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—Examinemos ese punto —dijo— el del acceso a la isla. ¿Cómo va usted a mantener alejada a la gente?

—Es algo con lo que no pienso transigir —afirmó la mujer.

—Sí, ¿pero qué medidas va usted a tomar? En verano la gente dominguera pulula por todas partes como moscas.

Mistress Castle se estremeció ligeramente.

—Eso es culpa de las agencias de turismo —dijo—. Yo he visto dieciocho autocars estacionados a un tiempo en el muelle de Leathercombe Bay. ¡Dieciocho!

—¿Y cómo va usted a impedirles que vengan?

—He puesto cartelones prohibiendo la entrada. Y, además, en la marea alta, quedamos completamente aislados.

—Pero, ¿y la marea baja?

Mistress Castle explicó las medidas adoptadas. En el extremo insular de la calzada había una verja y en ella un letrero que decía: «Jolly Roger Hotel. Particular. Única entrada al hotel». Las rocas que se elevaban del mar a uno y otro lado no eran fáciles de escalar.

Pero se puede tomar un bote —arguyó el inspector— y dar un rodeo remando hasta desembarcar en una de las calas que tanto abundan. Ustedes no podrán impedir que los curiosos lo hagan así. Hay derecho de acceso a la otra parte de la isla. No se puede Impedir que la gente se estacione en la playa entre la alta y la baja marea.

Pero esto, al parecer, sucedía raras veces. Se podían alquilar botes en el muelle de Leathercombe Bay, pero había que remar mucho desde allí hasta la isla y vencer además una fuerte corriente.

Existían también avisos parecidos tanto en la Ensenada de las Gaviotas como en la del Duende, junto a la escalerilla. Mistress Castle añadió que había siempre dos criados vigilando la playa de baños, que era la más próxima al continente.

—George y William. George vigila la playa y cuida de las ropas y de los patines. William es el jardinero y tiene a su cargo la limpieza de los senderos, de las pistas de tenis y todo lo demás.

—Bien, eso parece suficientemente aclarado —dijo impaciente el coronel Weston—. No se puede asegurar que nadie consiga penetrar en la isla desde el exterior, pero quien lo hiciera corre un riesgo: el de ser visto. Hablaremos con George y William ahora mismo.

—A mí no me agradan los excursionistas —prosiguió mistress Castle—. Son gente ruidosa que deja con frecuencia cáscaras de naranja y fundas de cigarrillos entre las rocas, pero nunca pude imaginarme que entre ellos pudiera encontrarse un asesino. ¡Oh, es demasiado terrible para expresarlo en palabras! Una señora como mistress Marshall asesinada y, lo que es más horrible, estrangulada..

Sólo con un supremo esfuerzo consiguió mistress Castle pronunciar la palabra.

—Sí, es algo espantoso —convino el inspector Colgate.

—Y los periódicos. ¡Mi hotel en los periódicos!

—En cierto modo, resulta un buen anuncio —se atrevió a insinuar el inspector.

—No es ésa la clase de anuncios que necesitamos, mister Colgate —protestó la robusta señora, con la cara roja de indignación.

El coronel Weston se apresuró a intervenir.

—Permítame una pregunta, mistress Castle: ¿tiene usted la lista de sus huéspedes que le pedí?

—Sí, señor.

El coronel Weston repasó el registro del hotel. De vez en cuando, mientras leía, lanzaba una mirada a Poirot, que formaba el cuarto miembro del grupo reunido en el despacho de la gerencia.

—En esto nos podrá usted ser muy útil probablemente —dijo a Poirot.

Terminó de leer los nombres.

—¿Que hay de la servidumbre? —preguntó.

Mistress Castle sacó una segunda lista.

—Hay cuatro camareras, el jefe de comedor y tres hombres a sus órdenes, y Henry, que atiende el bar. William se encarga de limpiar el calzado. Tenemos también una cocinera y dos mujeres como ayudantes.

—¿Qué hay de los camareros?

