—Querrá usted decir cuando han bebido más de lo corriente —dijo Horace Blatt.
Patrick Redfern sonrió burlón.
—¡Esa seria ciertamente la explicación vulgar!
Blatt consultó su reloj.
—Me marcho a comer —dijo—. En resumen, Redfern, que sigo prefiriendo los piratas a los duendes.
—¡Me gustaría verle atropellado por un Tor! —dijo Patrick Redfern, riendo, mientras el otro se alejaba.
—Para hombre de negocios —comentó Poirot—, este mister Blatt parece tener una imaginación muy romántica y exaltada.
—Eso es porque está a medio civilizar. Al menos eso dice mi mujer, ¡Mire lo que lee! Nada más que novelas de aventuras o historias del Oeste.
—¿Quiere usted decir que tiene todavía la mentalidad de un muchacho? —dijo Poirot.
—¿No opina usted lo mismo, señor?
—Yo apenas le conozco.
—Tampoco yo le conozco mucho. He salido en bote con él una o dos veces pero realmente no le gusta que le acompañe nadie. Prefiere estar solo.
—Eso es ciertamente curioso —dijo Hércules Poirot—. ¿Por qué no hace lo mismo en tierra?
—Es cierto —rió Redfern—. Todos hacemos mil equilibrios para no encontrárnosle. A él le gustaría transformar este sitio en una mezcla de Margarate y Le Touquet.
Poirot guardó silencio unos momentos. Estuvo observando atentamente el sonriente rostro de su compañero. Luego dijo tan repentina como inesperadamente:
—Creo, mister Redfern, que le gusta a usted disfrutar de la vida.
Patrick se le quedó mirando, sorprendido.
—Ciertamente, señor. ¿Por qué no?
—¿Por qué no, en efecto? —convino Poirot—. Le felicito a usted por ello.
—Muchas gracias, señor —dijo Redfern, sonriendo ligeramente.
—Y como soy un viejo —prosiguió Poirot—, más viejo de lo que usted supone, me permito darle un consejo.
—Le escucho, señor.
—Un sabio amigo mío, de la Policía, me decía hace tres años: «Hércules querido, si amas la tranquilidad, evita las mujeres».
—Temo que sea ya un poco tarde para eso —replicó Patrick Redfern—. Soy casado, como usted sabe.
—Lo sé. Su esposa es encantadora. Toda una dama. Tengo entendido que le quiere a usted mucho.
—Y yo a ella —dijo vivamente Patrick Redfern.
—Celebro saberlo —terminó Hércules Poirot.
La voz de Patrick tronó de pronto.
—¿Por qué me dice usted eso, mister Poirot?
—Les femmes!... —sonrió Poirot, echándose hacia atrás y cerrando los ojos—. Las conozco un poco. Son capaces de complicar la vida insufriblemente. Y los ingleses llevan estos asuntos de un modo absurdo. Si usted necesitaba venir aquí, mister Redfern, ¿por qué diablos se trajo a su mujer?
—No sé a lo que se refiere usted —dijo airadamente Redfern.
—Lo sabe usted perfectamente —replicó Poirot con toda calma—. No soy tan necio como para discutir con un hombre enamorado. Me limito a lanzar mi palabra, de advertencia.
—Usted ha dado oídos a e»os malditos murmuradores. Mistress Gardener, miss Brewster y todos, no tienen otra cosa que hacer que darle a la lengua todo el día. Basta que una mujer sea bonita para que vuelquen sobre ella el saco del carbón.
—¿Es usted realmente tan joven como todo eso? —murmuró Poirot, poniéndose en pie.
Abandonó el bar, moviendo la cabeza con gesto de desaliento. Patrick Redfern le siguió airadamente con la mirada.
5
Hércules Poirot se detuvo en el vestíbulo al regreso del salón comedor. Las puertas estaban abiertas; entraba por ellas una corriente de aire tibio.
La lluvia había cesado y la niebla desaparecido. Volvía a hacer una hermosa noche.
