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Brunetti movió la cabeza negativamente. Ésa era todavía una pregunta sin respuesta.

Ella rompió el silencio diciendo:

– Me estoy acordando de eso que siempre repites, Guido.

– ¿De qué?

– Que la gente sólo mata por el dinero, por el sexo o por el poder. -Efectivamente, él solía decir eso, sencillamente, porque pocos indicios había encontrado de otros móviles-. Bien, puesto que Claudia era virgen y la signora Jacobs tenía más de ochenta años, creo que podemos descartar el sexo -prosiguió-. Por otra parte, no me parece que el poder haya sido un factor, ¿y a ti? -Él movió la cabeza negativamente y ella concluyó con la pregunta-: ¿Y bien?

A la mañana siguiente, cuando llegó a la questura, Brunetti seguía dando vueltas a las ideas de Paola. Subió directamente a su despacho, sin avisar a nadie de su llegada. Lo primero que hizo fue llamar a Lucia Mazzotti a Milán. Lo sorprendió que contestara la misma muchacha. Por el tono de su voz, parecía otra persona, sin asomo de timidez, y Brunetti se admiró de la capacidad de los jóvenes para superarlo todo. Empezó con los tópicos habituales pero, consciente de que la madre de la muchacha podía andar cerca, pasó rápidamente al motivo de su llamada y preguntó si Claudia le había hablado de alguien que se mostrara excesivamente solícito con ella o la importunara con sus atenciones. Se hizo el silencio en la línea. Al cabo de un rato, Lucia dijo:

– Recibía llamadas. Un par de veces, estando yo allí.

– ¿Qué clase de llamadas? -preguntó Brunetti.

– Oh, ya sabe, del chico que quiere salir contigo o sólo hablar. Y al que tú no quieres ni ver. -Hablaba con la autoridad de la persona que, por su juventud y atractivo, está habituada a estas situaciones-. Eso me pareció, por su manera de hablar.

– ¿Tiene idea de quién pudiera ser esa persona, Lucia?

Se hizo otro largo silencio, y a Brunetti le hubiera gustado saber por qué Lucia se resistía a responder, pero al fin dijo:

– No siempre era un hombre.

– ¿Podría aclararme eso?

Con un punto de impaciencia, la muchacha respondió:

– Ya se lo he dicho. No siempre era un hombre. Una vez, hará unas dos semanas, llamó una mujer preguntando por Claudia. Pero era la misma clase de llamada, de alguien con quien ella no quería hablar.

– ¿Podría decirme algo más? -preguntó Brunetti.

– Yo contesté al teléfono y la mujer preguntó por Claudia.

A Brunetti le hubiera gustado saber por qué Lucia no le dijo eso cuando él la interrogó, pero recordó que aquel día, mientras ellos dos hablaban, la amiga de la muchacha estaba muerta, en el suelo del piso de arriba y eso le hizo mantener la voz tranquila al preguntar:

– ¿Qué dijo exactamente?

– Que si podía hablar con Claudia -repitió Lucia simplemente, en un tono que indicaba que muy tonta tendría que ser para no acordarse de eso.

– ¿Recuerda si dijo Claudia o signorina Leonardo? -preguntó Brunetti.

Después de una pausa bastante larga, la muchacha respondió:

– En realidad, no me acuerdo, pero quizá dijera signorina Leonardo. -Se quedó pensativa y dijo, ya sin impaciencia en el tono-: Lo siento, no lo recuerdo. Como era una mujer, no presté atención. Pensé que se trataría de alguna cosa del trabajo.

– ¿Recuerda qué hora era?

– Un poco antes de cenar.

– ¿No sería la austriaca?

– No; ésa hablaba sin acento.

– ¿Era italiana?

– Sí.

– ¿Veneciana?

– No la oí hablar lo suficiente como para darme cuenta. Pero de que era italiana estoy segura. Por eso pensé que debía de ser un asunto de trabajo.

– Ha dicho que era una persona con la que ella no deseaba hablar. ¿Por qué se lo pareció?

– Oh, por la manera de contestarle. Aunque en realidad la mayor parte del tiempo sólo escuchaba. Yo estaba en la cocina, preparando la cena, pero podía oír a Claudia y parecía… bien, parecía como enfadada.

– ¿Qué dijo?

