Muchas personas se levantaron temprano aquella mañana en el Jolly Roger.
Eran las ocho cuando Linda, sentada ante su tocador, colocó boca abajo sobre la mesa el grueso volumen que estaba leyendo y se miró en el espejo.
Tenía los labios apretados y contraídas las pupilas de sus ojos.
—Lo haré... —murmuró entre dientes.
Se quitó el pijama y se puso el traje de baño. Se echó sobre él una capa y se ató unas zapatillas a los pies.
Abandonó la habitación y avanzó por el pasillo. Al final, una puerta que daba al balcón conducía a una escalera exterior que descendía directamente a las rocas situadas al pie del hotel. Había una pequeña escalera de hierro embutida en las rocas y que terminaba en el agua; solían utilizarla muchos huéspedes para darse un chapuzón antes de desayunarse, ya que les llevaba menos tiempo que bajar a la playa principal.
Cuando Linda se disponía a bajar encontró a su padre que subía.
—Mucho madrugaste. ¿Vas a darte un remojón? —preguntó él.
Linda hizo un gesto afirmativo y continuó su camino.
Se cruzaron. Linda, en lugar de seguir bajando hacia las rocas, rodeó el hotel por la izquierda hasta salir al sendero que terminaba en la calzada por la que el hotel comunicaba con el continente. La marea estaba alta y las aguas cubrían la calzada, pero el bote en que los huéspedes efectuaban la travesía estaba atado a un poste. El hombre encargado de él estaba ausente por el momento. Linda saltó a la embarcación, la desató y empezó a remar vigorosamente.
—Al llegar al otro lado, ató el bote, subió la cuesta que cruzaba ante el garaje del hotel y siguió andando hasta la tienda bazar.
La dueña acababa de alzar las trampas y se dedicaba a fregar el suelo. Pareció asombrarse al ver a Linda.
—Muy temprano se ha levantado usted, señorita.
Linda metió la mano en el bolsillo de su bata de baño y sacó algún dinero para hacer sus compras.
2
Cristina Redfern se encontraba en la habitación de Linda cuando regresó la joven.
—Oh, ya está usted de vuelta —exclamó Cristina—. Yo creí que no se levantaría tan temprano.
—Me he estado bañando —contestó Linda.
Al notar el paquete que la joven tenía en la mano, Cristina preguntó con sorpresa:
—¿Pero ha venido ya el correo?
Linda enrojeció. Con su habitual torpeza nerviosa, el paquete se le deslizó de las manos, se rompió el delgado cordón y parte del contenido rodó por el suelo.
—¿Para qué ha comprado usted esas velas? —preguntó Cristina.
Pero con gran alivio de Linda, no esperó su respuesta, sino que continuó hablando mientras la ayudaba a recoger las cosas del suelo:
—He venido a preguntarle si querría usted venir conmigo esta mañana a la Ensenada de las Gaviotas. Quiero tomar unos apuntes.
Linda aceptó con presteza.
En los últimos días había acompañado más de una vez a Cristina Redfern a tomar apuntes para esos dibujos. Cristina era en extremo apática, pero era posible que encontrase en la excusa de pintar un lenitivo a su orgullo herido, ya que su marido pasaba ahora la mayor parte de su tiempo con Arlena Marshall.
Linda Marshall se sentía cada vez más arisca y malhumorada. Le gustaba estar con Cristina, quien, absorta en su trabajo, hablaba muy poco. Era, pensaba Linda, casi tan bueno como estar sola y, al mismo tiempo, lo mejor acompañada. Existía entre ellas una sutil corriente de simpatía, basada probablemente en el hecho de su mutuo aborrecimiento a la misma persona.
—Tengo que jugar al tenis a las doce —dijo Cristina—, de modo que será mejor que salgamos temprano. ¿A las diez y media?
—Muy bien. Estaré arreglada. Nos encontraremos en el vestíbulo.
3
Rosamund Darnley, al salir del comedor después de desayunar un poco tarde, casi fue derribada por Linda que bajaba saltando las escaleras.
