Weston hizo una pausa. Pareció deliberar sobre si debía seguir con el tema. Decidió lo contrario y prosiguió, preguntando:
—Vamos ahora con lo de esta mañana. ¿Cuándo vio usted a su esposa por última vez?
Marshall reflexionó unos momentos.
—Me asomé a su cuarto cuando bajé a desayunar...
—Perdóneme: ¿ocupaban ustedes habitaciones separadas?
—Sí.
—¿Y a qué hora fue eso?
—Debían de ser alrededor de las nueve.
—¿Qué estaba haciendo su esposa?
—Abriendo su correspondencia.
—¿Le dijo algo?
—Nada de interés particular. «Buenos días», «qué hermoso día hace» o algo por el estilo.
—¿De qué humor se encontraba? ¿Desacostumbrado?
—No: perfectamente normal.
—¿No parecía excitada, deprimida o nerviosa?
—Ciertamente que no lo advertí.
Intervino Poirot:
—¿No hizo mención del contenido de alguna de sus cartas, acaso?
Volvió a aparecer una leve sonrisa en los labios del capitán Marshall.
—Me parece recordar que dijo que todas eran facturas.
—¿Su esposa desayunó en la cama?
—Sí.
—¿Lo hacía siempre así?
—Invariablemente.
—¿A qué hora bajaba por lo general?
—Entre diez y once... se dejaba ver; más bien cerca de las once.
—Si hubiese bajado a las diez en punto, ¿sería algo sorprendente? —preguntó Poirot.
—Sí. Rara vez bajaba a hora tan temprana.
—Pues lo hizo esta mañana. ¿A qué cree usted que se debió, capitán Marshall?
—No tengo la menor idea. Quizá a causa del tiempo, que fue extraordinariamente hermoso.
—¿La echó usted de menos?
Kenneth Marshall se agitó ligeramente en su silla.
—Volví a asomarme a su cuarto después de desayunar —contestó—. La habitación estaba vacía. Me sorprendió un poco.
—Y entonces bajó usted a la playa y me preguntó si había visto a su esposa.
—En efecto —confirmó Marshall, y añadió con un ligero énfasis en la voz—: Y usted dijo que no...
Los inocentes ojos de Hércules Poirot no le traicionaron. El detective se acarició suavemente sus largos y engomados bigotes.
—¿Tenía usted alguna razón especial para querer encontrar a su esposa esta mañana? —preguntó Weston.
Marshall posó amistosamente su mirada en el jefe de policía.
—No —contestó—; únicamente tenía curiosidad por saber dónde se encontraba.
Weston apartó su silla ligeramente, y su voz adoptó otro tono.
—Hace un momento —dijo—, mencionó usted que su esposa conocía a mister Patrick Redfern. ¿Esta amistad era muy íntima?
—¿Me permite que fume? —preguntó el capitán, metiéndose una mano en el bolsillo—. ¡Caramba! He olvidado mi pipa.
Poirot le ofreció un cigarrillo, que aceptó. Después de encenderlo volvió a dirigirse al coronel.
—Me estaba usted hablando de Redfern. Mi esposa me dijo que le había conocido en no sé qué fiesta mundana.
—¿Fue entonces un conocimiento casual?
—Eso creo.
—En ese caso... —El coronel hizo una pausa—. Tengo entendido que esa amistad se había hecho un poco más íntima pasado el tiempo...
—¿Eso es lo que tiene usted entendido? —preguntó Marshall con viveza—. ¿Quién se lo dijo a usted?
—Es la chismografía vulgar del hotel.
Por un momento la mirada de Marshall se fijó en Hércules Poirot con fría cólera.
—La chismografía del hotel —exclamó— es generalmente un tejido de mentiras.
—Posiblemente. Pero supongo que mister Redfern y su esposa darían algún fundamento para que circulara esa chismografía.
—¿Qué fundamento?
—Estaban constantemente juntos.
—¿Eso es todo?
—¿No niega usted que era así?
—Quizá lo fuese. Yo, realmente, no le di importancia.
