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—¿Quiénes iban a jugar?

Mistress Redfern, miss Darnley, mister Gardener y yo. Bajé a las doce y me dirigí al campo. Mus Darnley ya estaba allí con mister Gardener. Mistress Redfern llegó unos minutos después. Jugamos al tenis una hora. Y cuando regresamos al hotel... recibí la noticia.

—Gracias, capitán— Marshall. Como pura formalidad: ¿hay alguien que pueda corroborar el hecho de que estuvo usted escribiendo a máquina en su cuarto entre las once menos veinte y las doce menos diez?

—¿Sospecha usted que maté a mi mujer? —preguntó Marshall con leve sonrisa—. Veamos. La camarera se disponía a arreglar las habitaciones. Tuvo que oír el teclear de la máquina. Tengo también las cartas, que, con todo este trastorno, me olvidé de echarlas al Correo. Supongo que serán una prueba como otra cualquiera.

Sacó tres cartas del bolsillo. Tenían puesta la dirección, pero no los sellos.

—Su contenido —añadió— es estrictamente confidencial. Pero tratándose de un caso de asesinato, se ve uno obligado a confiar en la discreción de la policía. Estas cartas contienen nóminas y diversos informes financieros. Confío en que si dedica usted uno de sus hombres a copiarlas a máquina, no empleará en ello mucho menos de una hola.

—No se trata de sospechas —dijo amablemente Weston—. Todos los habitantes de la isla tendrán que justificar sus movimientos entre las once menos cuarto y las doce menos veinte de esta mañana.

—Lo comprendo —dijo Kenneth Marshall.

—Otra cosa, capitán Marshall —añadió Weston—. ¿Sabe usted algo de cómo dispuso los bienes que tenía?

—¿Se refiere usted a un testamento? No creo que hiciera nunca testamento.

—¿Pero no está usted seguro?

—Sus apoderados son Barkett Markett & Applebood, Bedfor Square. Ellos intervienen en todos sus contratos, y demás. Pero estoy casi seguro de que nunca hizo testamento. En cierta ocasión dijo que le daba escalofríos pensar en tal cosa.

—En ese caso, si ha muerto sin testar, usted, como marido, heredaría sus bienes.

—Sí, supongo que sí.

—¿Tenía ella parientes?

—No lo creo. Si los tenía, nunca los mencionó. Sé que sus padres murieron cuando ella era una chiquilla y que no tenía hermanos.

—Probablemente no tendría mucho que dejar...

—Al contrario —replicó Kenneth Marshall—. Sir Robert Erskine, antiguo amigo suyo, murió y le dejó gran parte de su fortuna. Ascendía, me parece, a unas cincuenta mil libras.

El inspector Colgate levantó la cabeza, pintada la sospecha en su mirada. Hasta entonces había guardado silencio.

—Entonces, ¿su esposa era realmente una mujer rica, capitán Marshall? —preguntó.

Marshall hizo un gesto de indiferencia.

—Supongo que lo sería.

—¿Y sigue usted creyendo que no hizo testamento?

—Puede usted preguntar a sus apoderados. Pero estoy casi seguro de que no. Lo creía de mal agüero.

Hizo una pausa y luego añadió:

—¿Algo más?

Weston hizo un gesto negativo.

—Creo que no... ¿verdad, Colgate? No. Permítame una vez más, capitán Marshall, que le exprese todo mi sentimiento por la desgracia sufrida.

—Oh, muchas gracias.

Marshall se puso en píe y abandonó la habitación.

5

Los tres hombres se miraron.

—Es templado el amigo —contestó Weston—. No ha sido posible sacarle nada. ¿Qué le ha parecido, Colgate?

El inspector hizo un gesto de desaliento.

