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—Era muy joven, por supuesto; acababa de cumplir los veintiún años. Se enamoró de ella locamente. Ella murió cuando Linda nació, un año después de su matrimonio. Creo que a Ken le impresionó terriblemente su muerte. Después se dedicó a divertirse, supongo que para olvidar.

Hizo una pausa y continuó:

—Y luego sucedió lo de Arlena Stuart. Ella aparecía en las revistas por aquel tiempo. ¿Recuerda el caso de divorcio Codrington? Lady Codrington se divorció por causa de Arlena Stuart. Se dijo que lord Codrington estaba completamente ciego por ella. Se creía que se casaría tan pronto como la sentencia fuese firme. Pero cuando llegó el momento, no se casaron. Él la plantó. Creo que ella lo demandó por incumplimiento de promesa. El asunto produjo mucho ruido por aquel entonces. Pero lo más sensacional fue cuando Ken va y se casa con ella. ¡El necio... el muy necio!

—A un hombre se le puede disculpar tal necedad —murmuró Poirot—; ella es guapa, señorita.

—Sí, de eso no hay duda. Se produjo otro escándalo hará unos tres años. El viejo sir Roger Erskine le deja hasta el último penique de su dinero. Yo creí que aquello abriría los ojos a Ken...

—¿Y no fue así?

Rosamund Darnley se encogió de hombros.

—Ya le dije que hace años que no le veía. La gente dice que lo tomó con absoluta ecuanimidad. Me hubiera gustado saber la causa. ¿Es que cree tan ciegamente en ella?

—Pudo haber otras razones.

—Sí. ¡Orgullo! No sé lo que realmente siente por ella. Nadie lo sabe.

—¿Y ella? ¿Qué siente por él?

Rosamund miró fijamente a Poirot.

—¿Ella? Es la mujer más coqueta del mundo y también la más insaciable devoradora de oro. ¡Arlena se divierte con cualquier cosa con pantalones que se ponga a su alcance!

Poirot hizo un gesto de conformidad.

—Sí —dijo—. Es cierto lo que usted dice... Sus ojos buscan una sola cosa... hombres.

—Y ahora parece ser que los ha puesto en Patrick Redfern —dijo Rosamund—. Él es un hombre arrogante, un poco ingenuo, enamorado de su mujer y sin experiencia. Esa es la clase de caza que le gusta a Arlena. La señora Redfern me es muy simpática y es muy bonita a su manera. Pero... no creo que tenga la menor probabilidad de triunfar sobre una tigresa como Arlena.

—Creo lo mismo —suspiró Poirot.

—Me han dicho que Cristina Redfern fue maestra de escuela —añadió Rosamund—. Es de las que creen que el alma siempre vence a la materia. Va a ser un cruel desengaño para ella esta vez.

2

Linda Marshall se miraba con indiferencia el rostro en el espejo de su dormitorio. Le desagradaba su cara en extremo. En aquel momento le parecía que era casi todo huesos y pecas. Observó con disgusto su pesada mata de cabellos castaños rojizos (arratonados, como ella los llamaba en su imaginación), sus ojos grises verdosos, sus pómulos demasiado salientes y la larga y agresiva línea de la barbilla. La boca y los dientes no eran quizá tan feos... Pero, ¿qué eran los dientes después de todo? ¿Y qué era aquella mancha que le estaba saliendo en un lado de la nariz?

Decidió con un suspiro que no era una mancha, y pensó para sí: «Es espantoso tener dieciséis años sencillamente espantoso».

Uno sabe, generalmente, cómo es. Linda era tan desgarbada como un potro joven y tan pecosa como un erizo, pero se daba cuenta de su falta de gracia y de que no era ni niña ni mujer. En el colegio estaba aceptable. Pero ahora lo había abandonado. Nadie parecía saber lo que iba a ser después. Su padre hablaba vagamente de enviarla a París el próximo invierno. Linda no quería ir a París... pero no quería quedarse en casa tampoco. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que aborrecía a Arlena.

El joven rostro de Linda se puso serio y la mirada de sus verdes ojos se endureció. Arlena...

«Es una bestia... una bestia», pensó.

