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La signorina Elettra, que había estudiado la lista al mismo tiempo que él, dijo:

– Reconozco la pauta. También yo lo he sufrido.

– ¿Acoso? -preguntó Brunetti.

– Eso parece.

– ¿Podría imprimir la primera serie? -y, cuando la joven asintió, él explicó-: Me parece que iré a hablar con el dottor Filipetto otra vez. A ver si la lista le refresca la memoria.

La mujer a la que Filipetto había llamado Eleonora abrió la puerta a Brunetti y, sin dignarse averiguar el motivo de la visita, lo condujo al despacho. Si le hubieran preguntado, Brunetti hubiera jurado que el anciano no se había movido desde su visita anterior. También ahora tenía ante sí revistas y papeles.

– Ah, comisario -dijo Filipetto, que parecía muy contento de verlo-, otra vez por aquí. -Invitó a Brunetti a acercarse al tiempo que levantaba una mano para indicar a la mujer que se quedara. Brunetti sentía vagamente su presencia a su espalda, cerca de la puerta.

– Sí, señor; he venido a hacerle unas cuantas preguntas más acerca de esa muchacha -dijo Brunetti sentándose en la silla que le señalaba el anciano.

– ¿Qué muchacha? -preguntó Filipetto, con una expresión de desconcierto que a Brunetti le pareció forzada.

– Claudia Leonardo.

Filipetto miró fijamente a Brunetti y parpadeó varias veces.

– ¿Leonardo? -preguntó-. ¿La conozco?

– Eso es lo que he venido a averiguar. Hace unos días usted me dijo que nunca había oído su nombre.

– Y es verdad -dijo Filipetto ya con una ligera irritación-. Nunca lo he oído.

– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti suavemente.

– Claro que estoy seguro -insistió Filipetto-. ¿Duda de mi palabra?

– No de su palabra. Si acaso, de la fidelidad de su memoria.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó el anciano.

– Simplemente, que a veces se nos olvidan las cosas. Nos ocurre a todos.

– Soy muy viejo… -dijo Filipetto, calló y Brunetti lo vio transfigurarse. Bajó la cabeza, abrió la boca y una de sus manos se arrastró sobre la mesa hasta descansar sobre la otra-. No me acuerdo de todo, ¿comprende? -dijo con una voz que, de repente, se había hecho aguda, voz quejumbrosa de viejo.

Brunetti se sentía como el perro de Ulises, el único que había sido capaz de reconocer a su amo a pesar de su disfraz. Si no hubiera observado cómo Filipetto se transformaba deliberadamente en un anciano desvalido, la compasión le hubiera impedido seguir preguntando. Aun así, la prudencia le hizo reservarse toda alusión al registro de llamadas telefónicas.

Esbozó una sonrisa, que se esforzó en hacer tan afable como crédula y preguntó:

– Entonces, ¿quizá la conoció?

Filipetto levantó la mano derecha y la agitó débilmente en el aire.

– Quizá, quizá… De muchas cosas no me acuerdo. -Alzó la cabeza y preguntó a la mujer que estaba junto a la puerta-: Eleonora, ¿he conocido a una tal…? -Miró a Brunetti, como si la mujer no hubiera podido oír perfectamente el nombre de Claudia-. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

– Claudia Leonardo -dijo Brunetti con voz neutra.

La respuesta de la mujer tardó en llegar. Al fin dijo:

– Sí; me suena el nombre, pero no recuerdo de qué. -No dijo más ni pidió a Brunetti que le explicara quién era Claudia.

Aunque le enfadaba verse superado, mal que le pesara, Brunetti no podía menos que admirar la habilidad con que Filipetto había jugado la baza de su ancianidad y presunta invalidez. Ahora lo más que podría conseguir con el registro de llamadas sería refrescar la memoria del anciano que diría que sí, sí, ahora que Brunetti lo mencionaba, le parecía que quizá había hablado con una muchacha, pero que en modo alguno recordaba de qué.