– No lo sé; pero por el tono de su voz se notaba que no le gustaba hablar con aquella mujer. Yo estaba friendo cebolla y no podía oír sus palabras, sólo que estaba molesta. Al final colgó bruscamente.

– ¿Le dijo a usted algo de aquello?

– Nada en concreto. Entró en la cocina y comentó que parecía increíble que pudiera haber gente tan estúpida, pero no quiso decir más, y nos pusimos a hablar de cosas de clase.

– ¿Y luego?

– Luego cenamos. Y después las dos teníamos mucho que estudiar.

– ¿Ella volvió a hablar de aquello?

– Que yo recuerde, no.

– ¿Recibió más llamadas?

– Ninguna, que yo sepa.

– ¿Y el hombre?

– Yo nunca contesté al teléfono cuando llamaba él; no puedo decir nada en concreto, es más bien una impresión. Alguien llamaba y ella escuchaba un rato, diciendo sólo «sí» o «no», hasta que cortaba con un par de palabras.

– ¿Y usted no le preguntó?

– No. Es que, en realidad, no éramos tan amigas Claudia y yo. Bueno, amigas sí, pero no de esa clase que todo se lo cuentan.

– Comprendo -dijo Brunetti, seguro de que, si él no veía la diferencia, su hija la vería.

– ¿Y ella nunca decía nada de aquellas llamadas?

– Nunca. Además, sólo un par de veces llamaron estando yo en casa.

– ¿Recibía otras llamadas de personas a las que usted conociera?

– De vez en cuando. Yo conocía la voz de la austriaca, y la de su tía.

– ¿La de Inglaterra?

– Sí.

A Brunetti no se le ocurría qué más preguntar, de modo que dio las gracias a la muchacha por su ayuda y dijo que tal vez tuviera que volver a llamarla, aunque esperaba no verse obligado a molestarla más.

– No importa, comisario. Deseo que encuentren a quien lo hizo.

CAPÍTULO 22

Al día siguiente, cuando Brunetti entraba en la questura, el agente de la puerta le tendió un sobre de color marrón.

– Un hombre ha traído esto para usted, comisario.

– ¿Un hombre? -preguntó Brunetti mirando el sobre que el agente tenía en la mano y pensando en cartas bomba, terroristas y muerte violenta.

– No parecía sospechoso, señor. Hablaba en veneciano -dijo el agente.

Brunetti tomó el sobre y empezó a subir la escalera. Era de un tamaño un poco mayor que el de las cartas corrientes y abultaba como si dentro hubiera un paquetito o un fajo de papeles. Lo palpó y lo sacudió pero esperó para abrirlo a estar en su mesa. Le dio la vuelta y miró el anverso, donde vio su nombre escrito en letras mayúsculas y tinta violeta.

Él sólo conocía a una persona que usara tinta de ese color: Marco Erizzo, que había sido el primero del grupo en comprarse una estilográfica Montblanc y aún llevaba dos de esas plumas en el bolsillo de la americana.

A Brunetti le dio un vuelco el corazón al pensar en lo que habría en el sobre: un fajo de papeles sólo podía significar una cosa. Y de un amigo. Decidió no decir nada, darlo a beneficencia y no volver a dirigir la palabra a Marco. Le vino a la mente la palabra «disonorato» y sintió un nudo en la garganta por la muerte de la amistad.

Introdujo el pulgar bajo la solapa, rasgó el sobre bruscamente y extrajo un pliego de papel grueso color beige, tamaño folio y un sobre pequeño, cerrado. Al abrir el pliego, vio la misma letra inclinada y la misma tinta.

«En el sobre hay un poco de tomillo del que a María le envía de Cerdeña su hijo. Dice que hay que echar sólo media cucharadita de las de té por kilo de mejillones y medio kilo de tomates, sin más especias.»

Brunetti se acercó el sobre a la nariz y aspiró el aroma del amor.

Pero, a medida que transcurría el día, Brunetti descubrió que no podía vencer aquella extraña abulia que sentía desde la muerte de la signora Jacobs. A eso de las once, llegó por fax el informe de Rizzardi. El médico señalaba que la mujer presentaba hematomas en los brazos, pero que éstos podían ser consecuencia de la caída. La causa de la muerte era un ataque al corazón contra el que de nada había servido el medicamento.