– Oh, me matriculé. Pero al cabo de un año tuve que dejarlo, no aguantaba las mentiras, los libros hipócritas, la resistencia de la gente a definirse respecto a todo lo ocurrido en los cien últimos años.
– ¿Y entonces?
– Pasé a Filología Inglesa. Lo peor que pueden hacer es obligarnos a aguantar sus estúpidas teorías sobre el significado de la literatura y si el texto existe o no. -Brunetti tenía la sensación de estar oyendo a Paola en uno de sus momentos más exaltados-. Pero los textos en sí no pueden tocarlos. Los que gobiernan eliminan documentos comprometedores de los archivos del Estado, pero no pueden hacer eso con Dante ni con Manzoni, ¿verdad? -inquirió como quien plantea una pregunta que realmente exige respuesta.
– No -convino Brunetti-. Pero sin duda ello se debe a que existen ediciones clásicas de los textos originales. Estoy seguro de que, si pensaran que podían retocarlas, lo intentarían. -Vio que ella lo escuchaba con interés y prosiguió-: Siempre me ha dado miedo esa gente que toma posesión de lo que ellos creen la verdad. No tiene reparos en tergiversar los hechos para acomodarlos a sus aberraciones.
– ¿Usted estudió Historia, comisario?
Brunetti lo tomó como un cumplido.
– No; me parece que tampoco hubiera pasado del primer curso. -Él se detuvo y ambos sonrieron al advertir la inmediata y universal simpatía que se establece entre las personas que encuentran su solaz en las páginas de los libros. Él prosiguió, sin detenerse a pensar en si sería prudente decir eso a alguien que no era miembro de las fuerzas del orden-: Yo tengo que pasarme la mayor parte del tiempo escuchando mentiras, pero por lo menos es de suponer que algunas de las personas que me las dicen mienten porque son criminales. No es como tener que escuchar una mentira de labios de la persona que ocupa la cátedra de Historia en la universidad. -Y a punto estuvo de agregar: «o del ministro de Justicia» pero se contuvo a tiempo.
– Eso hace sus mentiras más peligrosas, ¿verdad? -preguntó la muchacha casi al instante.
– Efectivamente -corroboró él, satisfecho de que ella hubiera advertido las consecuencias tan rápidamente. Casi de mala gana, él llevó de nuevo la conversación al punto en el que se hallaba antes de convertirse en un examen de la verdad histórica-. Pero, ¿qué es lo que deseaba usted preguntarme? -Como ella no decía nada, prosiguió-: Creo que mi esposa ya le adelantó que no puedo darle información hasta que conozca los detalles.
– ¿No se lo dirá usted a nadie? -soltó la muchacha. El tono de la pregunta recordó a Brunetti que su visitante no era mucho mayor que sus propios hijos y que su sofisticación intelectual no suponía madurez en otras facetas de su personalidad.
– No, a no ser que existan indicios de actividad delictiva actual. Si los hechos ocurrieron en un pasado lejano, es probable que hayan prescrito o sido objeto de una amnistía general. -Como la información que le había dado Paola era muy vaga, Brunetti no dijo más, dejando que fuera ella la que diera más detalles, si quería.
Se hizo una pausa. Brunetti no tenía idea de lo que podía estar pensando ella. Tanto duraba el silencio que el comisario desvió la mirada, y sus ojos, automáticamente, fueron hacia las palabras impresas en el papel que tenía delante. Casi sin querer, se puso a leer.
Iba pasando el tiempo. Finalmente, ella dijo:
– Como ya le conté a su esposa, se trata de una anciana a la que siempre he considerado una tercera abuela. Necesito la información para ella. Es austriaca, pero durante la guerra vivía con mi abuelo. Mi abuelo paterno. -Miró a Brunetti, para descubrir si bastaría esta explicación, y él sostuvo su mirada con interés pero sin gran expectación.
– Después de la guerra, mi abuelo fue detenido. Hubo un juicio en el que la acusación presentó copias de unos artículos que él había publicado en diarios y revistas condenando las «formas y prácticas del arte ajenas». -Brunetti reconoció la fórmula fascista con que se designaba el arte judío o creado por judíos-. A pesar de la amnistía, fueron aceptadas como prueba.
