban «la bocca di Botero», con lo que sin duda se habían ahorrado bastantes disgustos, además de tiempo y energía.
La signorina Elettra debía de haber terminado la revista, porque Brunetti la encontró hojeando una carpeta.
– Signorina -dijo-, hay varias tareas que me gustaría encargarle.
– ¿Sí, señor? -preguntó ella cerrando la carpeta, sin hacer esfuerzo alguno por tapar la ancha etiqueta de confidencial pegada a la izquierda del anverso ni el nombre del teniente Scarpa escrito en la parte superior.
– ¿Una lectura amena? -preguntó el comisario.
– Mucho -respondió ella con audible desdén, empujando la carpeta hacia un lado de la mesa-. ¿Qué quiere que haga, comisario?
– Pregunte a su amigo de Telecom si puede darle una lista de las llamadas hechas y recibidas desde el teléfono del apartamento y decirle si Claudia o Lucia Mazzotti, su compañera de piso, tenían telefonino. Y vea también si hay manera de saber si Claudia tenía tarjeta de crédito o alguna cuenta bancaria. Cualquier información financiera podría ser de ayuda.
– ¿Ha registrado el apartamento? -preguntó ella.
– A fondo, no. Un equipo lo hará esta tarde.
– Bien, les diré que me traigan los papeles que encuentren.
– Sí. Está bien.
– ¿Algo más, comisario?
– De momento, no se me ocurre nada más. Aún no sabemos mucho. Si en los papeles encuentra alguna pista, sígala. -Al ver su expresión, explicó-: Por ejemplo, cartas de algún amigo. Eso, si es que la gente aún escribe cartas. -Y, sin darle tiempo a preguntar, añadió-: Sí, dígales que le traigan también el ordenador.
– ¿Y usted, comisario?
En lugar de responder, él miró el reloj, con una repentina sensación de hambre:
– Tengo que llamar a mi esposa -dijo. Dio media vuelta-. Estaré en mi despacho, esperando a Rizzardi.
El médico no llamó hasta después de las cinco, cuando Brunetti ya desfallecía de hambre y estaba harto de esperar.
– Soy yo, Guido -dijo Rizzardi.
Hablando sin impaciencia, Brunetti sólo preguntó:
– ¿Y bien?
– Dos de las heridas eran mortales, las dos interesan el corazón. La muerte ha debido de ser casi instantánea.
– ¿Y el asesino? ¿Aún cree que era bajo?
– Alto no era, desde luego, no tan alto como usted o como yo, quizá un poco más que la muchacha. Y tampoco era zurdo.
– ¿Significa que pudo ser una mujer? -preguntó Brunetti.
– Desde luego, aunque las mujeres no suelen matar así. -Después de pensar un momento, el forense matizó-: Las mujeres no suelen matar de ninguna manera, ¿verdad?
Brunetti lanzó un gruñido de asentimiento, preguntándose si la observación de Rizzardi podría interpretarse como un cumplido hacia el género femenino y, en tal caso, lo que significaba acerca de la humana naturaleza. La siguiente frase del doctor lo sacó de sus reflexiones:
– Creo que era virgen.
– ¿Qué? -preguntó Brunetti.
– Ya lo ha oído, Guido. Virgen.
Los dos hombres meditaron sobre eso en silencio, y Brunetti preguntó:
– ¿Algo más?
– No fumaba y, al parecer, tenía una salud excelente. -Aquí hizo una pausa, y Brunetti, durante un momento, confió en que no lo dijera. Pero el médico lo dijo-: Hubiera podido vivir sesenta años más.
– Gracias, Ettore -dijo Brunetti, y colgó el teléfono.
Sintiéndose de nuevo irritable, Brunetti comprendió que sólo podría desahogar el mal humor con movimiento, y bajó al laboratorio, donde pidió ver los objetos traídos del apartamento de Claudia Leonardo.
– La libreta de direcciones la tiene la signorina Elettra -dijo Bocchese, el jefe del laboratorio, mientras ponía encima de la mesa varias bolsas de plástico. Al ver que Brunetti las tomaba por una punta, el hombre dijo con indiferencia-: Puede tocarlas tranquilamente, porque ya he sacado las huellas de todo. Pero todas eran de ella y de la compañera.
Brunetti abrió un sobre grande que contenía otros más pequeños y papeles sueltos. Había lo normaclass="underline" facturas de gas y electricidad, una invitación a la inauguración de una exposición de pinturas, facturas del teléfono y recibos de pagos con tarjeta. Debajo del pequeño fajo de papeles encontró un extracto bancario y repasó las columnas de ingresos y gastos. El primero de cada mes se ingresaban en la cuenta de Claudia diez millones de liras. Brunetti comprobó que el ingreso se había hecho todos los meses desde el comienzo del año. No había que ser un as de las matemáticas para calcular el total anual, una suma increíble para el haber de una estudiante. Pero en la cuenta no estaba aquel dinero: el último saldo era de poco más de tres millones de liras, lo que significaba que, durante los diez últimos meses, aquella jovencita se había gastado casi cien millones de liras.