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Brunetti sabía por experiencia lo peligroso que era iniciar una investigación con ideas preconcebidas; éste era uno de los primeros riesgos contra los que prevenía a los nuevos inspectores. Y, no obstante, ahora él mismo se disponía a rechazar cualquier prueba, por convincente que fuera, que sugiriese que la muerte había sido accidental o natural. Su olfato, su radar, su misma entraña le decían que la signora Jacobs había sido asesinada y, aunque no había señales de violencia, no le cabía duda de que el asesino era el mismo que había matado a su nieta adoptiva. Recordó la respuesta de Galileo a las amenazas lanzadas contra él.

– Eppur si muove -murmuró, y fue hacia la puerta, al encuentro de Vianello y los agentes.

La lógica enseña que, cuanto más frecuente es una tarea, tanto más fácil y rápida será su ejecución. Así pues, el examen del lugar de una muerte se llevará a cabo en cada caso con mayor celeridad que en el anterior, especialmente, si se trata de una anciana que yace al pie de su sillón, sin señales de violencia ni de puertas forzadas. O quizá, se decía Brunetti, el paso del tiempo sea una experiencia totalmente subjetiva y los fotógrafos y los técnicos estuvieran actuando con mayor diligencia de lo normal. Desde luego, cuando les pidió que fotografiaran y sacaran huellas dactilares, percibió su mudo escepticismo ante su decisión de aplicar a ese caso la pauta del escenario de un crimen. ¿Qué podía ser más elocuente que una anciana tendida en el suelo y un frasco de comprimidos que había rodado fuera de su alcance?

Llegó Rizzardi, que mostró extrañeza porque lo hubieran llamado a él y no al médico de la mujer, pero apreciaba mucho a Brunetti para cuestionar su decisión. Confirmó la muerte, hizo un somero examen del cadáver, dijo que, al parecer, la muerte se había producido la noche antes y no dio señal alguna de sorpresa cuando Brunetti solicitó la autopsia.

– ¿Y si me exigen una justificación? -preguntó el médico poniéndose en pie.

– Conseguiré una orden judicial, no se preocupe -respondió Brunetti.

– Ya le informaré -dijo Rizzardi inclinándose para sacudirse la ceniza del pantalón.

– Gracias -respondió Brunetti, deseoso de verse libre incluso de la pasiva curiosidad del médico. Sabía que, por más que se esforzara, no encontraría palabras para describir la sensación que le producía la muerte de la signora Jacobs y comprendía lo vaga que había de resultar cualquier explicación que intentara dar.

Podían haber pasado varias horas cuando Brunetti se quedó a solas con Vianello en el apartamento, pero la luz que entraba por las ventanas era de mediodía. Miró el reloj y comprobó con asombro que aún no era la una, pese a tanto tiempo interior como había transcurrido y a tantas cosas como habían sucedido.

– ¿Quieres que vayamos a almorzar? -preguntó Brunetti complaciéndose en el tuteo. Había en el cuerpo pocas personas a las que con tanto agrado haría objeto de ese reconocimiento de igualdad.

– No vamos a comernos lo que hay en la cocina, ¿verdad? -preguntó Vianello con una sonrisa, y agregó, más serio-: Pero antes echemos un vistazo, si te parece.

Brunetti asintió con un gruñido, pero se quedó donde estaba, contemplando la habitación y pensando.

– ¿Qué hay que buscar? -preguntó Vianello.

– Ni idea. Algo relacionado con los cuadros y todo lo demás -dijo el comisario con un ademán que abarcaba todos los objetos de la habitación-. Una copia del testamento o algo que nos indique dónde puede estar. El nombre de un notario, el recibo de una notaría…

– ¿O sea, papeles? -preguntó Vianello encendiendo la luz del pasillo y apoyándose en una de las estanterías. Brunetti asintió entre dientes, y Vianello alargó el brazo hacia el estante de más arriba y sacó el primer libro. Sosteniéndolo con la mano derecha, lo abrió y, con la izquierda, hizo correr las hojas de atrás adelante, lo cambió de mano y repitió la operación a la inversa. Cuando se hubo cerciorado de que entre aquellas páginas no se escondía nada, se agachó, dejó el libro en el suelo, a la derecha de la estantería, y bajó el siguiente.

