La mujer ahogó una exclamación, y Ford, que no había entendido lo que Brunetti había dicho en dialecto, se volvió a mirarla. Vio a su mujer asirse el pecho con las manos y mirar fijamente y con la boca abierta a un Brunetti perfectamente sereno que se inclinaba hacia adelante y decía cortésmente, en correcto italiano:
– Perdón, signora, ¿se encuentra bien?
Ella se levantó, aún con la boca abierta, aspirando grandes bocanadas de aire.
– ¿Él ha dicho eso? ¿Él le ha dicho eso a usted? -jadeaba.
Ford se apartó de la ventana rápidamente. No adivinaba lo que ocurría e iba hacia su mujer con los brazos extendidos, como para ampararla en ellos.
– No me toques -dijo ella casi sin voz-. ¿Eso le has dicho? -siseó-. ¿Eso le has dicho, después de lo que yo hice por ti? ¿Primero me engañas con aquella putilla y luego dices eso de mí? -Su voz subía de tono y la cara se le oscurecía y congestionaba más y más a cada pregunta.
– Eleonora, cálmate -dijo Ford acercándose. Ella levantó una mano para rechazarlo y él extendió una de las suyas tratando de asirla del brazo. Pero ella se movió bruscamente hacia un lado y la mano de él no se cerró en su brazo ni en su muñeca sino sobre un pecho.
Ella se quedó quieta, y el instinto, o el deseo, la impulsó hacia adelante, a abandonarse a aquella mano, pero al momento se apartó bruscamente y levantó un puño.
– No me toques. A mí no me toques como tocabas a aquella putilla. -Su voz subió una octava-. Pero ya no volverás a tocarla, ¿eh? No con un cuchillo clavado donde tú ponías la mano. -Ford estaba paralizado de horror-. ¿Verdad que no? -De pronto, descargó el puño en el pecho de él una vez, dos, tres, mientras ellos la miraban petrificados por su furor. Después del tercer golpe, ella se apartó. Con la misma brusquedad con que había estallado, su furia se evaporó, y la mujer rompió a llorar con roncos sollozos-. Yo lo hice todo por ti, y tú has podido decirle eso.
– ¡Calla! -gritó Ford-. ¡Cállate, estúpida!
Ella lo miró entre lágrimas y preguntó con una voz rota por los sollozos:
– ¿Por qué habéis de buscar siempre lo bonito? Los dos, papá y tú, siempre detrás de lo bonito. Nunca, ninguno de vosotros se ha interesado por… -Los sollozos ahogaron la última palabra, pero Brunetti comprendió que hubiera sido «mí».
CAPÍTULO 26
Aunque Ford trató de intimidar a Brunetti con bravatas, insistiendo en que no tenía derecho a arrestar a su esposa, ella no ofreció resistencia y dijo que estaba dispuesta a acompañarlo. Brunetti la llevó hacia la puerta, mientras Ford los seguía, lanzando a su espalda amenazas y nombres de gente importante. En el rellano de la escalera estaba Vianello, apoyado en la pared, con la americana desabrochada, revelando -por lo menos, para la mirada experta de Brunetti- la pistola en su funda.
Brunetti no sabía qué podía decir a Vianello, porque no estaba seguro de que lo que acababa de oír de labios de la signora Ford constituyera una confesión de asesinato. No había más testigo que Ford, que negaría haber oído lo que ella decía, o mantendría que había dicho algo totalmente distinto. Por lo tanto, era necesario hacerle repetir su confesión en presencia de Vianello o, mejor, llevarla a la questura y grabar su confesión en casete o en una cinta de vídeo. Brunetti sabía que toda acusación basada sólo en su palabra sería desestimada por cualquier magistrado.
– He pedido una lancha, comisario -dijo Vianello al verlos-. Ya no puede tardar.
Brunetti asintió, como si la decisión de Vianello fuera lo más natural del mundo.
– ¿Dónde parará? -preguntó.
– Al extremo de la calle -dijo Vianello.
– No puede hacer eso -insistió Ford, que se situó en lo alto de la escalera, cerrando el paso a Brunetti-. Mi suegro conoce al pretore. Lo despedirán por esto.
