Brunetti examinó atentamente el extracto: el día 3 de cada mes se hacía una transferencia de la cuenta de Claudia a la de Loredana Gallante, la dueña del apartamento. Los servicios públicos se cargaban directamente.
Y, todos los meses, sin fecha fija, se hacían cuantiosos pagos de importes distintos sin otro título que el de «Transferencia al extranjero».
Los ingresos mensuales eran consignados como «Transferencia del extranjero». Nada más. Brunetti separó el extracto del resto de los papeles y preguntó a Bocchese:
– ¿He de firmar recibo?
– Creo que será preferible, comisario -respondió Bocchese, que abrió un cajón y sacó un grueso libro. Lo abrió, hizo una anotación y lo volvió hacia Brunetti-. Firme aquí, por favor. Ponga también la fecha. -Ninguno de los dos comentó sobre los constantes e infructuosos intentos de Bocchese para que se asignara una fotocopiadora a su departamento.
Brunetti hizo lo que se le pedía, dobló el extracto y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Los bancos ya estaban cerrados y, cuando volvió al despacho de la signorina Elettra, vio que se había marchado. La revista estaba cerrada y boca abajo encima de la mesa, y Brunetti no se atrevió a darle la vuelta para ver la portada. Pero sí se acercó a un lado de la mesa y, doblando el cuello, leyó el título del lomo. Vogue. Sonrió, satisfecho de ver esta pequeña prueba de que, nuevamente, la signorina Elettra dedicaba al vicequestore Patta exactamente la dosis de atención que consideraba digna.
CAPÍTULO 13
Hasta la mañana siguiente Brunetti no pudo empezar a satisfacer su curiosidad acerca del flujo de dinero que entraba y salía de la cuenta de Claudia Leonardo. Para ello, le bastó con llamar por teléfono a la sucursal de la Banca di Perugia. Hacía años que intrigaba a Brunetti el que, entre todas las personas a las que ponía nerviosas una llamada de la policía, los banqueros se llevaran la palma, y se preguntaba qué podían estar haciendo detrás de sus grandes escritorios o entre las gruesas paredes de sus cámaras acorazadas. No pudo seguir especulando, porque enseguida lo pusieron con el director, quien, a su vez, lo remitió a una cajera, la cual le preguntó el número de la cuenta y, al cabo de un momento, le informó de que las transferencias procedían de un banco de Ginebra y que llegaban el primero de cada mes desde que se había abierto la cuenta, hacía tres años, seguramente, cuando Claudia llegó a Venecia para empezar sus estudios.
Brunetti dio las gracias a la cajera y le pidió que le enviara por fax una copia de los extractos de los tres últimos años, a lo que ella respondió que los recibiría aquella misma mañana. Tampoco ahora necesitó papel y lápiz el comisario para hacer el cálculo: casi cuatrocientos millones de liras, de los que en aquel momento quedaban en la cuenta menos de tres millones. ¿En qué podía haber gastado una muchacha más de trescientos millones de liras en tres años? Brunetti recorrió mentalmente el apartamento, buscando señales de grandes dispendios, y no pudo recordar ninguna. Incluso parecía que se había alquilado amueblado, ya que unos armarios de caoba como los que había visto en los dormitorios tenía que haberlos adquirido una mujer de la generación de la signora Gallante. Si la muchacha consumía drogas, Rizzardi lo hubiera observado y comentado; pero, ¿qué si no la droga podía absorber sumas tan enormes?
Brunetti llamó a Bocchese, quien le dio los nombres de los agentes que habían registrado el apartamento, y éstos le dijeron que el vestuario de las muchachas no se apartaba de lo corriente ni en calidad ni en cantidad, por lo que tampoco justificaba la desaparición de tanto dinero.
Durante un momento, se sintió tentado de llamar a Rizzardi para preguntar si había buscado en el cadáver señales de consumo de drogas, pero desistió, al imaginar la respuesta del forense. Si él no había dicho nada, no había nada.