—Perdone la pregunta, capitán Marshalclass="underline" ¿no hizo usted nunca objeción alguna a la amistad de su esposa con mister Redfern?
—No tenía la costumbre de criticar la conducta de mi mujer.
—¿No protestó usted de algún modo?
—Ciertamente que no.
—¿Ni aun al notar que el asunto iba convirtiéndose en objeto de escándalo y?
—Yo sólo me ocupo de mis asuntos —replicó altivamente Kenneth Marshall—, y espero que los demás hagan lo propio con los suyos. No escucho habladurías ni chismes de comadres.
—No negará usted que mister Redfern admiraba a su esposa...
—No dudo que la admirase. Todo el mundo hacía lo mismo. Era una mujer bellísima.
—¿Pero usted estaba persuadido de que no había nada serio en el asunto?
—Nunca me pasó por la imaginación.
—¿Y si hubiese un testigo que declarara que existía entre ellos una gran intimidad?
La mirada de los ojos azules se posó de nuevo en Hércules Poirot. Y de nuevo una expresión de desdén asomó a aquel rostro generalmente impasible.
—Si quiere dar oídos a esas habladurías, allá usted —dijo con calma—. Mi mujer ha muerto y no puede defenderse.
—¿Debo entender que usted, personalmente, no las cree?
Por primera vez pudo observarse en la frente de Marshall un ligero sudor.
—Me propongo no creer nada por el estilo —dijo, y añadió como queriendo desviar la conversación—: ¿No se estará usted apartando de lo esencial de este asunto? Que crea yo o que no crea ciertas cosas, apenas tiene importancia ante el claro hecho del asesinato.
Hércules Poirot contestó antes de que ninguno de los otros pudiera hablar.
—Se equivoca usted, capitán Marshall. No hay tal claro hecho de asesinato. Nueve veces de cada diez, en el asesinato tiene su origen el carácter y circunstancias de la persona asesinada. ¡La víctima fue asesinada porque era así o de la otra manera! Hasta que no sepamos completa y exactamente qué clase de persona era Arlena Marshall, no podremos ver clara y exactamente la clase de persona que la asesinó. Esto explica la necesidad de nuestras preguntas.
Marshall se dirigió al jefe de policía.
—¿Es usted de la misma opinión? —le preguntó.
Weston vaciló un poco.
—Hasta cierto punto... es decir...
Marshall soltó una breve carcajada.
—Ya sabia yo que no estaría usted conforme —dijo—. Esta clase de teorías constituye la especialidad de mister Poirot, según creo.
—Puede usted al menos congratularse —replicó Poirot sonriendo— de no haber hecho nada por ayudarme.
—¿Qué quiere usted con eso?
—¿Qué nos ha dicho usted de su mujer? Poco más de nada. Nos ha dicho usted solamente lo que todos podían ver por sí mismos: que era bella y admirada, y nada más.
Kenneth Marshall se encogió de hombros y se limitó a decir:
—Usted está loco.
Luego miró al coronel Weston y preguntó con énfasis:
—¿Desea preguntarme algo más, señor?
—Sí, capitán Marshalclass="underline" la distribución de su tiempo esta mañana: haga el favor.
Kenneth hizo un gesto de conformidad. Se veía que ya esperaba aquello.
—Desayuné abajo a eso de las nueve, como de costumbre, y leí el periódico. Después, como le dije, subí a la habitación de mi mujer y vi que se había marchado. Bajé a la playa, me acerqué a mister Poirot y le pregunté si la había visto. Luego tomé un corto baño y volví a subir al hotel. Serían entonces... déjeme que piense... sí, las once menos veinte, aproximadamente. Vi el reloj en la antesala. Subí a mi habitación, pero la camarera no había terminado de arreglarla. Le dije que terminase lo antes posible. Tenía que escribir algunas cartas que deseaba enviar por el primer correo. Volví a bajar y cambié unas palabras con Henry en el bar. A las once menos diez minutos volví a subir a mi habitación. Allí escribí mis cartas. Estuve escribiendo hasta las doce menos diez. Luego me puse los avíos del tenis, pues estaba citado para jugar un partido a las doce. El día anterior habíamos reservado la cancha.