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—Sí, querida.

—Parece ser que se conocen desde chiquillos, y quién sabe si ahora se les arreglará todo, desaparecido el estorbo de aquella mujer. No tengo un criterio estrecho, coronel Weston, y no es que desapruebe ciertas cosas... muchas de mis mejores amigas son actrices..., pero siempre dije a mister Gardener que esa mujer era muy peligrosa. Y ya ven ustedes que he acertado.

Guardó silencio, triunfante. Los labios de Poirot dibujaron una leve sonrisa. Sus ojos sostuvieron por un minuto la penetrante mirada de mister Gardener.

—Bien, muchas gracias, mister Gardener —dijo el coronel Weston con acento de desesperación—. Supongo que ninguno de ustedes habrá observado durante su estancia en el hotel nada que tenga relación con el caso que nos ocupa.

—Ciertamente que no —contestó mister Gardener—. La señora Marshall se dejó acompañar por el joven Redfern la mayor parte del tiempo... pero es cosa que vio todo el mundo.

—¿Y su marido? ¿Cree usted que se sentía ofendido?

—El capitán Marshall es hombre muy reservado —contestó cautamente mister Gardener.

—¡Oh, sí! —contestó mistress Gardener—, ¡es un verdadero británico!

4

En el rostro ligeramente apoplético del mayor Barry parecían luchar diversas emociones por su predominio. El se esforzaba por parecer debidamente horrorizado, pero no podía disimular una especie de vergonzosa satisfacción.

—Encantado de poder ayudar a ustedes —dijo con su ronca voz—. Lo lamentable es que no sé nada del asunto... nada en absoluto. No estoy relacionado con ninguna de las partes. Pero afortunadamente no carezco de experiencia. He vivido largo tiempo en Oriente, como ustedes saben, y puedo decirles que después de vivir en la India lo que no se sepa de la naturaleza humana no vale la pena.

Hizo una pausa, alentó y prosiguió.

—Por cierto que este asunto me recuerda un caso ocurrido en Simla. Un individuo llamado Robinson... ¿o Falconer?... no lo recuerdo ahora, pero no tiene importancia el detalle. Era un individuo sosegado, pacífico, gran lector... bueno como el pan, tal como suele decirse. Una noche buscó a su mujer en su bungalow y la agarró por el cuello... ¡Casi la ahogó! A todos nos sorprendió el suceso porque no lo creíamos capaz de semejante violencia.

—¿Ve usted alguna analogía con la muerte de mistress Marshall? —preguntó Poirot.

—Verá usted... Se trató también de un intento de estrangulación. El individuo estaba celoso y «vio rojo» de pronto.

—¿Y cree usted que el capitán Marshall «vio» también de ese modo?

—¡Oh, yo nunca dije eso! —el rostro del mayor Barry enrojeció aún más—. Nunca dije nada de Marshall. Es una bellísima persona. Yo no diría una palabra contra él por nada del mundo.

—Perdón —murmuró Poirot—, pero usted se refirió a las reacciones naturales en un marido.

—Sí, sí, en efecto; pero lo hice en términos generales. Recuerdo un caso como este ocurrido en Pomona. Era una mujer bellísima. Una noche fue con su marido a un baile...

—Bien, bien, mayor Barry —interrumpió el coronel Weston—; por el momento vamos a establecer los hechos. ¿Ha visto usted o advirtió algo que pueda ayudarnos en la investigación de este caso?

—Realmente no sé nada, Weston. Una tarde la vi con el joven Redfern en la Ensenada de las Gaviotas —el mayor Barry hizo un gesto picaresco y soltó una risita—. La escena fue muy interesante, pero no creo que esa clase de detalles sean los que usted necesita.

—¿No vio usted a mistress Marshall esta mañana en ningún momento?

—No vi a nadie. Me fui hasta Saint Loo. Ya ve usted qué suerte tengo. Aquí pasan meses sin ocurrir nada, y para una vez que ocurre algo me lo pierdo.

