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– ¿Le ha preguntado a él?

– Verá, sé que es paciente de mi hermana, y él sabe que trabajo aquí, y mi padre me dijo que habían estado juntos en la Resistencia. Así que me he tomado la libertad de llamarlo para hablarle del encargo que usted me había hecho. -Calló un momento, quizá para darle ocasión de volver a fustigarla y, como él no decía nada, prosiguió-: Me pareció que se alegraba de poder decirme lo que sabía. No da la impresión de sentir un gran afecto por los Filipetto.

– ¿Qué le ha contado?

– Que hace veinte años la hija tenía novio, pero él la dejó o se fue de Venecia. El conde no estaba seguro, pero le parecía que el padre había tenido algo que ver, quizá dio dinero al novio para que se fuera o para que cortara.

– ¿No dice que no les gusta gastar?

– Seguramente, ése sería un caso especial, porque afectaba a su autoridad y a su conveniencia. Si ella se casaba, él hubiera tenido que tomar a una criada, y ya se sabe que las criadas no se muerden la lengua, y se empeñan en cobrar.

– Entonces, ¿cómo se atrevió a desobedecerle al fin? -preguntó Brunetti, recordando la abyecta sumisión de Sanpaolo.

– El amor, comisario, el amor. -Lo dijo en un tono que daba a entender que no pensaba únicamente en Eleonora Filipetto.

Brunetti se abstuvo de ahondar en la cuestión, y dijo:

– Ford me dijo que su esposa era directora de la biblioteca.

– Que es donde trabajaba Claudia -puntualizó ella, dejando la frase y la idea abierta a cualquier especulación.

– Esas llamadas -dijo él-. Déjeme verlas otra vez.

Ella maniobró en el ordenador y, antes de un minuto, aparecía en la pantalla la lista de todas las llamadas de Claudia. Respondiendo a una petición implícita de Brunetti, la joven pulsó varias teclas y de la pantalla se borró toda la información excepto las llamadas entre Claudia Leonardo y la Biblioteca della Patria. Ambos la repasaron: las llamadas breves del principio, las siguientes, más y más largas, y la última, fulminante, veintidós segundos.

– ¿Le parece que ella habrá sido capaz? -preguntó la signorina Elettra.

– Tendré que ir a preguntárselo al marido -dijo Brunetti.

CAPITULO 25

La signorina Elettra imprimió la lista de llamadas y, con el papel en el bolsillo, Brunetti bajó a pedir a Vianello que lo acompañara. Camino de la biblioteca, Brunetti le puso al corriente del matrimonio de Eleonora Filipetto, de la periodicidad y duración de las llamadas telefónicas y de las conclusiones que él había sacado.

– ¿No cabe otra explicación? -preguntó Vianello.

– Desde luego -concedió Brunetti, que tampoco lo creía.

– ¿Así que la hija de Filipetto es uno de los directores de la biblioteca? -preguntó Vianello.

– Eso dice el marido. ¿Por qué?

Vianello aflojó el paso y miró a Brunetti, curioso por averiguar si él había hecho la misma deducción. Como Brunetti no decía nada, preguntó:

– ¿No lo ves?

– No. ¿El qué?

– Ese nombre, «Biblioteca della Patria», les permite conseguir dinero de los dos lados. Esos ancianos, cualquiera que fuera el bando en el que lucharon durante la guerra, harán sus donativos a la biblioteca, convencidos de que representa sus ideales. -El inspector calló, pero Brunetti sentía que seguía reflexionando. Finalmente, agregó-: Y, seguramente, estará registrada como institución benéfica, por lo que nadie irá a preguntar adónde va el dinero. -Vianello, resopló con fuerza.

– No puedes estar seguro -dijo Brunetti.

– Pues lo estoy: es una Filipetto.

Dicho esto, Vianello calló y acomodó su paso al de Brunetti, mientras caminaban a lo largo de los estrechos canales de Castello, en dirección a San Pietro di Castello y la biblioteca. Cuando llegaron, Brunetti advirtió algo en lo que no se había fijado la otra vez: una placa colocada al lado de la puerta, indicando el horario. Pulsó el timbre y, segundos después, el portone se abrió y ellos entraron.