Hércules Poirot encontró a mistress Redfern en su sitio favorito, sobre la escollera. Se detuvo a su lado y dijo:
—Este sitio es húmedo. No debería usted sentarse aquí. Cogerá usted un resfriado.
—No lo cogeré. De todos modos no tendría importancia —replicó la joven.
—¡Vamos, vamos, que no es usted una chiquilla! Es usted una mujer culta. Tiene usted que tomar las cosas sensatamente.
—Le aseguro a usted que nunca me resfrío.
—Pues ha sido un día muy húmedo. Sopló el viento, llovió a cántaros y la niebla lo envolvió todo. Y bien, ¿qué pasa ahora? La niebla se ha dispersado, ^1 cielo está clara y allá arriba brillan las estrellas. Es como la misma vida, madame.
—¿Sabe usted lo que más me aburre de este lugar? —preguntó Cristina Redfern con voz altiva.
—¿Qué, madame?
—La compasión.
Salió la palabra de su boca como el restallido de un látigo.
—¿Cree usted que no estoy enterada? —prosiguió—. ¿Que no veo? La gente no hacer más que decir: «¡Pobre mistress Redfern pobre mujercita!». Y el caso es que no soy pequeña, soy alta. Me aplican el diminutivo porque sienten piedad por mí. ¡Y no puedo sufrirlo!
Hércules Poirot extendió cautamente su pañuelo sobre la hierba y se sentó.
—Algo hay de eso —dijo pensativo.
—Esa mujer... —empezó ella a decir, pero se contuvo.
—¿Me permite usted que le diga una cosa, madame? ¿Algo que es tan cierto como las estrellas que brillan allá arriba? Las Arlena Stuart o las Arlena Marshall de este mundo no tienen importancia.
—Tonterías —rezongó Cristina Redfern.
—Le aseguro a usted que es cierto. Su imperio es del momento y por el momento. Lo que importa real y verdaderamente es que una mujer tenga bondad y talento.
—¿Cree usted que a los hombres les interesa la bondad y el talento? —preguntó Cristina con sorna.
—Fundamentalmente, sí —contestó gravemente Poirot.
Cristina rió con risa nerviosa.
—No estoy de acuerdo con usted.
—Su marido la quiere, madame. Lo sé.
—Usted no puede saberlo.
—Sí, sí, lo sé. Le he visto mirarla.
Los nervios de la joven señora se desmoronaron de pronto, y empezó a llorar tempestuosa y amargamente sobre el incómodo hombro de Poirot.
—No puedo sufrirlo... no puedo sufrirlo... —sollozó.
—Paciencia... sólo— paciencia —procuró tranquilizarla, palmeteándole un brazo.
La joven se irguió, secándose los ojos.
—Ya estoy mejor —dijo con voz ahogada—. Déjeme. Prefiero estar sola.
Poirot obedeció y la dejó sola, y un momento después descendía por el serpenteante sendero que conducía al hotel.
Estaba ya cerca del edificio cuando oyó murmullo de voces.
Se apartó un poco del sendero. Alguien hablaba entre unos arbustos.
Vio a Arlena Marshall y a Patrick Redfern sentado a su lado. La voz del hombre tenía un temblor de emoción.
—...¡Estoy loco por usted... loco! Dígame que le intereso algo...
Poirot vio el rostro de Arlena Marshall. Era, pensó, como el de un gato zalamero y feliz. Era un rostro animal, no humano.
—Naturalmente, querido Patrick —dijo con voz melosa.
—La adoro, bien lo sabe..
Por una vez, Hércules Poirot dejó de escuchar, volvió al sendero y siguió bajando hacia el hotel.
Una figura se le reunió de pronto. Era el capitán Marshall.
—Hermosa noche, ¿verdad? —dijo—. Y más después de tan desagradable día—. Miró al cielo y añadió—: Parece que mañana tendremos buen tiempo.
Capítulo IV
1
La mañana del 25 de agosto amaneció luminosa y despejada. Era una mañana como para tentar a madrugar al más inveterado dormilón.