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—Nada —contestó Rosamund.

8

Una hora más tarde Hércules Poirot llegaba a lo alto del sendero que conducía a la Ensenada de las Gaviotas. Había una persona sentada en la playa. Vestía una blusa encarnada y falda azul oscuro. Poirot descendió por el sendero, pisando cuidadosamente con sus elegantes zapatos.

Linda Marshall volvió vivamente la cabeza. A Poirot le pareció que se estremeció.

La muchacha lo miró con la desconfianza y alarma de un animal atrapado. El se dispuso a sentarse a su lado sobre la arena.

—¿Qué desea usted? —le preguntó la muchacha. Poirot no contestó por el momento.

—El otro día —habló al fin— manifestó usted al jefe de Policía que quería usted a su madrastra y que ella era muy bondadosa para usted.

—¿Y qué?

—Que no era cierto, mademoiselle.

—Sí que lo era —protestó la joven.

—Su madrastra quizá no fuese cruel para usted, se lo concedo —replicó Poirot—, pero usted no la quería. Creo, por el contrario, que la aborrecía usted. De eso no me cabe la menor duda.

—Quizá no la quisiera mucho —concedió Linda—; pero eso no se puede decir de una persona muerta. No estaría bien.

Poirot suspiró.

—¿Le enseñaron a usted eso en el colegio?

—Claro que sí.

—Cuando una persona ha sido asesinada —repuso Poirot—, es más importante ser veraz que guardar las buenas formas.

—Ya suponía yo que usted opinaría así —dijo la joven.

—Lo digo y lo repito. Como usted comprenderá, mi misión es descubrir quién mató a Arlena Marshall.

—Quiero olvidarlo todo. ¡Es tan horrible! —murmuró Linda.

—¿Pero verdad que no puede usted olvidarlo? —remachó dulcemente Poirot.

—Yo supongo que la mataría algún loco —insinuó Linda.

—No soy del mismo parecer —declaró Poirot.

Linda contuvo el aliento.

—¿Es que..., sabe usted algo? —preguntó tímidamente.

—Es muy posible. ¿Quiere usted confiar en mí? Sea franca conmigo y yo haré todo lo que pueda para calmar su cruel inquietud.

—Yo no siento ninguna inquietud —saltó Linda—. Usted no puede hacer nada por mí. No sé de lo que está usted hablando.

—Estoy hablando de unas velas... —dijo Poirot, mirándola fijamente.

El terror se asomó a los ojos de la muchacha.

—¡No quiero escucharle, no quiero escucharle! —chilló.

Linda atravesó corriendo la playa, veloz como una joven gacela, y desapareció sendero arriba.

Poirot la siguió con la mirada y no pudo disimular su emoción.

Capítulo XI

1

El inspector Colgate estaba informando al jefe de Policía:

—He averiguado un detalle bastante sensacional, señor. Está relacionado con el dinero de mistress Marshall. He hablado del asunto con sus abogados. Tengo pruebas de que se trata de un chantaje. ¿Recuerda usted que el viejo Erskine le dejó a mistress Marshall cincuenta mil libras? Pues ya no quedan más que unas quince mil.

El coronel Weston lanzó un silbido de asombro.

—¿Pues qué ha sido del resto?

—Ese es el punto interesante, señor. La dama vendía valores de vez en cuando y siempre procuraba conseguir metálico o títulos de fácil negociación, indudablemente para entregar el dinero a alguien que no quería dejar rastro. Chantaje con todas las de la ley.

—Eso parece, en efecto —afirmó el jefe de Policía—; y el chantajista está aquí en este hotel. Lo que significa que tiene que —tratarse de uno de esos tres hombres. ¿Averiguó usted algo más de ellos?

—En realidad nada concreto, señor. El mayor Barry es un retirado del Ejército, según dice. Vive en un pequeño piso, cobra una pensión y una pequeña renta de sus bienes. Pero el año pasado ha ingresado sumas considerables en su cuenta corriente.

—Eso parece prometedor. ¿Qué explicación da él?

