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– O lo que había -agregó Lele secamente.

Aunque comprendía que con ello hacía una pobre defensa de la integridad de la policía, Brunetti explicó:

– Riverre y Alvise, los dos agentes que fueron a hacer el inventario, son idiotas. No verían la diferencia entre un Manet y una portada de Gente. -Y después de una pausa agregó-: Probablemente, preferirían la portada.

Pero la sensibilidad artística de los profesionales encargados de hacer respetar la ley no excitaba el interés del pintor, que preguntó:

– ¿Qué pasará ahora con todo eso?

Brunetti se encogió de hombros, gesto que expresaba tanto su incertidumbre como su resistencia a hacer especulaciones con cualquier persona ajena a la investigación, ni aunque fuera un íntimo amigo como Lele.

– Por el momento, permanecerá en el apartamento.

– ¿Hasta cuándo? -preguntó Lele.

La mejor respuesta que Brunetti supo dar fue:

– Hasta que pase lo que tenga que pasar.

Aquel día, durante el almuerzo, un Brunetti insólitamente callado escuchaba a su alrededor la conversación de la familia: Raffi dijo que necesitaba un telefonino, lo que hizo declarar a Chiara que también ella necesitaba uno. Cuando Paola preguntó para qué lo necesitaban, ambos dijeron que para hablar con los amigos o para utilizarlo si se encontraban en peligro.

Al oír eso, Paola, haciendo bocina con las manos, gritó a su hija por encima de la mesa:

– Tierra a Chiara. Tierra a Chiara. ¿Me oyes? Responde, Chiara. ¿Me oyes?

– ¿Qué dices, mamma? -preguntó Chiara, sin disimular el enfado.

– Sólo deseo recordarte que vives en Venecia, que, sin duda, es el lugar más seguro del mundo. -Y, adelantándose a las protestas de Chiara, agregó-: Lo que quiere decir que no es probable que aquí te veas en peligro, si exceptuamos el acqua alta, y de ése no va a protegerte un telefonino. -Otra vez Chiara abrió la boca, y Paola concluyó-: Lo que quiere decir no.

Raffi trataba de hacerse invisible en la medida de lo posible para el que está repitiendo de tarta de pera sepultada en nata. Mantenía los ojos en el plato y se movía despacio como la gacela que va a beber en una charca que sabe infestada de cocodrilos.

Paola no saltó sobre él, pero sí subió a la superficie y lo miró con ojos de saurio:

– Si quieres comprarte un móvil, Raffi, no hay inconveniente. Pero lo pagarás de tu bolsillo.

Él asintió.

Se hizo el silencio. Brunetti estaba abstraído durante la discusión, pero la condena de Paola a lo que ella consideraba un despilfarro de sus hijos captó su atención e, inesperadamente, inquirió, dirigiéndose a todos por iguaclass="underline"

– ¿No os avergüenza concentrar todos vuestros afanes en acumular riquezas, sin un pensamiento para la verdad y la comprensión, y el perfeccionamiento de vuestra alma?

Paola, sorprendida, preguntó:

– ¿Qué es eso?

– Platón -dijo Brunetti, atacando el pastel.

El resto de la comida transcurrió en silencio. Chiara y Raffi intercambiaban miradas y gestos de perplejidad y Paola trataba de comprender la razón de las palabras de su marido o, mejor, adivinar qué circunstancias o hechos le habían traído a la mente la cita que, según creía recordar, procedía de la Apología.

Después del almuerzo, Brunetti se fue al dormitorio, se quitó los zapatos, se echó en la cama y contempló por la ventana las nubes, a las que -se dijo- no se podía culpar de su festivo aspecto. Al cabo de un rato, Paola entró y se sentó a su lado, en el borde de la cama.

– Hace unos días hablabas de retirarte. ¿Vuelve a tentarte la idea?

Él se volvió a mirarla y extendió la mano derecha para asir la de ella.

– No; imagino que no ha sido nada más que un ataque de fatiga moral.

– Comprensible, con ese trabajo tuyo -reconoció ella.

