Mientras hablaba, Michela había ido comiendo todo lo que tenía en el plato, y no se interrumpió hasta que Paola le puso otro trozo de conejo, con su salsa correspondiente, para decir:
– Este pollo está buenísimo, signora.
Paola le dio las gracias con una sonrisa.
Después de la cena, Chiara y Michela volvieron a la habitación, donde se las oía reír a ese volumen que sólo las quinceañeras pueden alcanzar, y Brunetti se quedó en la cocina, tomando apenas una gota de licor de ciruela mientras hacía compañía a Paola, que fregaba los cacharros.
– ¿Por qué no querrá comer conejo? -preguntó al fin.
– Cosas de niños. No les gusta comerse a los animales que excitan su sentimentalismo -explicó Paola en tono comprensivo, mientras colocaba los platos en el escurridor situado encima del fregadero.
– Eso no impide a Chiara comer ternera -dijo Brunetti.
– Ni cordero -convino Paola.
– ¿Por qué Michela no ha de querer comer conejo? -porfió Brunetti.
– Porque un conejo es monín, es un animalito que un niño de ciudad puede ver y tocar, aunque sea en una tienda de mascotas. Para tocar los otros animales, hay que ir a una granja, y por eso no te parecen tan reales.
– ¿Crees que por eso no nos comemos los gatos ni los perros? -preguntó Brunetti-. ¿Porque andan siempre alrededor y se hacen amigos nuestros?
– Tampoco nos comemos las serpientes -dijo Paola.
– Sí, pero es por lo de Adán y Eva. Hay un montón de gente que se las come tranquilamente. Los chinos, por ejemplo.
– Y nosotros comemos anguilas -asintió ella. Se acercó, alargó la mano hacia la copa y tomó un chupito.
– ¿Por qué le has mentido? -preguntó él al fin.
– Porque esa niña me cae bien, y no he querido hacerle comer algo contra su voluntad ni obligarla a violentarse rechazándolo.
– Pues estaba estupendo -dijo él.
– Gracias por el cumplido -dijo Paola devolviéndole la copa-. Además, ya lo superará, o se olvidará de sus escrúpulos cuando sea mayor.
– ¿Y comerá conejo?
– Probablemente.
– Me parece que a mí no acaban de convencerme las jovencitas -dijo él finalmente.
– Supongo que debería celebrarlo -respondió ella.
A la mañana siguiente, Brunetti fue directamente al despacho de la signorina Elettra, a la que encontró hablando con el teniente Scarpa. Como el teniente poseía la habilidad de hacer aflorar toda la malicia de la secretaria de su superior, Brunetti, tras englobar a ambos en un «buenos días» general, se retiró prudentemente a la ventana, a esperar a que terminaran la conversación.
– No me consta que usted esté autorizada a sacar carpetas del archivo -decía el teniente.
– ¿Desea que vaya a pedirle autorización cada vez que tenga que consultar una carpeta, teniente? -preguntó ella con la más peligrosa de sus sonrisas.
– Por supuesto que no; pero debe seguir el procedimiento.
– ¿Qué procedimiento, teniente? -preguntó ella tomando un bolígrafo y acercándose el bloc.
– Debe pedir autorización.
– Bien. ¿A quién?
– A la persona que esté autorizada a darla -dijo él, ya en tono destemplado.
– Sí, señor, ¿y podría decirme quién es esa persona?
– Es la persona que figure en la norma que especifica las atribuciones respectivas del personal.
– ¿Y dónde puedo encontrar un ejemplar de esa norma? -preguntó ella golpeando el bloc con la punta del bolígrafo, pero suavemente y una sola vez.
– En el archivo de normas -dijo el teniente, con voz aún más agria.
– Ah -dijo la signorina Elettra con una sonrisa de satisfacción-. ¿Y quién puede autorizarme a consultar ese archivo?
Scarpa dio media vuelta, salió del despacho y se detuvo un momento en el umbral, como si sólo la discreta presencia de Brunetti le impidiera ceder a la tentación de dar un portazo.
