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—Comprendo exactamente lo que quiere usted decir, hija mía, y estoy de acuerdo con usted —dijo Poirot—. Mistress Redfern no es de las que, como suele decirse, «ven rojo». No se la concibe —añadió, medio cerrando los ojos y eligiendo sus palabras con cuidado—, viendo una vida escaparse ante ella... un rostro odiado..., un blanco cuello odiado... mientras sus manos crispadas van hundiéndose en una carne...

Guardó bruscamente silencio.

Linda se apartó nerviosa de la mesa y dijo con voz vacilante:

—¿Puedo retirarme? ¿No tienen que preguntarme nada más?

—Nada más —contestó Weston—. Muchas gracias, Linda.

Weston se puso en pie para abrirle la puerta. Luego volvió a la mesa y encendió un cigarrillo.

—No es una tarea agradable la nuestra —rezongó—. Dígase lo que se quiera, es una grosería interrogar a una muchacha sobre las relaciones entre su padre y su madrastra. Más o menos, es como invitar a una hija a que eche la cuerda al cuello de su padre. Pero no hay más remedio que hacer estos papeles. Un asesinato es un asesinato. Y esa chiquilla es la persona que reúne más probabilidades de saber la verdad. Sin embargo, estoy satisfecho de que no haya tenido nada que decirnos en ese sentido. Y, entre paréntesis, Poirot, me pareció que al final fue usted demasiado lejos. Aquello de las manos crispadas, que se hundían en la carne, no me pareció lo más a propósito para impresionar la imaginación de una chiquilla.

Hércules se le quedó mirando, pensativo.

—¿De modo que cree usted que impresioné la imaginación de la chiquilla?

—¿No es eso lo que usted se propuso?

Poirot hizo un gesto negativo. Weston trató de desviar la conversación hacia otro punto.

—En realidad —dijo— poco fue lo que conseguimos de la muchacha. Excepto un alivio más o menos completo para la señora Redfern. Si las dos mujeres estuvieron juntas desde las diez y, media hasta las doce menos cuarto—, Cristina Redfern queda fuera del cuadro. Mutis de la esposa celosa.

—Hay razones mejores que ésa para retirar a mistress Redfern de la escena —dijo Poirot—. Estoy convencido de que fue física y mentalmente imposible que estrangulase a su rival. Es de temperamento frío, más bien que apasionado, capaz de profunda devoción y de constancia inquebrantable, pero no de sanguinarios arrebatos de rabia. Además, sus manos son demasiado pequeñas y delicadas..

—Estoy de acuerdo con mister Poirot —dijo Colgate—. Hay que descartarla. El doctor Neasdon dice que las que ahogaron a la víctima fueron un par de manos bien desarrolladas.

—Bien, interrogaremos ahora a los Redfern —propuso Weston—. Espero que él ya se habrá recobrado un poco de su emoción.

3

Patrick Redfern había recobrado por completo su estado de ánimo normal. Parecía pálido y ojeroso, pero sus modales no revelaban la menor emoción.

—¿Es usted mister Patrick Redfern, de Crossgates, Seldon, Princess Risborough?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo hacia que conocía usted a mistress Marshall?

—Tres meses —contestó Redfern tras titubear un momento.

—El capitán Marshall nos ha dicho que usted y ella se conocieron casualmente en una fiesta. ¿Es cierto lo que asegura ese caballero?

—Sí, señor.

—El capitán Marshall ha insinuado que hasta que ustedes no se encontraron aquí no entablaron verdadera amistad. ¿Es cierto, mister Redfern?

Patrick Redfern titubeó de nuevo.

—No, exactamente —dijo—. En realidad nos habíamos visto muchas veces antes de ahora.

—¿Sin conocimiento del capitán Marshall?

Redfern enrojeció ligeramente.

—Yo no sé si lo sabía o no —contestó.

—¿Y fue también sin conocimiento de su esposa, mister Redfern? —intervino Poirot.

—Creo que mencioné a mi esposa que había conocido a la famosa Arlena Stuart.

