—Ya lo creo.
—¡Qué hermosos aquellos días!
—¡Oh, sí!
—Tú no has cambiado mucho, Rosamund.
—Por el contrario, he cambiado enormemente.
—Has triunfado, eres rica y famosa, pero eres la misma Rosamund de otros tiempos.
—¡Ojalá lo fuese! —murmuró Rosamund.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada. ¿No es una lástima, Kenneth, que no podamos conservar la bella ingenuidad y los hermosos ideales que teníamos cuando éramos jóvenes?
—No recuerdo la bella ingenuidad de que me hablas, querida. Sólo recuerdo que te daban unas rabietas espantosas. En cierta ocasión casi me ahogaste en uno de tus arrebatos de furia.
Rosamund se echó a reír.
—¿Recuerdas el día que llevamos a Toby a cazar ratas de agua? —preguntó.
Pasaron algunos minutos recordando viejas aventuras.
Luego se produjo una pausa.
Los dedos de Rosamund jugaban con el cierre de su bolso.
—¿Kenneth? —dijo ella al fin.
Él no contestó. Continuaba tendido sobre la hierba, boca abajo.
—Si te digo algo, que será probablemente de una impertinencia ultrajante, ¿no me volverás a hablar?
Él rodó sobre un costado y se incorporó.
—No creo —dijo gravemente— que pueda parecerme impertinente nada de lo que tú me digas.
Rosamund hizo un gesto de agradecimiento para disimular la satisfacción que le producían sus palabras.
—Kenneth, ¿por qué no te divorcias de tu mujer?
El rostro de él se alteró, se endureció. Desapareció de él la expresión de serenidad. Sus manos sacaron una pipa del bolsillo y empezaron a llenarla.
—Perdona si te he ofendido —murmuró Rosamund..
—No me has ofendido —dijo él tranquilamente.
—Entonces, ¿por qué no me contestas?
—No me comprenderías, querida.
—¿Tan enamorado estás de ella?
—Por algo me casé.
—Lo sé. Pero es una mujer... un poco llamativa. Te convendría divorciarte de ella, Ken.
—Querida, no tienes razón para decir una cosa así. Que los hombres pierdan un poco la cabeza por ella, no significa por ella pierda la suya también.
Rosamund pensó un poco su réplica y dije al fin:
—Podrías arreglarlo para que ella se divorciase de ti... si lo prefieres de ese modo.
—Claro que podría.
—Pues deberías hacerlo, Ken. Te lo digo de veras. Piensa en la chiquilla.
—¿En Linda?
—Sí. Linda.
—¿Qué tiene que ver Linda con nuestro asunto?
—Arlena no es buena para Linda. No lo es realmente. Linda siente mucho las cosas.
Kenneth Marshall aplicó un fósforo a su pipa. Y dijo entre dos bocanadas:
—Sí algo hay de eso. Sospecho que Arlena y Linda no se entienden muy bien. Quizá la muchacha no es del todo razonable. Es un asunto un poco molesto.
—A mí Linda me gusta muchísimo. Encuentro en ella cualidades hermosas.
—Se parece a su madre —atajó Kenneth—; toma las cosas muy a pecho como Ruth.
—¿Entonces, no crees... realmente... que debes separarte de Arlena? — insistió Rosamund.
—¿Arreglar un divorcio?
—Sí. La gente lo hace así todos los días.
—Sí, y eso es precisamente lo que aborrezco —dijo Kenneth Marshall con repentina vehemencia.
—¿Aborrecer? —repitió ella, asombrada.
—Sí. Me repugna el ambiente de nuestros días. ¡Si uno toma una cosa y no le agrada, no hay más que deshacerse de ella lo más rápidamente posible! La conciencia, la buena fe no cuenta para nada. Se casa uno con una mujer, se compromete a velar por ella y lo tira uno todo por la borda de la noche a la mañana. Estoy cansado de matrimonios rápidos y de divorcios relámpago. Arlena es mi mujer y no un objeto del que puede prescindir en cuanto me molesta un poco.
