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Al recogerse las cestas de la merienda, todos los excursionistas se sentían de buen humor y felicitaron a Poirot por su buena idea.

El sol iba hundiéndose cuando emprendieron el regreso por los estrechos e intrincados senderos. Desde lo alto de la colina disfrutaron una breve ojeada del conjunto de la isla con el blanco hotel en medio.

Con el sol hacia el ocaso el paisaje aparecía resplandeciente de paz bucólica.

La señora Gardener, poco locuaz por una vez, suspiró y dijo:

—Le doy las gracias, mister Poirot. ¡Me siento tan tranquila! ¡Es todo tan maravilloso!

2

El mayor Barry salió a saludarlos a la llegada.

—¡Hola! —dijo—. ¿Cómo pasaron el día?

—Maravillosamente —contestó mistress Gardener—. El paisaje es admirable. El aire delicioso y confortante. ¡Y todo tan inglés!... Debiera darle a usted vergüenza el no haber venido.

El mayor Sé echó a reír.

—Ya estoy demasiado viejo para esas andanzas y para sentarme en un fangal a comer unos emparedados.

Salió del hotel una camarera. Parecía un poco excitada. Titubeó un momento, luego se acercó rápidamente a Cristina Redfern.

—Perdóneme, madame, pero me tiene preocupada la señorita. Me refiero a miss Marshalclass="underline" Acabo de subirle una taza de té y no puedo conseguir que despertase, y parece que le pasa algo extraño.

Cristina miró a su alrededor, consternada. Poirot se puso inmediatamente a su lado.

—Subamos a ver —dijo en voz baja, cogiéndola por el codo.

Subieron apresuradamente las escaleras y cruzaron el pasillo hacia la habitación de Linda.

Una sola mirada les bastó para comprender que ocurría algo grave. La joven tenía un color extraño y su respiración era apenas perceptible.

Poirot le tomó el pulso. Al mismo tiempo, advirtió un sobre apoyado en la lámpara de la mesilla de noche. Estaba dirigido al mismo Poirot.

El capitán Marshall entró precipitadamente en la habitación.

—¿Qué le pasa a Linda? —preguntó con ansiedad.

Cristina Redfern dejó escapar un sollozo.

Hércules Poirot se apartó de la cama.

—Vaya a buscar a un doctor lo más rápidamente posible —dijo—. Pero mucho me temo que sea demasiado tarde.

Poirot cogió la carta a él dirigida y desgarró el sobre. Dentro había unas cuantas líneas escritas con la letra casi infantil de Linda.

«Creo que ésta es la mejor manera de terminarlo todo. Pídale a papá que me perdone. Yo maté a Arlena. Creí que quedaría tranquila, pero no ha sido así. Mi vida es ya un tormento...»

3

Estaban reunidos en el gabinete, Marshall, los Redfern, Rosamund Darnley y Hércules Poirot.

Permanecían silenciosos... esperando.

La puerta se abrió y dio paso al doctor Neasdon.

—He hecho todo lo que he podido —dijo lacónicamente. —Quizá se salve... pero debo decir que no hay muchas esperanzas.

Hizo una pausa. Marshall, intensamente pálido, preguntó con voz ahogada:

—¿Cómo llegó a su poder la droga?

Neasdon volvió a abrir la puerta e hizo una seña a alguien que estaba en el interior.

Una doncella salió de la habitación. Había estado llorando.

—Repítanos lo que vio —ordenó Neasdon a la mujer.

—Nunca pensé —dijo ella suspirando—, nunca pensé que ocurriese nada anormal, pero la conducta de la señorita me pareció extraña. —Una ligera mueca del doctor la obligó a concretar más—. La señorita estaba en la otra habitación. En la de mistress Redfern. La encontré junto al lavabo, cogiendo un botellín. Noté que se sobresaltó cuando entré, y pensé que era extraño que cogiese cosas de otra habitación, pero luego se me ocurrió que quizás se tratase de algo que le hubiese prestado a la señora. La señorita se limitó a decir: «¡Oh, esto era lo que yo buscaba!», y salió.

—¡Mis tabletas para dormir! —exclamó Cristina, palideciendo.

—¿Cómo conocía la joven la existencia de esas tabletas? —preguntó bruscamente el doctor.

—Anoche le di una porque me dijo que no podía dormir. Recuerdo que me preguntó: «¿Bastará con una?» Y yo le conteste: «Oh, sí, son muy fuertes y me han advertido que nunca emplee más de dos como máximo.»

—Puebla señorita quiso asegurarse y tomó seis —comentó el doctor.