Brunetti sacó los papeles del cajón de arriba del escritorio, los llevó a la cocina y los puso en la mesa. Agarró una silla, se sentó y atrajo hacia sí el montón de papel.

Al cabo de un rato -Brunetti ni se molestó en mirar el reloj para averiguar el tiempo transcurrido-, Vianello entró en la cocina, fue al fregadero, se limpió el polvo de las manos al chorro del grifo, dejó correr el agua hasta que salió fría y bebió dos vasos.

Ninguno de los dos habló. Después, Brunetti oyó a Vianello ir al baño. Mecánicamente, leía cada recibo y cada papel y lo dejaba a un lado. Cuando los hubo leído todos, volvió al escritorio, sacó los papeles del cajón de abajo y se sentó a leerlos. Por riguroso orden cronológico, daban testimonio de las ventas de apartamentos propiedad de la signora Jacobs, efectuadas en el transcurso de los años, la primera de las cuales databa de cuatro décadas atrás. Cada doce años aproximadamente, la mujer vendía un apartamento. No había registro de cuentas bancarias, por lo que Brunetti supuso que cobraba en metálico y guardaba el dinero en casa. Tomó una carta de la compañía del gas y le dio la vuelta. Suponiendo que el precio escriturado fuera, como se acostumbraba, aproximadamente la mitad del real y visto lo que gastaba en alquiler y suministros, Brunetti calculó que el producto de la venta de cada casa le habría durado de ocho a diez años. Llamaba la atención que una mujer que era dueña de varios apartamentos viviera en uno de alquiler, pero allí estaban los recibos para demostrarlo.

Brunetti encontró una serie de copias de recibos, extendidos a nombre de la galería Patmos de Lausana, marcados con las iniciales «EL» por la venta de «objetos de valor».

Brunetti se levantó y salió al pasillo, donde Vianello había llegado casi al final del segundo estante. Junto a la pared, a uno y otro lado de las estanterías, había pilas de libros, una de las cuales se había derrumbado en una avalancha que obstruía el paso.

Vianello lo miró.

– Aquí no hay nada. Ni un triste billete de vaporetto, ni la tapa de un estuche de fósforos.

– He encontrado la fuente de la asignación de Claudia Leonardo -dijo Brunetti.

La mirada de Vianello era aguda y curiosa.

– Comprobantes de la venta de «objetos de valor» a la galería Patmos -explicó Brunetti.

– ¿Estás seguro? -preguntó Vianello, a quien ya era familiar el nombre de la galería.

– El primero está fechado un mes antes del primer depósito en la cuenta de la muchacha.

Vianello asintió con gesto de aprobación.

– Deja que te ayude con esto -dijo Brunetti pasando por encima de un montón de libros y agachándose hacia el estante de más abajo. Juntos hojearon libros hasta vaciar la estantería, sin encontrar nada más que aquello que los autores habían puesto en ellos.

Brunetti cerró el último y lo dejó plano sobre el estante que tenía a la altura del codo.

– Ya es suficiente. Vamos a comer.

Vianello no tenía nada que objetar a eso. Salieron del apartamento y Brunetti cerró la puerta de la calle con la llave del estanquero.

CAPÍTULO 20

Mientras volvían a la questura, después de un almuerzo que dejaba bastante que desear, los dos hombres pasaban revista a posibles asociaciones, todavía sin explorar, entre ambas muertes, y a las preguntas aún sin respuesta. Por mucho que se esforzara Rizzardi en buscar indicios de que la signora Jacobs había sido víctima de la violencia, a falta de pruebas concretas, un juez no ordenaría la investigación de su muerte y, menos aún, Patta, siempre refractario a autorizar cosa alguna, a no ser que la víctima hubiera pronunciado con el último aliento el nombre de su asesino.