—¿De manera que piensas así? —dijo Rosamund en voz baja—. «Hasta que la muerte nos separe», como dijo el poeta.
—Así es —dijo Kenneth Marshall, inclinando la cabeza.
2
Mister Horace Blatt, al volver a Leathercombe Bay, y cuando bajaba por una estrecha y retorcida vereda, estuvo a punto de derribar a mistress Redfern en una revuelta.
Mientras la señora se apartaba bruscamente para evitar el atropello, mister Blatt detuvo su «Sunbeam» aplicándole vigorosamente los frenos.
—¡Hola, hola! —saludó mister Blatt alegremente.
Era un hombrachón de rostro apoplético con un fleco de cabellos rojizos en torno a una gran calva reluciente.
La ambición aparente de mister Blatt era ser el alma y vida del lugar donde acertase a estar. El Jolly Roger Hotel, según su opinión, expresada un poco ruidosamente, necesitaba un poco de alegría. A él le chocaba la manera que tenía la gente de escabullirse y desaparecer en cuanto él entraba en escena.
—Casi la convierto a usted en mermelada de madroños— comentó alegremente.
—Poco faltó —contestó Cristina Redfern.
—Suba usted —ofreció mister Blatt.
—Oh, gracias... voy a seguir paseando.
—No haga usted tal tontería. ¿Para qué sirven los coches?
Cediendo a la necesidad, Cristina Redfern subió al vehículo. Mister Blatt volvió a poner en marcha el motor, que H había parado debido a la brusquedad con que el conductor frenó.
—¿Y qué hace usted paseando por aquí tan sola? —inquirió mister Blatt—. Eso no está bien, tratándose de una muchacha tan bonita.
—¡Oh, me gusta pasear sola! —se apresuró a decir Cristina.
Mister Blatt le dio un terrible codazo, al mismo tiempo que se le desviaba el coche hasta casi el borde del camino.
—Las muchachas siempre dicen eso —murmuró—; pero no lo sienten. Lo que pasa es que el Jolly Roger necesita un poco de animación. Allí no hay vida. Y es que se hospedan en él una colección de momias. Aquel viejo angloindio aburre a cualquiera, y el párroco y los americanos son una invitación al bostezo. ¡Pues mire que aquel extranjero con aquel bigote...! ¡Qué risa me da su bigote! Y creo que se trata de un peluquero o algo por el estilo.
—¡Oh, no; es un detective! —aclaró Cristina Redfern.
Mister Blatt casi dejó que el coche fuese otra vez a la cuneta.
—¿Un detective? ¿Quiere usted decir que anda disfrazado?
—¡Oh, no; es realmente así! Se llama Hércules Poirot, Tiene usted que haber oído hablar de él.
—¿No ocultará su verdadero nombre? ¡Oh, sí; he oído hablar de él! Pero creí que ya había muerto. ¿Qué estará buscando por aquí?
—No busca nada. Está pasando sus vacaciones.
—Bien, quiero suponer que sea así —dijo mistar Blatt con acento de duda—. ¿Pero verdad que tiene aspecto de peluquero?
—Quizá nada más un poco extraño —dijo Cristina.
—Eso será —convino mister Blatt—. A mí que me den siempre ingleses, aun tratándose de detectives.
Llegaron al pie de la colina y, con gran algarabía de triunfantes bocinazos, mister Blatt metió el coche en el garaje del Jolly Roger, que estaba situado, por causa de las mareas, en los terrenos opuestos al hotel.
3
Linda Marshall se encontraba en la pequeña tienda que abastecía a los visitantes de Leathercombe Bay. Uno de sus lados estaba ocupado por estanterías llenas de libros, que podían alquilarse por la suma de dos peniques. Los más modernos tenían diez años de antigüedad, otros, veinte años, y algunos bastantes más.
Linda cogió primero uno y luego otro, dudando, y los examinó. Y como decidiera que no podía, posiblemente, leer ninguno de ellos, sacó del estante un pequeño volumen encuadernado en cuero castaño.
Pasaba el tiempo...