—¡Oh, perdóneme, miss Darnley!
—Hermosa mañana, ¿verdad? —preguntó Rosamund—. Se resiste uno a creerlo después del tormentoso día que hizo ayer.
—Es cierto. Me voy con mistress Redfern a la Ensenada de las Gaviotas. Dije que me reuniría con ella a las diez y media. Creí que llegaba tarde.
—No; son solamente las diez y veinticinco.
—¡Oh!, bien.
La joven jadeaba un poco y Rosamund la miró con curiosidad.
—¿No estará usted febril, Linda?
Los ojos de la muchacha brillaban más de lo ordinario y una viva mancha de color animaba cada mejilla.
—¡Oh, no! Nunca tengo fiebre.
Rosamund sonrió.
—Hacía tan hermoso día que me levanté para desayunar. Generalmente lo hago en la cama. Pero hoy bajé a entendérmelas con los huevos y el jamón como un hombre.
—El buen tiempo me ha despertado también a mí antes que de costumbre —dijo Linda—. La Ensenada de las Gaviotas es una hermosura por las mañanas. Me untaré bien de aceite y me acabaré de poner morena.
—Sí —continuó Rosamund—, la Ensenada de las Gaviotas es muy bonita por las mañanas. Y es un sitio mucho más tranquilo que la playa de aquí.
—Venga también con nosotras —dijo Linda con timidez.
—Esta mañana no puedo —contestó Rosamund—. Tengo otro asunto a resolver.
Cristina Redfern apareció en lo alto de las escaleras.
Llevaba un pijama de playa de vaporosa tela, con largas mangas y amplias perneras, de un color verde con dibujos amarillos. Rosamund ardió en deseos de decir a Cristina que el verde y el amarillo eran los colores más inapropiados para su complexión pálida y ligeramente anémica. Siempre indignaba a Rosamund que la gente no supiese elegir sus trajes.
«Si yo vistiese a esta muchacha, pensó, no tardaría en lograr que su marido levantase la mirada y se fijase en ella. Arlena podrá ser una loca, pero sabe vestir. Esta pobre muchacha, en cambio, parece una lechuga ajada.»
—¡Hermoso tiempo! —dijo en voz alta—. Me voy a Sunny Ledge con un libro.
4
Hércules Poirot desayunó en su habitación, como de costumbre, café y panecillos.
La belleza de la mañana, no obstante, le tentó a abandonar el hotel más temprano que de ordinario. Eran las diez —media hora antes, por lo menos, de su acostumbrada aparición— cuando descendía hacia la playa. Esta hubiera estado desierta de no ser por una persona.
Era Arlena Marshall.
Envuelta en su albornoz, con el verde sombrero chino en la cabeza, trataba de botar al agua una yola de madera blanca. Poirot se acercó galantemente a ayudarla, mojándose por completo al hacerlo así un elegante par de zapatos de piel de Suecia.
Ella le dio las gracias con una de aquellas miradas de soslayo tan suyas.
En el momento de arrancar de la orilla le llamó:
—¡Mister Poirot! Poirot se acercó:
—Madame.
—¿Quiere usted hacerme un favor?
—Con mucho gusto.
—No le diga a nadie que me ha visto. —Su mirada se hizo suplicante—. Todos querrían seguirme. Y quiero estar sola por una vez.
Se alejó remando vigorosamente.
Poirot paseó playa arriba, con las manos a la espalda.
—Ah, ça jamáis! Eso, par exemple, no lo creo —iba murmurando.
Lo que le parecía increíble era que Arlena Marshall hubiese deseado en su vida encontrarse sola.
Hércules Poirot, hombre de mundo, sabía algo más. Arlena Marshall iba indudablemente a acudir a una cita, y Poirot tenía una buena idea de con quién.
O por lo menos así lo creía, pero en eso tuvo ocasión de convencerse de que estaba equivocado.
En el momento en que la yola doblaba la punta de la bahía y desaparecía de la vista, Patrick Redfern, seguido de cerca por Kenneth Marshall, bajaba por la playa desde el hotel.