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– No entiendo qué quiere decir -dijo el notario, y Brunetti supuso que estaba tan asustado de los posibles efectos de sus anteriores evasivas que ya no era capaz de coordinar ideas.

– ¿Quién le dijo los términos en los que debía redactar el testamento? -preguntó.

Nuevamente, el comisario observó cómo Sanpaolo recorría el laberinto de las consecuencias que podía acarrear una mentira. El notario miró de soslayo a las dos mujeres, ahora ostensiblemente concentradas en sus ordenadores, y Brunetti vio que estaba calculando la medida en la que ellas lo secundarían si decidía mentir y qué deberían hacer con tal fin. Y Brunetti le vio abandonar la idea.

– Mi abuelo.

– ¿Cómo?

– La víspera me llamó por teléfono, me dijo a qué hora me esperaba ella, y entonces dictó a Cinzia el texto del documento que yo llevé a la firma.

– ¿Sabía usted algo de esto antes de que su abuelo lo llamara?

– No.

– ¿Ella firmó voluntariamente?

Sanpaolo se indignó porque su anterior comportamiento hubiera podido hacer pensar a Brunetti que él era capaz de violar las reglas de su profesión.

– Por supuesto -afirmó. Se volvió y señaló a las dos mujeres, que tecleaban afanosamente en sus ordenadores-. Pregúnteles a ellas.

Y Brunetti preguntó, con lo que sorprendió tanto a las mujeres como a Sanpaolo, quizá porque era la primera vez que se dudaba de su palabra de modo tan evidente.

– ¿Es verdad eso, señoras?

Ellas levantaron la mirada de los teclados y una pareció escandalizarse.

– Sí, señor.

– Sí, señor.

Brunetti miró de nuevo a Sanpaolo.

– ¿Le dio su abuelo alguna explicación?

Sanpaolo movió la cabeza negativamente.

– No. Sólo llamó, dictó el testamento y me dijo que se lo llevara a ella al día siguiente, que lo hiciera firmar por testigos y lo anotara en mi registro.

– ¿Sin darle ninguna explicación?

Nuevamente, Sanpaolo denegó con la cabeza.

– ¿Ni usted se la pidió?

Ahora Sanpaolo no pudo disimular la sorpresa.

– Nadie pide explicaciones a mi abuelo -dijo como si estuviera en clase de catecismo y le hubieran preguntado uno de los Diez Mandamientos. La pueril simplicidad de sus palabras siguientes hizo que todo vestigio de desprecio que Brunetti pudiera sentir por él se trocara en compasión-. Al nonno no se le discute.

Aquí Brunetti dio por terminada la visita y emprendió el camino de vuelta a la questura, dejando que sus pies buscaran el rumbo, mientras él reflexionaba sobre la legendaria astucia y rapacidad de Filipetto. El viejo no se arriesgaría a hacer que su nieto apareciera como beneficiario de un testamento que él mismo legalizara; pero, ¿por qué la Biblioteca della Patria? Brunetti llegaba ya a San Marcos sin haber podido encontrar el punto en el que habían de converger todas las líneas. Algunas se cruzaban, desde luego: Claudia y la signora Jacobs; Filipetto y la signora Jacobs; la política que Claudia aborrecía y su abuelo amaba. Y luego estaba la línea que había sido cortada con un cuchillo.

Brunetti se paró delante de los agentes de las oficinas del juez de paz, sacó el telefonino y marcó el número directo de la signorina Elettra. Cuando ella contestó, le dijo:

– Me interesa todo lo que pueda encontrar sobre Filipetto, personal o profesional, y sobre la Biblioteca della Patria.

– ¿Información oficial?

– Sí, y también lo que diga la gente.

– ¿Cuándo llegará, comisario?

– Dentro de veinte minutos a más tardar.

– Ahora mismo empezaré a llamar por ahí -dijo ella, y cortó la comunicación.