¡Madrastras! Era una desgracia tener una madrastra, todo el mundo lo decía. ¡Y era cierto! Y no era que Arlena fuese mala para ella. La mayor parte del tiempo ni siquiera se preocupaba de la joven. Pero cuando lo hacía, había una despectiva expresión en sus miradas y en sus palabras. La gracia y la armonía de los movimientos de Arlena destacaban aún más la torpeza de adolescente de Linda. Con Arlena al lado, la muchacha sentía toda la falta de madurez y todo el desgarbo de sus dieciséis años.

Pero no era aquello solamente. No era aquello todo.

Linda buscó torpemente en los rincones de su imaginación. No tenía habilidad para clasificar sus emociones y ponerles un nombre. Lo que buscaba era algo que expresase lo que Arlena «hacia» a la gente... a la casa... a su padre.

«Es mala, pensó con decisión, muy mala, muy mala».

Pero ni siquiera con esto expresaba su sentir. No podía limitarse a levantar la nariz con un respingo de superioridad moral y arrojar a aquella mujer de la imaginación.

Era algo que Arlena hacía a la gente. A papá. Papá era completamente diferente.

Desmenuzó aquel pensamiento. Papá, presentándose a sacarla del colegio. Papá llevándosela a realizar un viaje por mar. Papá se casa... con Arlena. Papá siempre reservado, pensativo...

«Y todo seguirá como ahora, pensó Linda. Día tras día... meses y meses... No podré resistirlo.»

La vida se extendía ante ella interminable, como una serie de días oscurecidos y amargados por la presencia de Arlena. Ella era todavía una chiquilla para tener un poco de sentido de la proporción. A Linda, un año se le antojaba una eternidad.

Una negra oleada de odio contra Arlena invadió su imaginación.

«Quisiera matarla, pensó. ¡Oh!, desearía que muriera...»

Apartó la mirada del espejo para mirar hacia el mar. Aquel sitio era realmente divertido. O podía serlo. Docenas de ellos por explorar. Y sitios donde podía uno esconderse sin que nadie pudiera encontrarle. Y había cuevas, también, como le habían dicho los muchachos de Cowan.

«Si Arlena desapareciese, yo podría divertirme», pensó Linda.

Su imaginación retrocedió a la noche de su llegada. Había sido emocionante. La marea alta cubría la calzada. Tuvieron que atravesarla en un bote. El hotel le había parecido desacostumbradamente atractivo. Y de pronto, en la terraza, una mujer alta y morena se había acercado a ellos exclamando:

—¡Qué sorpresa, Kenneth!

Y su padre, con aire de sorprendido, exclamó a su vez:

—¡Rosamund!

Linda consideró a Rosamund Darnley con esa mirada crítica y severa de los jóvenes. Y decidió que le agradaba Rosamund. Rosamund, pensó, era buena. Sus cabellos le sentaban admirablemente. Su traje era muy elegante. Y tenía en el rostro una expresión jovial, como si estuviera satisfecha de sí misma. Rosamund, en fin, le fue simpática a Linda. Y Rosamund no trató a Linda como si fuese una chiquilla tonta. La trató como si fuese un verdadero ser humano. Linda rara vez se sentía verdadero ser humano, y quedaba profundamente agradecida cuando alguien parecía considerarla como tal.

Papá pareció también muy contento de ver a miss Darnley.

Era chocante aquel aspecto tan diferente que presentó de pronto. Parecía... parecía... ¡parecía un joven! Reía con extraña risa juvenil. Ahora que recordaba, Linda rara vez le había oído reír.

Sintió una rara curiosidad. Era como si hubiese vislumbrado una persona del todo distinta en aquel señor que creía conocer tan a fondo.

«¿Cómo sería papá cuando tenía mi edad?», se preguntó.

Pero era demasiado difícil de averiguar y renunció a ello.

Una idea cruzó su imaginación.

¡Qué bien lo habrían pasado si hubiesen venido solos ella y papá... y hubiesen encontrado allí a miss Darnley!

Durante un minuto desfiló por delante de sus ojos un panorama luminoso. Papá, riendo juvenil, miss Darnley y ella cogidas de sus brazos, y luego todas las diversiones que podrían encontrarse en la isla, playas, baños, cuevas, ensenadas...