La puerta de lo alto de la escalera no tenía el cerrojo puesto y pudieron entrar en la sala de lectura sin llamar. No se veía a Ford, y el despacho estaba cerrado. Había un anciano, encorvado y un poco desaseado, sentado a una de las largas mesas, con un libro abierto a la luz de la lámpara, y otro, de pie frente a la vitrina, mirando los cuadernos expuestos. Incluso a distancia, Brunetti percibió el olor que acompaña a algunos viejos: a ropa agria y a piel sin lavar. Imposible adivinar cuál de ellos lo despedía, quizá los dos.

Ninguno miró a los recién llegados. Brunetti se acercó al anciano que estaba junto a la vitrina y entonces el hombre levantó la cabeza.

Poniendo buen cuidado en hablar en veneciano, Brunetti dijo, sin preámbulos:

– Da gusto ver que alguien conserva el respeto por el pasado. -Y agitaba la mano hacia lo alto, señalando lo que parecía una bandera de regimiento.

El anciano sonrió y asintió, pero no dijo nada.

– Mi padre estuvo en África y en Rusia -explicó Brunetti.

– ¿Y volvió? -preguntó el anciano. Su acento era puro Castello, y seguramente quien no fuera veneciano no hubiera entendido lo que decía.

– Sí.

– Eso está bien. Mi hermano, no. Fue traicionado por los aliados. Como todos nosotros. Embaucaron al rey para que se rindiera. De lo contrario, hubiéramos seguido peleando y hubiéramos vencido. -Miró en derredor y agregó-: Por lo menos aquí, eso se sabe.

– Sin duda -convino Brunetti, pensando en las ideas de Vianello acerca de los fines para los que se utilizaba la biblioteca-. Y nosotros viviríamos en un país mejor -terminó poniendo en la voz toda la fuerza de su convicción.

– Tendríamos disciplina -dijo el anciano.

– Y orden -terció el hombre de la mesa, hablando también en dialecto.

– Aquella jovencita estúpida no comprendía estas cosas -dijo Brunetti con la voz cargada de desdén-. Siempre despotricando contra el pasado, y contra el Duce, y diciendo que hay que abrir las puertas a esos inmigrantes que nos están inundando por todas partes, para robarnos los puestos de trabajo. Cuando queramos recordar, ya no habrá sitio para nosotros. -No se molestaba en buscar la coherencia: bastaban tópicos y prejuicios.

El que estaba a su lado lanzó un bufido de aprobación.

– No me explico cómo él la dejaba trabajar aquí -dijo Brunetti señalando la puerta del despacho de Ford con un movimiento de la cabeza-. No era la clase de… -empezó a decir cuando el de la mesa lo interrumpió.

– Ya sabemos cómo es él -dijo con una sonrisa sardónica-. Todo fue verle las tetas y perder la cabeza. No le quitaba la vista de encima, como a la otra, a ésa sí que le miraba las tetas, hasta que su mujer la echó a la calle.

– Sabe Dios lo que harían, en su despacho -dijo el de la vitrina, con una voz estremecida por secretas esperanzas.

– Menos mal que su mujer se enteró también de lo de ésta -dijo Brunetti, contento de que la santidad de la familia hubiera quedado a salvo de las tentaciones que crean las jóvenes faltas de moral.

– ¿Sí? -preguntó el de la mesa con curiosidad.

– Naturalmente. No tenías más que ver cómo la miraba pasear el culito por aquí, con aquel pantalón tan prieto -dijo el otro.

– Sé muy bien lo que yo hubiera hecho con aquel culito -dijo el de la mesa poniendo las manos debajo del tablero y moviéndolas arriba y abajo con un ademán que quería ser jocoso y Brunetti encontró obsceno. Pensó en el espíritu de Claudia, confiando en que sabría perdonarlos, a él y a aquella pareja de carcamales chiflados, por escupir en su tumba.

– ¿Está el director? -preguntó Brunetti como si el motivo de su visita lo obligara a interrumpir tan fascinante conversación.

Los dos hombres asintieron. El de la mesa puso las manos a la vista y las usó para apoyar en ellas la cabeza. Al ver que había perdido la atención del auditorio, volvió a las páginas del libro.