—¿Pero se enteró de la frecuencia con que se veían ustedes? —insistió Poirot.

—Bueno... quizá no.

—¿Convinieron usted y mistress Marshall en encontrarse aquí? —preguntó Weston.

Redfern guardó silencio un minuto. Luego se encogió de hombros.

—Supongo —dijo— que todo va a descubrirse y que es inútil seguir fingiendo con ustedes. Yo estaba chiflado por aquella mujer, loco, ciego, como ustedes quieran. Ella quiso que viniera aquí. Me resistí un poco y luego accedí. Confieso que no habría podido resistir a nada de lo que me pidiera. Ejercía un efecto dominador sobre la gente.

—La describe usted admirablemente —murmuró Hércules Poirot—. Era la eterna Circe.

—Hechizaba a los hombres —repitió Redfern con amargura—. Voy a ser franco con ustedes, señores. No quiero ocultarles nada. ¿De qué serviría? Como les he dicho, estaba ciego por ella. No sé si me correspondía o no. Pero lo fingía. Era una de esas mujeres que pierden el interés por un hombre en cuanto se apoderan de él en cuerpo y alma. A mí sabía que me tenía a su albedrío. Esta mañana, cuando la encontré en la playa, muerta, fue como si... —hizo una pausa— como si algo me hubiese golpeado entre los ojos. Me sentí ofuscado, aturdido...

—¿Y ahora? —preguntó Poirot, inclinándose hacia delante.

Patrick Redfern resistió sin pestañear la mirada de sus ojos.

—Les he dicho a ustedes la verdad. Lo que ahora necesito saber es qué parte de ella va a ser del conocimiento público. Mi conducta no pudo influir en nada en la muerte de aquella mujer, pero si se hace pública, va a ser muy humillante para mi esposa.

»¡Oh, ya sé —prosiguió rápidamente— que dirán ustedes que no me preocupé mucho por ella hasta ahora! Quizá sea cierto. Pero, aunque pueda parecer el peor de los hipócritas, la verdad real es que quiero a mi mujer... y que la quiero con toda mi alma. Lo otro fue una locura, una de esas idioteces que hacen los hombres... pero Cristina es diferente. Ella es la verdad. Aun en medio de mis extravíos no he dejado de pensar un instante que ella era la persona que realmente contaba en mi vida. —Hizo una pausa, suspiró, y dijo casi patéticamente—: ¡Quisiera poderles hacer creer eso!

—Yo le creo —dijo Poirot, inclinándose hacia delante—. ¡Sí, sí, yo le creo!

Redfern le dirigió una mirada de gratitud.

—Gracias —dijo.

El coronel Weston se aclaró la garganta.

—Puede usted estar seguro, mister Redfern —dijo—, de que no cometeremos indiscreciones inútiles. Si su pasión por mistress Marshall no desempeñó papel alguno en el asesinato, no habrá necesidad de mencionarla en el caso. Pero usted no parece darse cuenta de que su... su ofuscación por aquella mujer puede tener una relación directa con el asesinato. Puede constituir el móvil del crimen.

—¿El móvil? —repitió Patrick Redfern en tono de extrañeza.

—¡Sí, mister Redfern, el móvil! Él capitán Marshall quizá no estuviese enterado del asunto. Suponga usted que se enteró de pronto...

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Redfern—. ¿Quiere usted decir que se enteró... y la mató?

—¿No se le había ocurrido a usted esa solución? —preguntó con alguna sequedad el coronel.

—No; nunca me pasó por la imaginación. No era probable que Marshall...

—¿Cuál fue la actitud de la mujer? —preguntó Weston. —¿Se mostraba intranquila por si sus devaneos llegaban a los oídos del marido, o parecía indiferente?

—Más bien un poco nerviosa —contestó Redfern—. No quería que él sospechase nada.

—¿Parecía tenerle miedo?

—¿Miedo? No. Yo creo que no.

—Perdone, mister Redfern —intervino Poirot—, ¿se trató en alguna ocasión del divorcio?