– Desde luego.
– Pues da lo mismo que las personas de las que estés hablando sean personajes de novela, Guido. Eso, por poco que hubieras escuchado lo que he venido diciéndote durante los veinte últimos años, ya tendrías que saberlo.
La había escuchado y sabía que tenía razón, pero no le gustaba tener que reconocerlo.
– De todos modos, ¿lo pensarás? -preguntó-. ¿Qué ha podido hacer con ese dinero?
– De acuerdo. ¿Vendrás a almorzar?
– Sí; supongo que a la hora normal.
– Está bien. Haré algo especial.
– Cásate conmigo -imploró él.
Ella colgó sin contestar.
Brunetti bajó con el extracto al despacho de la signorina Elettra, que hoy llevaba pantalón vaquero y una blusa blanca en la que el almidón imprimía una prestancia marcial. Ceñía su garganta un pañuelo azul celeste que, si no era de cachemira, debía de ser de gasa.
– ¿Pashmina? -preguntó él, señalando el pañuelo.
La mirada que ella le lanzó denotaba desdén, pero su voz era serena.
– Citando el último Vogue francés, le diré, comisario, que la pashmina está megaout.
– ¿Entonces? -pregunto él sin amilanarse.
– Cachemira y seda -respondió la joven, con la misma entonación con que podía haber dicho: «espinas y ortigas».
– Es lo que dice mi mujer de la literatura, que con los clásicos siempre aciertas. -Dejó el extracto encima de la mesa-. Diez millones de liras se transferían todos los meses a la cuenta de Claudia Leonardo desde un banco de Ginebra -dijo, seguro de que con esto captaría su atención.
– ¿Desde qué banco?
– No se especifica. ¿Supone alguna diferencia?
Ella puso un dedo sobre el papel y lo atrajo hacia sí.
– La supone, si hemos de buscar datos. El trabajo de documentación siempre es más fácil en los bancos privados.
– ¿Documentación? -preguntó él.
– Documentación -repitió la joven.
– ¿Podría informarse?
– ¿Del banco o del ordenante?
– De los dos.
Ella levantó el papel.
– Podría intentarlo. Quizá me lleve tiempo. Si es un banco privado, aunque sea de difícil acceso como el Bank Hofmann, tal vez consiga algo, comisario.
– Bien, me gustaría empezar a encontrarle sentido a esto.
– Lo malo es que no lo tiene, ¿verdad?
– Probablemente, no -reconoció él dando media vuelta.
Ya en su despacho, decidió volver a hablar con su suegro, por si había tenido tiempo de averiguar algo, pero le dijeron que el conde estaría todo el día en París, lo que no le dejaba más opción que la de llamar a Lele Bortoluzzi, para ver si recordaba algo más. Como en el estudio no contestaban, marcó el número de su casa y allí encontró al pintor.
Después de intercambiar unas bromas, Brunetti preguntó:
– ¿Recuerdas a una tal Hedi… Hedwig Jacobs que…?
– ¿Sigues interesado en Guzzardi? -le interrumpió Lele.
– Sí. Y ahora también por frau Jacobs.
– Me parece que eso de frau es sólo un tratamiento de conveniencia -dijo Lele-. Porque nunca hizo acto de presencia un herr Jacobs.
– ¿Tú la conocías?
– Sí, pero superficialmente. Habíamos hablado alguna vez cuando coincidíamos en algún sitio. Lo que más me chocaba era que una persona tan cabal como ella pudiera estar tan colada por un tipo como Guzzardi. Todo lo que decía él era maravilloso y todo lo que hacía, indiscutible. -El tono del pintor se hizo reflexivo-. He visto a la gente perder la cabeza por amor, pero la mayoría conservan un poco de discernimiento. Ella no. Hubiera bajado al infierno si él se lo hubiera pedido.
– Pero no se casaron -tanteó Brunetti.
– Él ya estaba casado, y tenía un hijo, que entonces era muy pequeño. Hacía bailar a su antojo a las dos, a la mujer y a la austriaca. Estoy seguro de que cada una de ellas estaba enterada de la existencia de la otra, pero, por lo que sé de Guzzardi, supongo que no tenían más remedio que aguantarse y transigir.