Cristina volvió a sollozar.

—¡Oh, Dios mío, todo ha sido culpa mía! Debí guardarlas bajo llave.

El doctor se encogió de hombros en tanto contestaba:

—Habría sido más prudente, mistress Redfern.

—Se muere... y es culpa mía —sollozó Cristina con desesperación.

Kenneth Marshall se agitó en su asiento.

—No puede usted censurarse por eso —dijo—. Linda sabía lo que iba a hacer. Las tomó deliberadamente. Quizá... quizá fue lo mejor que pudo suceder.

Miró el arrugado papel que tenía en la mano... la nota que Poirot le había entregado silenciosamente.

—Yo no lo creo —declaró Rosamund Darnley—. No creo que Linda la matase. Seguramente se demostrará que es imposible.

Se abrió la puerta y entró el coronel Weston.

—¿Qué es lo que acaban de comunicarme? —preguntó.

El doctor Neasdon tomó la nota de manos de Marshall y la entregó al jefe de policía. Este la leyó y exclamó en tono de incredulidad:

—¡Cómo! ¡Pero si esto es una tontería... una absurda tontería! ¡Imposible! —Repitió con rotunda seguridad—. ¡Imposible! ¿Qué le parece, Poirot?

Hércules Poirot intervino por primera vez.

—Me temo que lo sea —dijo en tono de tristeza.

—Pero si yo estuve con ella, mister Poirot —replicó Cristina Redfern—. Estuve con ella hasta las doce menos cuarto. Así se lo manifesté a la policía.

—Su declaración probó la coartada... sí —dijo Poirot—. ¿Pero en qué se basó esa declaración? Se basó en el reloj de pulsera de Linda Marshall. Usted no sabe por su propio conocimiento que eran las doce menos cuarto cuando se sentaron; sólo sabe usted que ella se lo dijo así. Usted misma confesó que le pareció que el tiempo había ido muy de prisa. Y ahora voy a hacerle a usted una pregunta, madame. Cuando usted abandonó la playa, ¿regresó usted al hotel de prisa o despacio?

—Me parece que más bien despacio.

—¿Recuerda usted bien aquel paseo de regreso?

—No muy bien. Iba pensativa...

—Perdóneme la indiscreción, madame, ¿puede decirme en qué iba pensando?

Cristina enrojeció.

—Se lo diré... si es necesario. Iba considerando mi propósito de marcharme de aquí. De marcharme sin decírselo a mi marido. Me sentía muy desgraciada... entonces.

—¡Oh, Cristina! —exclamó Patrick Redfern—. Si yo hubiese sabido...

—Exactamente —interrumpió la voz de Poirot—. Usted estaba preocupada por tener que dar un paso de cierta importancia. Estaba usted, por decirlo así, sorda y ciega para cuanto la rodeaba. Probablemente caminó usted muy lentamente, deteniéndose de vez en cuando para reflexionar.

—Es usted muy perspicaz —asintió Cristina—. Así fue. Desperté de una especie de ensueño a la misma puerta del hotel, y me apresuré a entrar, pensando que sería muy tarde, pero cuando vi el reloj del vestíbulo me di cuenta de que disponía de tiempo suficiente.

—Exactamente —repitió Hércules Poirot, y añadió, dirigiéndose ahora a Marshall—: Voy a describirle ciertas cosas que encontré en la habitación de su hija después del asesinato. En el hogar de la chimenea había una gran masa de cera fundida, un poco de pelo carbonizado, fragmentos de cartón y papel, y un alfiler ordinario. El papel y el cartón, quizá no tengan importancia, pero las otras tres cosas eran sugestivas... particularmente cuando descubrí escondido en un estante un volumen de la librería local, que trata de brujerías y sortilegios. Al cogerlo se abrió fácilmente por determinada página. En ella se describían diversos métodos de causar la muerte, moldeando una figura de cera que debía representar a la víctima. Esta figura debía tostarse después lentamente hasta que se fundiera... o atravesarle repetidamente el corazón con un alfiler. El resultado debía ser la muerte de la víctima. Más tarde me enteré por mistress Redfern que Linda Marshall había salido muy temprano aquella mañana, había comprado un paquete de velas y pareció muy confusa cuando se descubrió su compra. Sabido eso, ya no tuve duda de lo sucedido. Linda había hecho una tosca figura con la cera de las velas, adornándola posiblemente con un mechón de pelo de Arlena para darle fuerza mágica, le había perforado el corazón con un alfiler, y, finalmente, había fundido la figura haciendo arder debajo de ella trozos de cartón y papel.