– Quizá se deba a que me parece que tenemos demasiadas cosas, o a que estoy volviéndome alérgico a la riqueza. Lo cierto es que no me entra en la cabeza que la gente pueda hacer lo que hace por dinero.

– ¿Como matar, por ejemplo?

– No sólo eso. Cosas menos graves, como mentir, robar o pasarse la vida haciendo lo que no les gusta. O, si me permites decirlo, cómo hay mujeres que pueden seguir casadas con hombres horribles sólo porque son ricos.

Paola percibió la profunda seriedad de su voz y dominó el impulso de preguntar si se refería a ella. Sólo dijo:

– ¿A ti te gusta lo que haces?

Él se acercó la mano de ella y, distraídamente, se puso a dar vueltas al anillo de boda.

– Creo que debería gustarme. Ya sé que me quejo mucho, pero, a fin de cuentas, algo bueno se consigue.

– ¿Por eso lo haces?

– No del todo. Me parece que, en parte, es porque soy curioso por naturaleza y siempre me gusta descubrir cómo acabará la historia o cómo y por qué empezó. Quiero saber por qué la gente hace lo que hace.

– Nunca entenderé por qué no te gusta Henry James -dijo ella, muy seria.

CAPITULO 24

No fue sino una semana después cuando, en medio del papeleo rutinario que generaba la investigación de la muerte de las dos mujeres, surgió una novedad, que llegó por un conducto eminentemente veneciano: revelación de información por amistad y dentro de un sistema de intercambio de favores. Un funcionario del Registro de Documentos Públicos, recordando que la signorina Elettra, hermana de la doctora de su esposa, se había interesado por Claudia Leonardo y Hedwig Jacobs, la llamó una mañana para decirle que el testamento de esta última había sido registrado hacía dos días.

La signorina Elettra preguntó si sería posible recibir por fax una copia del testamento, a lo que el hombre respondió que eso sería «tan irregular como factible». Ella se rió y le dio las gracias, con lo que tácitamente le manifestaba que podía contar con cierta benevolencia si un día se topaba con la policía. Nada más colgar el teléfono, la joven llamó a Brunetti y le sugirió que bajase a su despacho.

Él así lo hizo, intrigado por lo que pudiera querer decirle la signorina Elettra y, desde la misma puerta, oyó el ruido del fax. Ella, sin decir nada, se levantó, fue hacia la máquina y, cuando ésta empezó a sacar su lengua de papel, hizo una profunda reverencia invitando con un ademán a Brunetti a mirar el documento que salía. Él se inclinó, curioso, y se puso a leer lo que escupía el aparato: «Yo, Hedwig Jacobs, ciudadana austriaca, pero residente en Venecia, Santa Croce, 3456, declaro no tener parientes vivos que puedan reclamar mi patrimonio.» Después de leer la primera frase, Brunetti lanzó una mirada a la signorina Elettra, que lo observaba sin dejar traslucir su autocomplacencia más que con una leve sonrisa. El papel avanzó con una sacudida y él volvió a inclinarse. «Por consiguiente, deseo que, a mi muerte, todos mis bienes sean entregados a Claudia Leonardo, también residente en esta ciudad, nieta de Luca Guzzardi. Si, por alguna razón, este legado no pudiera serle entregado, deberá pasar de manera irrevocable a sus herederos. Dispongo también que seis dibujos de Tiepolo que se hallan en mi poder sean entregados al director de la Biblioteca della Patria, en memoria de Luca Guzzardi, para ser utilizados como juzgue conveniente al servicio de los fines de la biblioteca.» El testamento estaba firmado y fechado unos diez días antes de la muerte de Claudia Leonardo. Al no ver sino un espacio en blanco debajo de la firma, él miró a la signorina Elettra, pero entonces la máquina expulsó varios centímetros más de papel, y ante sus ojos emergieron el nombre y la firma del notario que había legalizado el testamento. «Massimo Sanpaolo.» Las firmas de los dos testigos eran ilegibles.