Llamó a Paola a casa.
– Soy yo -dijo sin necesidad.
– ¿Y qué quiere yo? -preguntó ella.
– ¿Cómo gastarías tú trescientos sesenta millones de liras en tres años?
– ¿Mías o robadas? -preguntó ella, dando a entender que lo tomaba como una pregunta relacionada con el trabajo.
– ¿Supondría alguna diferencia?
– El dinero robado lo gastaría de otro modo.
– ¿Por qué?
– Porque sería distinto, sencillamente. Quiero decir que no sería como si yo lo hubiera ganado trabajando, con mi esfuerzo. Es como el dinero que te encuentras en la calle o que ganas en la lotería. Te lo gastas más fácilmente; por lo menos, eso creo.
– ¿Y tú cómo te lo gastarías?
– ¿Es un «tú» genérico, como quien dice «una persona», o me lo preguntas a mí en concreto?
– Las dos cosas.
– Yo, personalmente, compraría primeras ediciones de Henry James.
Brunetti se abstuvo de hacer comentario alguno acerca del que, con los años, había llegado a considerar el otro hombre de la vida de su mujer, y preguntó:
– ¿Y una persona cualquiera?
– Dependería de la persona, supongo. Lo más evidente sería drogas, pero el hecho de que me llames para pedirme ideas me hace pensar que ya has descartado esa posibilidad. Unos comprarían coches o vestidos de alta costura o… qué sé yo… lo gastarían en viajes.
– No; son pagos que han venido haciéndose todos los meses, pero no a fecha fija y raramente en grandes sumas -dijo él, recordando el movimiento de la cuenta de Claudia.
– ¿Restaurantes caros? ¿Mujeres?
– Era Claudia Leonardo -dijo él con voz neutra.
Esto hizo detenerse un momento a Paola, que entonces dijo:
– Probablemente, lo donaría.
– ¿Que harías qué?
– Lo donaría -repitió Paola.
– ¿Por qué lo dices?
Una larga pausa.
– Reconozco que, en realidad, no lo sé. No tengo ni idea de por qué lo he dicho. Supongo que por cosas que ella decía en clase o que escribía en sus ejercicios, que daban la sensación de que tenía conciencia social, algo que tanto parece escasear hoy en día.
La siguiente pregunta de Paola sacó de sus reflexiones a Brunetti.
– ¿De dónde procedía el dinero?
– De un banco suizo.
– ¿No era Alicia en el País de las Maravillas la que decía: «Más curioso y más curioso»? -Después de otra pausa, Paola preguntó-: ¿Cuánto has dicho, trescientos sesenta millones en tres años?
– Sí. ¿Alguna otra idea?
– No. En cierto modo, se hace difícil asociarla con el dinero, con tanto dinero. Era tan… oh, no sé… simple. No; ésa no es la palabra. Tenía una mente compleja, por lo que yo había podido observar, por lo menos. Pero, de algún modo, nunca la relacionarías con el dinero.
– ¿Por qué?
– Porque no parecía interesarle en absoluto. Recuerdo haber observado que, cuando comentaba los actos de los personajes de las novelas, parecía sorprenderla que la gente pudiera obrar por codicia, como si no se lo explicara. No; no lo gastaría en cosas que ella deseara para sí.
– Pero eso son sólo cosas de los libros -apuntó él.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó su esposa sin pizca de calma.
– Verás, has dicho que eran los comentarios que ella hacía sobre los personajes de las novelas. ¿Cómo puede indicar eso lo que ella haría en la vida real?
Él la oyó suspirar, pero su respuesta no estaba falta de paciencia ni de conmiseración:
– Cuando contamos a una persona lo que nos pasa a nosotros o a amigos nuestros, por su manera de reaccionar podemos deducir con bastante exactitud la clase de persona que es, ¿no?