Brunetti no tuvo que decir ni una palabra. Vianello se acercó a Ford, dijo: «Permesso» y, casi levantándolo en vilo, dejó expedita la escalera, para que bajaran la mujer y Brunetti. El comisario no volvió la cabeza, pero oyó al inglés discutir, luego gritar y, finalmente, gruñir y forcejear inútilmente para apartar a Vianello de lo alto de la escalera y seguir a su mujer.
Lucía el sol, a pesar de que, en noviembre, hubiera debido hacer mucho más frío. Al salir del edificio, Brunetti oyó un motor a su derecha y hacia él condujo a la silenciosa mujer. Una lancha de la policía se detenía junto a las escaleras del extremo de la calle. Cuando ellos se acercaron, un agente de uniforme puso una plancha entre la borda y el embarcadero y los ayudó a subir a bordo.
Brunetti hizo bajar a la mujer a la cabina. No sabía si hablarle o esperar a que lo hiciera ella. La curiosidad que sentía hacía más difícil guardar silencio, pero optó por callar y, sentados uno frente a otro, viajaron hacia la questura sin decir nada.
Cuando llegaron, el comisario llevó a la mujer a una de las pequeñas salas de interrogatorios. Una vez allí, le notificó que todo cuanto ambos dijeran sería grabado. La condujo a una silla situada a un lado de la mesa, se sentó frente a ella, dio sus nombres y la fecha y le preguntó si deseaba tener consigo a un abogado mientras hablaba. Ella hizo un ademán negativo, pero él repitió la pregunta hasta que ella dijo:
– No; no quiero abogado.
Ella miraba en silencio la superficie de la mesa, en la que, a lo largo de muchos años, la gente había grabado iniciales, palabras y dibujos. Resiguió unas iniciales con el índice de la mano derecha y, finalmente, levantó la mirada. Tenía manchas rojas en la cara y los párpados hinchados de llorar.
– ¿Es verdad que Claudia Leonardo trabajaba en la biblioteca de la que usted es directora? -preguntó el comisario. Le pareció más prudente evitar toda alusión al marido hasta que fueran entrando en materia.
Ella asintió.
– Lo siento, signora -dijo él suavizando la expresión sin llegar a sonreír-, pero debe usted decir algo, para que lo recoja la grabación.
Ella miró en derredor, buscando los micrófonos, pero no pudo identificarlos porque los dos estaban montados en la pared y se confundían con interruptores del alumbrado.
– ¿Trabajaba Claudia Leonardo en la Biblioteca della Patria? -preguntó él nuevamente.
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo hacía que ella trabajaba allí cuando usted la conoció?
– No mucho.
– ¿Podría describirme cómo la conoció? Me refiero a las circunstancias.
Ella cerró la mano derecha y, con la uña del pulgar, se puso a raspar la mugre acumulada durante años en una de las letras grabadas en la mesa. Brunetti la vio sacar un fino rizo de lo que parecía cera negra, que barrió al suelo con la mano. Entonces miró al comisario.
– Yo había bajado a buscar un libro y ella se acercó y me preguntó si podía ayudarme. No sabía quién era yo.
– ¿Cuál fue su primera impresión, signora?
Ella se encogió de hombros por toda respuesta, pero, antes de que Brunetti pudiera recordarle los micrófonos, dijo:
– Ninguna impresión en particular… -Y entonces, quizá recordando dónde estaban y por qué, se irguió en la silla, miró a Brunetti y dijo, con voz un poco más firme-: Parecía una buena muchacha. -Recalcó «parecía»-. Bien educada, y respetuosa, cuando le dije quién era yo.
– ¿Cree que ésa es una descripción exacta del carácter de la joven? -preguntó Brunetti.
Ella respondió sin pensar ni un instante:
– En absoluto. De ninguna manera, después de lo que le hizo a mi marido.
– Pero al principio, ¿qué pensaba usted?
Brunetti vio que ella tenía que vencer una fuerte resistencia para contestar, y al fin dijo:
– Estaba equivocada. Tardé en darme cuenta de la verdad.