Patrick Redfern movió la cabeza en rotundo gesto negativo.
—¡Oh, no! No se trató de nada semejante. Estaba por medio Cristina. Y estoy seguro de que Arlena nunca pensó en tal cosa. Estaba perfectamente satisfecha de su matrimonio con Marshall. Nunca pensó en mí como posible marido. Yo no era para ella más que una nueva conquista que calmaba su insaciable vanidad. Yo lo sabía, y, sin embargo, por extraño que parezca, eso no alteró mis sentimientos hacia ella...
Se extinguió su voz. Quedó pensativo.
Weston le volvió a la realidad del momento.
—Escuche, mister Redfern, ¿tuvo usted alguna cita particular con mistress Marshall esta mañana?
—Ninguna —contestó Redfern—. Generalmente nos veíamos todas las mañanas en la playa. Teníamos la costumbre de hacer alguna excursión en esquife.
—¿Se sorprendió usted al no encontrar a mistress Marshall esta mañana?
—Sí, mucho. No podía comprenderlo.
—¿Qué pensó usted?
—No sabía qué pensar. Tenía la esperanza de verla aparecer de un momento a otro.
—¿No tiene usted idea de con quién pudo ir a entrevistarse, dejando por primera vez de reunirse con usted?
Patrick Redfern se limitó a mover la cabeza con expresión de perplejidad.
—Cuando usted celebraba una entrevista con mistress Marshall, ¿dónde se encontraban?
—A veces nos reuníamos por la tarde en la Ensenada de las Gaviotas. Por la tarde no da allí el sol, y, generalmente, no va nadie. Nos citamos allí una o dos veces.
—¿Y nunca en la otra ensenada? ¿En la del Duende?
—No. La del Duende está orientada hacia el Oeste y la gente acude allí en botes y esquifes por la tarde. Nunca tratamos de reunimos por la mañana. Nos habríamos hecho notar demasiado. Por la tarde la gente se desparrama por la isla para dormitar y nadie se preocupa de dónde están los demás. Después de cenar, cuando hacía buena noche, acostumbrábamos también a dar juntos un paseo por diferentes partes de la isla.
—¡Ah, sí! —murmuró Hércules Poirot, y Patrick Redfern le lanzó una interrogadora mirada.
—¿Entonces no puede usted iluminarnos respecto a la causa que llevó a mistress Marshall a la Ensenada del Duende? —preguntó Weston.
—No tengo la menor idea —contestó Redfern con acento de sinceridad.
—¿Tenía algunos amigos por estos alrededores?
—No, que yo sepa.
—Piense ahora con atención en lo que le voy a preguntar, mister Redfern. Usted conoció a la señora Marshall en Londres. Tuvo usted, pues, que relacionarse con algunos miembros de su círculo. ¿Conoce usted a alguno que tuviera motivos de resentimiento contra ella? ¿Alguno, por ejemplo, a quien usted hubiera suplantado en su capricho?
Patrick Redfern reflexionó unos minutos. Luego contestó con firmeza:
—De verdad que no puedo recordar a nadie.
El coronel Weston tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Bien, no hay otra solución —dijo al fin—. Parece ser que nos quedan solamente tres posibilidades. La de un desconocido homicida, algún monomaníaco, que acertó a encontrarse por estos alrededores, parece un poco rara...
—Y, sin embargo, es la más verosímil.
—No es este un asesinato de «matorral solitario» —replicó Weston—. Aquella playa es un lugar bastante accesible. El asesino tuvo que llegar por la calzada, pasar por delante del hotel, subir a lo alto de la isla y bajar por aquella escalerilla, o bien llegar hasta allí en bote. Ninguno de los dos procedimientos es verosímil para un asesino casual.
—Dijo usted que quedaban tres posibilidades —recordó Patrick a Weston.
—¡Ah, sí! —dijo el coronel—. Existen dos personas en esta isla que tenían un motivo para matar a mistress Marshalclass="underline" su marido, por una parte, y su esposa de usted, por otra.