—Es difícil de decir. Es un individuo de esos que no dejan traslucir nada. En el estrado de testigos causan muy mala impresión, aunque en realidad se les trata muy injustamente. A veces dicen la verdad y, sin embargo, no pueden demostrarlo. Esa manera de ser fue causa de que el jurado dictase un veredicto de culpabilidad contra Wallace. La prueba careció de importancia, pero el jurado no se decidió a creer que un hombre pudiera perder a su mujer y hablase y actuase tan fríamente.

Weston se dirigió a Poirot.

—¿Qué opina usted, Poirot?

Hércules Poirot levantó las manos.

—¿Qué puede uno decir? —exclamó—. Ese hombre es una caja hermética... una ostra cerrada. Ha elegido su papel. No ha oído nada, no ha visto nada, ¡no sabe nada!

—Tenemos toda una colección de móviles —dijo Colgate. —Existe el móvil de los celos y el móvil del dinero. En cierto modo, y en este caso, el marido debe ser el sospechoso número uno. Es el primero en quien se piensa. Si sabía que su mujer coqueteaba descaradamente...

—Opino que lo sabía —interrumpió Poirot.

—¿Por qué lo dice usted?

—Anoche estuve hablando con mistress Redfern en Sunny Ledge. Desde allí regresé al hotel y en el camino tropecé con mistress Marshall y Patrick Redfern unos momentos después, encontré al capitán Marshall. Tenía la cara muy sepia, muy pálida... ¡Oh, estoy seguro de que lo sabía todo!

—Oh, bien; si usted lo cree así... —rezongó Colgate, dudando.

—¡Estoy seguro! Pero de todos modos, ¿qué nos dice eso? ¿Qué sentía Kenneth Marshall por su esposa?

—Su muerte la toma con bastante frialdad —comentó el coronel Weston.

—A veces —intervino el inspector— estos individuos tranquilos son en el fondo los seres más violentos. Marshall es posible que estuviese locamente enamorado de su mujer... y locamente celoso. Pero no es de los que lo dejan traslucir.

—Sí, es posible —dijo lentamente Poirot—. Es un carácter muy interesante este capitán Marshall. A mí, al menos, me interesa muchísimo. ¿Y su coartada?

—¿La de la máquina de escribir? —rió Weston—. ¿Qué tiene usted que decir a eso, Colgate?

—Pues que no me convence del todo. Es demasiado natural. No obstante, si encontramos a la camarera que arregló la habitación y dice que oyó todo el tiempo cómo funcionaba la máquina, tendremos que confesar que la coartada es buena y buscar por otra parte.

—¡Hum! —rezongó el coronel Weston—. ¿Y qué vamos a buscar?

6

Los tres hombres examinaron la cuestión durante unos minutos.

El inspector Colgate habló el primero.

—El problema queda reducido a esto: ¿fue un extrañó o un huésped del hotel? No elimino a los criados enteramente, que conste, pero no tengo la menor esperanza de que ninguno de ellos haya intervenido en el asunto. O ha sido un huésped del hotel o alguien venido de fuera; para mí no hay otra disyuntiva. Enfoquemos el asunto de este modo y empecemos por los móviles. En primer lugar, la ganancia. La única persona que podía ganar con su muerte era, al parecer, el marido de la asesinada. ¿Qué otros móviles existen? El primero y principal, los celos. En mi opinión, si algún caso reúne los caracteres de un crime passionnel, es éste.

—¡Hay tantas pasiones! —murmuró Poirot mirando al techo.

—El marido de la víctima —prosiguió el inspector Colgate— no ha querido confesar que su mujer tuviese enemigos... verdaderos enemigos; pero yo no lo he dudado un momento, una mujer como ella no tenía más remedio que crearse enemistades terribles. Eh, señor, ¿qué le parece?

Mais oui, que tenía que ser así. Arlena Marshall no tenía más remedio que crearse muchos enemigos. Pero en mi opinión, la hipótesis del enemigo no es sostenible, porque, como ya dije, los enemigos de Arlena Marshall tenían que ser siempre mujeres, y no parece posible que este crimen haya sido cometido por una mujer. ¿Qué dice el examen facultativo?