Brunetti comprendió que no por seguir preguntando iba a ser menos rotunda su derrota. Apoyó las manos en las rodillas, se levantó e, inclinándose sobre la mesa, estrechó la mano de Filipetto.

– Gracias por su ayuda, notaio. Siento haberle molestado con estas preguntas.

La mano de Filipetto estaba floja, inerte, tan insustancial como un puñado de spaghetti secos. El anciano, mudo, no pudo sino inclinar la cabeza en dirección a Brunetti.

El comisario se volvió hacia la puerta y la mujer se hizo a un lado para dejarle paso. Él se paró al extremo del vestíbulo, en la misma puerta del piso y preguntó sin preámbulos:

– ¿Querría decirme cuál es su relación con el dottor Filipetto?

Ella, con una mirada larga y serena, respondió:

– Soy su hija.

Brunetti le dio las gracias y se fue sin ofrecerle la mano.

CAPÍTULO 21

Brunetti, consciente de que debía supeditar al informe de Rizzardi toda decisión relacionada con lo que él consideraba el asesinato de la signora Jacobs, se sentía apático, sin ánimo de emprender una tarea concreta. No quería volver al despacho ni quería ponerse a interrogar a las personas que vivían cerca de la anciana. Y menos aún deseaba pensar en Claudia Leonardo y su muerte. Por el momento, Brunetti andaba.

Al salir de casa de Filipetto, tomó el camino de vuelta hacia San Lorenzo, pero, cuando llegó al puente situado frente a la iglesia griega, le pudo la desgana y, en lugar de seguir hacia la questura, bajó al paso inferior. Al cruzar el campo Santa Maria Formosa, vio lo que parecía una tribu de kurdos acampada frente al abandonado palazzo, con sus pobres posesiones esparcidas en torno a las alfombras de vivos colores sobre las que ellos se acomodaban. Los hombres llevaban sobrio traje oscuro y gorro negro, pero en las amplias faldas y los pañuelos de las mujeres resplandecían el naranja, el amarillo y el rojo. Su indiferencia hacia los transeúntes parecía total; lo mismo hubieran podido estar en plena llanura. No les faltaban sino las hogueras y los burros.

Brunetti cruzó Santi Apostoli, siguió por Standa, torció a la derecha y retrocedió hacia la laguna. Pasó por delante de la Misericordia y del bajorrelieve del enturbantado mercader con su camello, cortó otra vez hacia la derecha y, guiándose por el instinto, salió a la parada del vaporetto de Madonna dell'Orto. A su derecha se iba un vaporetto, pero el piloto, al ver a Brunetti, puso el motor al ralentí, dio marcha atrás y retrocedió hasta el embarcadero. El ruido del motor sonaba como una orden de embarcar. El marinero descorrió las barras y Brunetti saltó a bordo, a pesar de que no tenía intención de tomar un barco.

Cuando el vaporetto paró en Fondamente Nuove, Brunetti, movido por un impulso repentino, cambió a otro que salía en aquel momento en dirección al cementerio, donde desembarcó. Él era el único hombre en medio de una multitud de mujeres, la mayoría, viejas, y todas con ramos de flores. Seguía avanzando por puro instinto, como si sus pies hubieran asumido el mando del resto del cuerpo.

Torció hacia la derecha, cruzó el claustro y subió y bajó cortos tramos de escaleras hasta llegar a la lápida de mármol detrás de la que reposaban los restos de su padre. Leyó el nombre y las fechas. Brunetti ya se acercaba a la edad que tenía su padre cuando murió, y había engendrado tantos hijos como él. La madre solía venir a consultar las cosas con el marido difunto, a pesar de que en vida no le había sido de gran ayuda a la hora de tomar decisiones. Un día Brunetti preguntó a su madre por qué lo hacía y ella sólo le dijo que era un consuelo volver a sentirse cerca de alguien. Pasaron años antes de que él comprendiera la amarga queja que encerraba aquella respuesta, y para entonces su madre ya se había soltado de las manos del amor y el cuidado, arrastrada por la corriente de la senilidad y la locura, y él no había podido pedirle perdón ni compensarla.