Albert, el maître del hotel, me fue recomendado por el Hotel Vincent & Plimouth. Estuvo allí algunos años. Los tres hombres a sus órdenes llevan aquí tres años. Uno de ellos cuatro. Son buenos muchachos y muy respetuosos. Henry está a mi servicio desde que se abrió el hotel. Es toda una institución.

—No parece haber nada sospechoso —dijo Weston a Colgate—. De todos modos, comprobará usted los antecedentes de esta gente. Gracias, mistress Castle.

—¿No necesita usted nada más?

—Esto es todo por el momento.

Mistress Castle abandonó el despacho.

—Lo primero que hay que hacer es hablar con el capitán Marshall —dijo Weston.

4

Kenneth Marshall contestó tranquilamente a las preguntas que se le hicieron. Aparte un ligero endurecimiento de sus facciones, estaba completamente tranquilo. Visto a la luz del sol que penetraba por la ventana, se daba uno cuenta de que era un hombre gallardo. La nobleza de sus facciones, el azul de sus ojos y la firmeza de la boca formaban un conjunto casi perfecto. Su voz era profunda y agradable.

—Comprendo perfectamente, capitán Marshall —empezó diciendo el coronel Weston—, el golpe terrible que esto representa para usted. Pero comprenderá que siento ansiedad por conseguir la información más completa posible.

—Me doy cuenta. Prosiga —dijo lacónicamente Marshall.

—¿La señora Marshall era su segunda esposa?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo llevaban ustedes casados?

—Poco más de cuatro años.

—¿Cómo se llamaba su esposa antes de contraer matrimonio?

—Helen Stuart. Su nombre artístico era Arlena Stuart.

—¿Era actriz?

—Actuó en algunas revistas y piezas musicales.

—¿Renunció a la escena a causa de su matrimonio?

—No. Continuó actuando. Se retiró en realidad hará año y medio.

—¿Hubo alguna razón especial para ese retiro?

Kenneth Marshall pareció reflexionar.

—No —contestó al fin—. Dijo sencillamente que estaba cansada y se retiró.

—¿No fue obedeciendo a algún deseo especial de usted?

Marshall enarcó las cejas.

—¡Oh, no!

—¿Usted estaba completamente conforme en que siguiese actuando después de su matrimonio?

Marshall sonrió débilmente.

—Hubiera preferido que renunciase, es cierto. Pero no hice hincapié.

—¿Ni fue motivo de disensiones entre ustedes?

—Ciertamente que no. Mi esposa era libre de hacer lo que quisiera.

—Y... ¿el matrimonio fue feliz?

—Ciertamente —contestó Kenneth Marshall con gran frialdad.

El coronel Weston hizo una pausa antes de continuar.

—Capitán Marshall, ¿tiene usted alguna idea de quién pudo posiblemente matar a su esposa?

La respuesta surgió sin el menor titubeo.

—Ninguna.

—¿Tenía enemigos?

—Posiblemente.

—¡Ah!

—No interprete mal mis palabras, señor —le atajó el otro rápidamente—. Mi esposa era una actriz. Era también una mujer muy agraciada. Por ambas cualidades fue causa de envidias y celos. Había habladurías, rivalidades por parte de otras mujeres, manifestaciones de envidia, odio, malicia y toda clase de sentimientos poco caritativos. Pero esto no es decir que hubiese alguien capaz de asesinarla deliberadamente.

Hércules Poirot habló por primera vez.

—¿Lo que usted quiere decir realmente, señor, es que sus enemigos eran en su mayoría, o enteramente, mujeres?

Kenneth Marshall le miró de reojo.

—Sí —dijo—. Eso es.

—¿Sabe usted de algún hombre que le tuviese rencor? —preguntó el coronel.

—No.

—¿Tuvo su esposa conocimiento previo con alguien, de este hotel?

—Creo que conoció a mister Redfern antes... en una fiesta particular. No conocía a nadie más, que yo sepa.