– ¿Tú los tratabas?
– ¿A quién te refieres, a las mujeres o a los Guzzardi?
– A todos.
– A quien más conocía era a la mujer. Era prima del hijo de mi madrina. -Brunetti ignoraba el grado de intimidad que esto podía representar en la familia de Lele, pero la soltura y familiaridad con que el pintor había señalado el vínculo no apuntaban a una relación lejana.
– ¿Qué clase de persona era? -preguntó Brunetti.
– ¿Por qué quieres saber todas estas cosas? -preguntó Lele, sin disimular que la curiosidad de Brunetti había despertado la suya propia.
– El nombre de Guzzardi ha surgido en relación con algo en lo que estoy trabajando.
– ¿No puedes decirme qué?
– Eso no importa -respondió Brunetti.
– Está bien -dijo Lele, aceptando la respuesta-. La mujer, como te decía, soportaba la situación. Al fin y al cabo, eran tiempos difíciles y él era un hombre poderoso.
– ¿Y cuando dejó de ser poderoso?
– ¿Quieres decir después de la guerra, cuando lo detuvieron?
– Sí.
– Ella lo plantó. Me parece recordar haber oído decir que se lió con un oficial inglés. Lo cierto es que se marchó de la ciudad con su hijo y con el oficial.
– ¿Y después?
– No he vuelto a saber de ella, y algo hubiera oído, si hubiera regresado.
– ¿Y la austriaca?
– Recuerda que entonces yo era casi un crío. ¿Cuántos años tendría cuando terminó la guerra? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? Ha pasado mucho tiempo, y muchas de las cosas que recuerdo son una mezcla de lo que vi y oí entonces realmente y de lo que he oído contar a la gente durante todos estos años. Cuanto más viejo me hago, más me cuesta distinguir entre lo uno y lo otro.
Brunetti ya empezaba a preguntarse si se le iba a obsequiar con una disertación sobre los efectos de la edad cuando Lele prosiguió:
– Me parece que la vi por primera vez en la inauguración de una galería. Pero aquello fue antes de que ella lo conociera.
– ¿Qué hacía esa mujer en Venecia?
– No lo recuerdo con exactitud, pero me parece que tenía que ver con su padre, que trabajaba aquí, o tenía una oficina. Algo por el estilo.
– ¿Qué más puedes decirme de ella?
– Era una preciosidad. Yo tenía diez años menos que ella, que ni se fijaba en mí, pero recuerdo que era muy hermosa.
– ¿Y él la atrajo porque era poderoso, lo mismo que a la mujer? -preguntó Brunetti.
– No, eso es lo más extraño. Ella estaba enamorada. En realidad, yo siempre tuve la impresión, o era algo que flotaba en el ambiente, como si dijéramos, de que ella tenía ideas diferentes y que soportaba las de él porque lo amaba.
– ¿Y de cuando lo arrestaron, recuerdas algo?
– Claramente, no. Creo que ella intentó comprar su libertad con favores y con dinero. Por lo menos, corría el rumor.
– Pues, si lo enviaron a San Servolo, es señal de que no tuvo éxito.
– No; él se había hecho muchos enemigos, el muy cerdo, por eso al final nadie pudo ayudarlo.
– ¿Pues qué es lo que hizo, que fuera tan malo? -preguntó Brunetti, sorprendido aún por la ferocidad de la condena de Lele y pensando en las atrocidades cometidas por otros muchos hombres, la mayoría de los cuales habían conseguido sustraerse a acusaciones y responsabilidades después de la guerra.
– Robó a mucha gente lo que más querían.
Brunetti no decía nada, esperando que el propio Lele advirtiera la vaguedad de sus términos. Al fin preguntó:
– Murió hace… ¿cuánto? Más de cuarenta años, ¿no?
– ¿Y qué? Eso no quita que fuera un cerdo y que tuviera bien merecido morir en un lugar en el que la gente se comía su propia mierda.