Él siguió caminando junto al bacino, sin apretar el paso, aprovechando el paseo para contemplar, a la luz de un día plateado, la vista de San Giorgio, que se alzaba al otro lado, y luego, dándose la vuelta, las cúpulas de las iglesias que bordeaban el agua en la orilla opuesta del canal. La Virgen había salvado a la ciudad de la peste, y ahora tenían una iglesia. Los norteamericanos habían salvado al país de los alemanes, y ahora tenían McDonald's.

Al llegar a la questura, Brunetti fue directamente al despacho de la signorina Elettra.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó al entrar.

– Sí; he hecho un par de llamadas.

– ¿Y? -preguntó él, curioso por descubrir el resultado de sus averiguaciones.

– Hace un par de años la hija menor se casó con un extranjero que trabajaba en la ciudad -dijo ella, levantando una hoja del bloc-. Poseía una fortuna considerable, heredada de su madre y la empleó en crear un trabajo para su marido, un trabajo muy bien remunerado. Él es bastante más joven y, según dicen, no deja que las promesas del matrimonio sean obstáculo en su vida personal. En realidad, me han dicho que hace unos meses los echaron de un restaurante.

Aunque no estaba especialmente interesado en la anécdota, Brunetti preguntó:

– ¿Por qué?

– El que me lo ha contado dice que a la Filipetto no le gustaba la forma en que su marido miraba a una joven de la mesa de al lado. Al parecer, empezó a insultar.

– ¿Al marido? -preguntó Brunetti, sorprendido de que Eleonora Filipetto fuera capaz de manifestar emoción alguna.

– No; a la muchacha.

– ¿Qué pasó?

– Los dueños tuvieron que pedirles que se marcharan.

– Pero ¿qué hay de Filipetto y la biblioteca? -preguntó Brunetti, irritado por aquella afición, tan veneciana, por el chismorreo.

La joven suspiró.

– Sería preferible seguir con este último tema, comisario.

– ¿Qué tema?

– El del marido.

Cansado de aquel juego, él cortó secamente:

– No me interesan los chismes. Quiero saber qué hay de Filipetto.

Ella no trató de disimular lo mucho que la ofendían sus palabras y, por toda respuesta, le entregó un papel.

– Quizá esto sí le interese, comisario -dijo con suma cortesía, volviéndose hacia el ordenador.

Él dio un paso adelante y tomó el papel, pero, antes de mirarlo, dijo:

– Perdone, Elettra. No he debido hablarle en ese tono.

En la sonrisa de ella había alivio y también una infantil vivacidad.

– Mire el apellido de casada de la mujer.

Él lo hizo.

– Gesú Bambino -dijo, aunque no era ése el nombre escrito en el papel-. Está casada con Maxwell Ford. -Mientras lo decía, le parecía percibir un rumor creciente en su cerebro, iban activándose engranajes que, finalmente, encajaban entre sí con estrépito.

– ¿A qué se dedicaba él cuando se casaron?

– Era colaborador de uno de los periódicos ingleses. La biblioteca la fundaron poco después de la boda.

– ¿Con el beneplácito paterno?

– El dottor Filipetto no es aficionado a dar beneplácitos, y este matrimonio se llevaba de su casa a la mujer que lo cuidaba desde que murió su esposa, veinticinco años atrás.

– Pero ella sigue allí.

– Sólo va dos tardes a la semana, cuando libra la empleada.

– ¿Por qué no toma a otra mujer para esas tardes?

– No lo sé, pero a los Filipetto no les gusta gastar su dinero. Y así él no la pierde de vista y puede seguir dominándola.

– ¿Y qué hace ella el resto del tiempo?

– Trabaja en la biblioteca.

A Brunetti se le ocurrió de pronto preguntar:

– ¿Y usted cómo sabe todas esas cosas?

– He preguntado por ahí -dijo ella vagamente.

– ¿A quién?

– A mi tía Ippolita, por ejemplo. La mujer que cuida a Filipetto va a planchar a su casa dos tardes a la semana.

– ¿Y a quién más? -preguntó Brunetti, que conocía sus tácticas dilatorias.

– A su padre político -dijo ella con voz neutra.

Brunetti la miraba fijamente.