»¿Qué sucedió realmente? Se dijo que Edward Corrigan llegó a Pine Ridge, se encontró con que su esposa no estaba allí y salió y se puso a pasear arriba y abajo. Pero en realidad echó a correr a toda velocidad hacia el lugar de la cita, el bosque Caesar (que recordarán ustedes está muy cerca), la mató y regresó al café. La muchacha excursionista que informó del crimen era Una joven respetabilísima, profesora de gimnasia en un acreditado colegio de señoritas. Aparentemente no tenía relación alguna con Edward Corrigan. Tuvo que recorrer alguna distancia para dar cuenta de la muerte. El médico de la policía no examinó el cadáver hasta las seis menos cuarto. Como en nuestro caso, la hora de la muerte fue aceptada sin discusión.
»Hice una prueba final. Yo tenía que saber definitivamente si mistress Redfern era una embustera. Organicé una pequeña excursión a Dartmoor. Quien no puede resistir las alturas nunca se siente muy seguro al cruzar un estrecho puente sobre el agua. Miss Brewster, verdadera enferma en este aspecto, dio señales de vértigo. Pero Cristina Redfern, descuidada, atravesó el puente corriendo, sin un titubeo. Era un pequeño detalle, pero constituía una prueba definitiva. Y si había dicho una mentira innecesaria... todas las otras mentiras eran posibles. Entretanto Colgate había recibido la fotografía identificada por la policía de Surrey. Yo jugué entonces mi baza de la única manera que ofrecía algunas probabilidades de éxito. Una vez conseguido que Patrick Redfern se creyese seguro, me revolví contra él e hice todo lo posible para hacerle perder el dominio de sí mismo. El conocimiento de que había sido identificado como Corrigan le hizo perder la cabeza por completo.
Hércules Poirot se tocó la garganta.
—Lo que hice —añadió con aires de importancia— fue extremadamente peligroso, pero no lo lamento. ¡Triunfé! No padecí en vano.
Hubo un momento de silencio. mistress Gardener dejó escapar un profundo suspiro.
—Le felicito, mister Poirot —dijo—. Ha sido maravilloso escucharle cómo llegó a tan magníficos resultados. Su explicación ha sido tan fascinadora como una conferencia sobre criminología. ¡Y pensar que mi ovillo color púrpura y aquella conversación sobre los rayos del sol iban a influir en el descubrimiento de un crimen! No encuentro palabras con que expresar mi admiración, y estoy segara de que a mister Gardener le sucede lo mismo, ¿verdad, Odell?
—Sí, querida —contestó mister Gardener.
—Mister Gardener me ayudó también mucho —dijo Poirot—. Yo necesitaba la opinión de un hombre inteligente sobre mistress Marshall, y se la pedí a mister Gardener.
—¿De veras? —dijo la señora Gardener—. ¿Y qué dijiste de la pobre mujer, Odell?
Mister Gardener tosió antes de contestar.
—Verás, querida, ya sabes que nunca me preocupé gran cosa de ella.
—Eso es lo que dicen siempre los hombres a sus esposas —comentó mistress Gardener—. Hasta mister Poirot se inclina a la indulgencia con la belleza, y la llama víctima natural, y todo lo demás Pero la verdad es que era una mujer sin cultura, y como el capitán Marshall no está ahora aquí, no me importa decir que siempre me pareció una estúpida. Así se lo dije siempre a mister Gardener, ¿no es verdad, Odell?
—Sí, querida —confirmó mister Gardener.
2
Linda Marshall estaba sentada con Hércules Poirot en la playa de las Gaviotas.
—Claro que me alegro de no haberme muerto —dijo Linda—. Pero, ¿verdad, mister Poirot, que lo que hice fue exactamente como si hubiese matado a mi madrastra?
—No hay nada de eso —contestó Poirot enérgicamente—. El deseo de matar y la acción de matar son dos cosas completamente diferentes. Si en vez de una figurilla de cera hubiese usted tenido en su dormitorio a su madrastra atada de pies y manos, y hubiese usted esgrimido un puñal en vez de un alfiler, ¡no se lo habría usted clavado en el corazón! Algo dentro de usted habría dicho «no». A mí me pasa lo mismo cuando me enfurezco contra un imbécil. «Me gustaría darle un puntapié», me digo, y en su lugar doy un puntapié a la mesa. «Esta mesa es el imbécil, y por eso la golpeo», pienso. Y entonces, si es que no me he hecho demasiado daño en el pie, me siento mucho más tranquilo, y la mesa, por lo general, no ha sufrido grandes deterioros. Pero si el imbécil mismo estuviera en mi presencia, yo no le daría el puntapié Hacer figuritas de cera y clavarles un alfiler es una tontería, una chiquillada si se quiere, pero tiene su utilidad también.
»Usted se sacó el odio que ardía en su pecho y lo puso en aquella figurilla. Y con el alfiler y el fuego destruyó usted no a su madrastra, sino el odio que le tenía. Después, aun antes de enterarse de su muerte, se sintió usted purificada, más alegre, más dichosa ¿No es cierto?
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó ingenuamente Linda. —Eso es precisamente lo que sentí.
—Entonces no repita esas tonterías. Hágase el propósito de no odiar a su próxima madrastra.
—¿Cree usted que voy a tener otra madrastra? —preguntó Linda, perpleja—. ¡Oh, ya veo que se refiere usted a Rosamund! ¡Esa no me importa! —Titubeó y añadió—: Es una mujer sensible.
No era el adjetivo que Poirot habría elegido para Rosamund Darnley, pero se dio cuenta de que Linda lo consideraba como el mayor elogio.
3
—Rosamund, ¿cómo pudo metérsete en la cabeza la idea de que yo maté a Arlena? —preguntó Kenneth Marshall.
—Confieso que fue una tontería —dijo Rosamund, avergonzada—. Pero tú tienes la culpa por ser tan reservado. Yo nunca supe lo que realmente sentías por Arlena. No sabía si la aceptabas tal como era o si... bueno, o si creías en ella ciegamente. Y pensé que si era esto último y te enterabas de pronto de su traición, enloquecerías de rabia. Me he enterado de muchas cosas de ti. Te muestras siempre tranquilo, pero a veces te enfureces de un modo terrible.
—Y por eso pensaste que la agarré por el cuello y...
—Sí, es cierto; eso es exactamente lo que pensé. Y tu coartada me pareció un poco endeble. Por eso decidí echarte una mano y discurría aquella estúpida historia de haberte visto tecleando en tu habitación. Y cuando me enteré de que tú habías dicho que me viste asomar la cabeza, bueno, aquello acabó de afirmarme en mis sospechas. Aquello y la extraña conducta de Linda.
—No te diste cuenta —repuso Kenneth Marshall con un suspiro— de que yo dije que te había visto por el espejo con objeto de apoyar tu declaración. Pensé... pensé que necesitabas que alguien corroborase.
Rosamund se le quedó mirando, estupefacta.
—¿Pero es que creíste que yo había matado a tu mujer?
Kenneth Marshall se agitó intranquilo.