—Dice que son ganancias de apuestas. Es perfectamente cierto que asiste a todas las grandes carreras de caballos y juega fuerte.

—Es difícil probar lo contrario —convino Weston.

—El reverendo Stephen Lane —prosiguió Colgate— se gallaba bien la vida en Saint Helen. Whiteridge, Surrey, pero dimitió su puesto hará un año a causa de su mala salud. Esto le obligó a ingresar en una casa de reposo para pacientes mentales. Permaneció en ella cerca de un año.

—Interesante —dijo Weston.

—Sí, señor. Traté de averiguar todo lo posible por el doctor encargado de la clínica, pero ya sabe usted cómo son estos médicos... es difícil sacarles toda la verdad. Pero, por lo que he podido averiguar, la enfermedad de Su Reverencia consistía en una obsesión bajo el Demonio... y era más bien el Demonio en forma de mujer que perdió a Babilonia.

—¡Hum! —refunfuñó Weston—. Ha habido asesinos con antecedentes como ése.

—Sí, señor. A mí me parece que el tal Stephen Lane es al menos una posibilidad. La difunta mistress Marshall es un buen ejemplo de lo que un clérigo llamaría una Mujer Escarlata... incluyendo facciones, color del cabello y todo lo demás. A mi juicio no es imposible que él creyese su deber librar a este mundo de su peligrosa presencia. Suponiendo, claro está, que estuviese chiflado.

—¿Nada que se relacione con la hipótesis del chantaje?

—No, señor. En ese aspecto creo que podemos eliminar a Lane por completo. Tiene algunos medios de vida, aunque no considerables, y no los ha aumentado últimamente.

—¿Qué se sabe de la distribución de su tiempo el día del crimen?

—No he podido comprobarlo. Nadie recuerda haberse encontrado con un clérigo por esas sendas. En cuanto al libro de la iglesia, la última entrada fue hace tres días y nadie lo había mirado desde hacía quince. Lane pudo presentarse uno o dos días antes, por ejemplo, y fechar su inscripción el día veinticinco.

—¿Y el tercer individuo?—preguntó Weston.

—¿Horace Blatt? En mi opinión es un pájaro de historia. Paga impuestos por una suma que excede con mucho a la que saca de su negocio de ferretería, juega a la Bolsa y ha intervenido en negocios poco limpios. Quizá haya una explicación plausible para ello, pero lo cierto es que en los últimos años ha ganado grandes sumas cuyo origen no está muy claro.

—¿Cree usted entonces que mister Blatt es un chantajista de profesión?

—O chantajista o traficante en estupefacientes, señor. Me he entrevistado con el inspector Ridgeway, que está encargado de la represión del contrabando de drogas, y lo encontré muy alarmado. Al parecer, han entrado últimamente grandes partidas de heroína. Han detenido a pequeños distribuidores y saben sobre poco más o menos quién maneja el negocio en el extranjero, pero hasta ahora no han podido averiguar cómo meten el contrabando en el país.

—Si la muerte de mistress Marshall —dijo Weston— es la consecuencia de su complicidad, inocente o no, con la banda de contrabandistas, lo mejor sería entregar el asunto a Scotland Yard. Al fin y al cabo, sólo a ellos compete. ¿Qué le parece?

—Me temo que tenga usted razón, señor —dijo Colgáis con cierto pesar—. Si se trata de estupefacientes, sólo al Yard le corresponde ocuparse de ello.

—Me parece la explicación más verosímil —decidió al fin.

Weston reflexionó unos momentos.

—No hay otra, en efecto —asintió Colgate—. A Marshall hay que descartarle, aunque tengo algunos informes que podrían haber sido útiles de no tener una coartada tan sólida.

Parece que sus negocios van de mal en peor. No por su culpa ni de su socio, sino por el resultado general de la crisis del año pasado y por el actual estado del comercio y las finanzas. Por otra parte, según mis informes, tenía que cobrar cincuenta mil libras a la muerte de su mujer. Y cincuenta mil libras habrían sido una suma muy útil.