Ella calló. Cuando se hizo evidente que, si no la azuzaba no seguiría, él preguntó:
– ¿Qué ocurrió en el juicio?
– Como después de la Amnistía Togliatti no se le podía acusar de crímenes políticos, lo acusaron de extorsión. Por otras cosas que ocurrieron durante la guerra -explicó-. Por lo menos, eso me ha contado mi abuela. Cuando vio que iban a declararlo culpable, sufrió una especie de depresión, y su abogado decidió alegar demencia. -Adelantándose a la pregunta de Brunetti, explicó-: Yo no sabía qué pensar, pero mi abuela dijo que fue una depresión auténtica, no simulada como las de ahora.
– Comprendo.
– Y los jueces también lo creyeron. Por eso cuando lo condenaron lo enviaron a San Servolo.
Hubiera sido preferible la cárcel, pensó Brunetti involuntariamente, pero decidió reservarse el comentario. San Servolo había sido cerrado hacía décadas y quizá fuera preferible olvidar los horrores que allí habían ocurrido durante tantos años. Lo pasado, pasado, y ya nadie podía cambiar los sufrimientos del abuelo de la joven ni de los otros internos. Ahora bien, un perdón, si fuera viable, sí podría cambiar la manera en la que la gente lo recordaba. Eso, le pareció oír que decía una voz cínica, si alguien se molestaba en pensar en esas cosas o le preocupaba lo que pudiera haber sucedido durante la guerra.
– ¿Y qué es lo que desea usted obtener para él? O lo que desea obtener su abuela -precisó, tratando con ello de inducirla a ser más explícita acerca de la promotora de la petición.
– Cualquier cosa que lo rehabilite, que le devuelva el buen nombre. -Entonces, bajando la cabeza y el tono de voz, agregó-: Es lo único que yo puedo hacer por ella. -Y, en tono más bajo todavía-: Lo único que ella quiere.
Ése era un aspecto de la ley con el que Brunetti no estaba familiarizado, por lo que sólo podía plantearse su petición en términos de principios del Derecho. Pero no tenía valor para decir a la muchacha que no siempre se aplicaba la ley conforme a tales principios.
– Creo que, en ese caso, procedería solicitar una revocación de la sentencia. Una vez se determinara que el veredicto fue incorrecto, su abuelo sería declarado inocente a todos los efectos.
– ¿Públicamente? -preguntó ella-. ¿Con un documento oficial que yo pudiera enseñar a mi abuela?
– Si el tribunal emitiera un fallo, debería hacerlo constar por escrito -fue lo único que él supo responder.
Ella estuvo tanto tiempo considerando esa respuesta que al fin Brunetti preguntó, para romper el silencio:
– ¿Su apellido era el mismo que el de usted?
– No; el mío es Leonardo.
– ¿No era su abuelo paterno?
– Mis padres no estaban casados -respondió ella con sencillez. Mi padre no me reconoció inmediatamente, y yo conservé el apellido de mi madre.
Pensando que lo más prudente sería no hacer comentarios al respecto, Brunetti se limitó a preguntar:
– ¿Él cómo se llamaba?
– Luca Guzzardi.
Ese nombre despertó un eco lejano en la memoria de Brunetti.
– ¿Era veneciano?
– No; la familia era de Ferrara. Pero estaban aquí durante la guerra.
El nombre de la ciudad no acercaba el recuerdo. Mientras hacía como si reflexionara sobre su respuesta, Brunetti ya estaba pensando en quién podría informarle sobre hechos ocurridos en Venecia durante la guerra. De inmediato, se le ocurrieron dos nombres: el de su amigo el pintor Lele Bortoluzzi y el del conde Orazio Falier, su suegro, ambos pertenecientes a la generación que había vivido la guerra en su juventud y ambos poseedores de una memoria excelente.
– Pero hay algo que no entiendo -dijo Brunetti, pensando que quizá una muestra de confusión fuera un mejor medio para obtener información que la franca curiosidad-. ¿Qué objeto puede tener emprender ahora una acción legal? La sentencia hubiera tenido que apelarse en su día.