Brunetti se acercó a la mesa.
– Ya le he dicho que tenga cuidado con él, signorina -dijo, y consiguió que no hubiera en su voz ni asomo de reprobación.
– Ya lo sé, ya lo sé -dijo ella frunciendo los labios y resoplando con impaciencia-. Pero es muy fuerte la tentación. Cada vez que entra por esa puerta diciendo lo que debo hacer, no puedo dominar el impulso de saltarle a la yugular.
– Eso sólo puede traerle disgustos -advirtió él.
Ella se encogió de hombros, desdeñando el peligro.
– Es como repetir de postre, imagino. Una sabe que no debe, pero está tan bueno que no puede resistir la tentación.
Brunetti, que también había tenido sus trifulcas con el teniente, no hubiera elegido ese símil, pero su talante no era tan combativo como el de la signorina Elettra, y lo dio por bueno. Por otra parte, le parecía que debía felicitarse de cualquier señal de agresividad que ella diera, porque era síntoma de que había recuperado el ánimo, por muy paradójico que ello pudiera parecer a todo el que no la conociera. De modo que, pasando página, Brunetti preguntó:
– ¿Qué ha averiguado de Guzzardi?
– Ya le dije que estaba comprobando las casas que poseía en el momento de su muerte, ¿verdad?
Él asintió.
– Sólo que, cuando él murió, ya no eran suyas. La propiedad fue transferida a Hedi Jacobs cuando él estaba en la cárcel, esperando el juicio.
– Eso ya es más interesante. ¿Transferida, cómo?
– Mediante venta. Todo perfectamente legal; los documentos están en regla.
– ¿Y qué hay del testamento?
– He encontrado una copia en el Colegio de Notarios.
– ¿Cómo supo dónde buscar?
Ella le dedicó la más seráfica de sus sonrisas.
– En todo este asunto sólo ha aparecido un notario -respondió, pero lo dijo con modestia.
– ¿Filipetto? -preguntó Brunetti.
De nuevo, la sonrisa.
– ¿Filipetto era el notario de Guzzardi?
– El testamento fue inscrito en su registro poco después de la muerte de Guzzardi -dijo ella, ya sin poder reprimir la nota de orgullo de su voz-. Y, cuando Filipetto se retiró, todos sus archivos fueron enviados al colegio, donde yo los he encontrado. -Abrió el cajón de arriba y extrajo la fotocopia de un documento extendido en la arcaica tipografía de una máquina de escribir manual.
Brunetti tomó el documento y se fue a leerlo a la luz de la ventana. Guzzardi declaraba que todos sus bienes debían pasar directamente a su hijo Benito o a sus herederos, en el caso de que éste falleciera antes que él. No podía ser más sencillo. No se mencionaba a Hedi Jacobs ni se especificaban los bienes.
– ¿Y la esposa? ¿Ha encontrado indicios de que impugnara esto? -preguntó Brunetti levantando el papel.
– En los archivos de Filipetto no hay nada que lo haga suponer. -Antes de que Brunetti preguntara, agregó-: Y, probablemente, eso significa que se divorciaron antes de que él muriera, o que ella no sabía que él había muerto, o que no le importaba.
Brunetti volvió a la mesa.
– ¿Y qué hay del hijo?
– Sólo lo que usted ya sabe, comisario, que después de la guerra su madre se lo llevó a Inglaterra.
– ¿Nada más? -preguntó Brunetti, sin disimular su irritación porque una persona pudiera desaparecer tan fácilmente.
– He cursado una consulta a Roma, pero todo lo que puedo darles es el nombre, no tengo ni la fecha de nacimiento exacta. -Compartieron un momento de desesperación ante la posibilidad de recibir respuesta de Roma-. También he llamado a un amigo que tengo en Londres -prosiguió ella-. Le he pedido que se informe. Parece ser que los británicos tienen un sistema que funciona.