—¿Mi esposa? ¿Cristina? —dijo Redfern, consternado—. ¿Piensa usted que Cristina tiene algo que ver en este asunto?
Se puso en pie y empezó a tartamudear en su incoherente apresuramiento por encontrar palabras.
—Está usted loco... completamente loco... ¿Cristina? ¡Pero si es imposible! ¡Es una suposición ridícula!
—Comprenda usted, mister Redfern —dijo Weston—, que los celos son un móvil poderosísimo. Las mujeres celosas pierden por completo el dominio de sí mismas.
—Cristina, no —replicó vehemente Redfern—. Cristina no es así. Era desgraciada, lo reconozco, pero nunca hubiera sido capaz de... ¡Oh, en ella no puede haber violencia alguna! Es inconcebible.
Hércules Poirot quedó pensativo. Violencia. La misma palabra que había empleado Linda Marshall.
—Además —prosiguió Redfern confidencialmente—, sería absurdo. Arlena era dos veces más fuerte físicamente que Cristina. Dudo que Cristina pudiera estrangular a un gato, y menos a una mujer fuerte y nerviosa como Arlena. Por otra parte, Cristina nunca había podido bajar a la playa por aquella escalerilla. No tiene cabeza para esa clase de equilibrios. ¡Le digo a usted que esta suposición es fantástica!
El coronel Weston se rascó la cabeza, pensativo.
—Bien —dijo—. Le concedo a usted que la hipótesis no parece muy verosímil. Pero el móvil es lo primero que tenemos que buscar. Móvil y oportunidad —añadió.
4
Cuando Redfern abandonó la habitación, el coronel Weston dijo sonriendo:
—No me pareció necesario decirle que su esposa ha probado la coartada. Quise oír lo que tenía que decir en su defensa.—Se excitó un poco, ¿verdad?
—Los argumentos que expuso tienen la fuerza de una coartada —opinó Hércules Poirot.
—Eso es lo triste —rezongó el coronel—. Mistress Redfern no pudo cometer el delito porque es físicamente imposible. Y Marshall, que pudo cometerlo, no lo cometió, según todas las apariencias.
El Inspector Colgate tosió para anunciar su intervención.
—Excúseme, señor; he estado pensando en eso de la coartada. Si el capitán Marshall pensaba matar a su esposa, es posible que preparase las cartas de antemano.
—No es mala idea —convino Weston—. Debemos comprobar si...
Se interrumpió al ver que Cristina Redfern entraba en la habitación.
La joven estaba tranquila, como siempre, pero su tranquilidad era un poco forzada. Vestía una falda blanca, de tenis, y un pullover azul pálido. Este color acentuaba su rubicundez y su delicadeza casi anémica. Aquel rostro, pensó Hércules Poirot, no revelaba ni estupidez ni debilidad. Se leía en él resolución, valor y buen juicio.
«Linda mujercita —pensó el coronel Weston—. Un poco endeble quizá. Demasiado buena para ese asno de cabeza loca que tiene por marido. Pero el hombre es joven, y las mujeres le hacen a uno a veces cometer muchas tonterías imperdonables...»
—Siéntese, mistress Redfern. Se trata de un trámite de pura fórmula. Estamos preguntando a todo el mundo qué hicieron esta mañana. Como comprenderá, tiene que constar en nuestro informe.
Cristina Redfern hizo un gesto de conformidad y dijo con voz tranquila:
—¡Oh, sí, comprendo! ¿Por dónde quiere usted que empiece?
—Por lo primero que hizo usted, en el día —contestó Hércules Poirot—. ¿Qué es lo primero que hizo usted cuando se levantó esta mañana?
—Déjeme pensarlo. Al bajar a desayunar entré en la habitación de Linda Marshall y acordé con ella querríamos a la Ensenada de las Gaviotas aquella mañana. Quedamos en reunimos en el vestíbulo a las diez y media.
—¿No se bañó usted antes de desayunar, madame? —preguntó Poirot.
—No. Rara vez lo hago. Me gusta que el mar se temple bien antes de meterme en él —dijo sonriendo—. Soy una persona muy friolera.