La voz del mayor tuvo un dejo de pesar.

—¿Dice usted que fue a Saint Loo? —preguntó con indiferencia Weston.

—Sí, necesitaba telefonear. Aquí no hay teléfono y la estafeta de Correo de Leathercombe Bay no reúne buenas condiciones para hablar reservadamente.

—¿Sus llamadas telefónicas fueron de carácter particular?

El mayor volvió a hacer un gesto picaresco.

—Lo eran y no lo eran. Quise ponerme al habla con un compañero para que apostase en mi nombre a un caballo que me interesaba.

—¿Desde dónde telefoneó usted?

—Desde la cabina de la estafeta de Saint Loo. A la vuelta me extravié... En estos malditos senderos todo son vueltas y revueltas. Malgasté más de una hora en orientarme y sólo hace media hora que regresé.

—¿Habló usted o se encontró con alguien en Saint Loo? —preguntó Weston.

—¿Quiere que pruebe mi coartada? —rió Barry—. No se me ocurre nada aprovechable. Vi en Saint Loo a centenares de personas, pero esto no quiere decir que ellos recuerden haberme visto.

—Comprenderá usted que tenemos que comprobar estas cosas —dijo Weston.

—Hacen ustedes muy bien. Llámenme en cualquier momento. No deseo otra cosa que ayudarles. La muerta era una mujer encantadora y me gustaría contribuir a la captura del miserable que la mató. «El asesino de la playa solitaria», así titularán este suceso los periódicos. Esto me recuerda que en cierta ocasión..

Fue el inspector Colgate quien cortó en flor esta última reminiscencia y maniobró para dejar al charlatán en la puerta.

—Va a ser difícil comprobar nada en Saint Loo —dijo al volver.

—Pues no podemos borrar a este hombre de la lista —repuso Weston—; y no es que yo crea seriamente que está complicado... pero es una posibilidad. A usted le encomiendo la tarea de averiguarlo, Colgate. Compruebe a qué hora sacó el coche, puso gasolina y demás. Es humanamente posible que dejase el coche en algún lugar solitario y que luego regresase aquí y marchase a la ensenada. Pero no me parece probable. Se habría expuesto demasiado a ser visto.

—Como hizo tan hermoso día —dijo Colgate— hubo muchos excursionistas por aquí. Empezaron a llegar a eso de las once y media. La marea alta fue a las siete. La baja sería a la una. La gente se desparramó por todas partes y entre ella pudo pasar inadvertido el mayor Barry.

—Sí —dijo Weston—, pero tuvo que subir por la calzada y pasar por delante del hotel.

—No precisamente por delante —replicó Colgate—. Pudo desviarse por el sendero que conduce a lo alto de la isla.

—Yo no afirmo que no pudo hacerlo sin ser visto —dijo Weston—. Prácticamente todos los huéspedes del hotel se encontraban en la playa, excepto mistress Redfern y la chiquilla de Marshall, que habían ido a la Ensenada de las Gaviotas, y aquel sendero se domina solamente desde unas cuantas habitaciones del hotel y hay muchas probabilidades en contra de que alguien estuviese asomado a una de las ventanas. Creo, pues, posible que un hombre subiera hasta el hotel, atravesase el vestíbulo y volviera a salir sin que nadie le viera. Pero lo que yo digo es que no pudo contar con que nadie le viese.

—Pudo ir a la ensenada en bote —arguyó Colgate.

—Eso es mucho más lógico —convino Weston—. Si tenía un bote a mano en alguna de las caletas próximas, pudo dejar el coche, remar hasta la Ensenada del Duende, cometer el asesinato, regresar en el bote, recoger el coche y llegar aquí con el cuento de haber estado en Saint Loo y haberse perdido en el camino... historia que él sabe lo difícil que es de desmentir.

—Tiene usted razón, señor.

—Lo dejo en sus manos, Colgate —dijo Weston—. Registre bien estos alrededores. Usted sabe lo que hay que hacer. Ahora vamos a interrogar a miss Brewster.