Desgraciadamente, a Meredith le fue difícil imaginarse a alguna mujer que estuviera dispuesta a casarse con el heredero de un condado, pero a riesgo de morir dos días después.
– Pero seguramente…
– Dígame, miss Chilton-Grizedale, ¿estaría usted dispuesta a correr ese riesgo? -Se detuvo junto a ella, y de repente pareció que la habitación se hubiera encogido considerablemente-. ¿Se arriesgaría a perder la vida por convertirse en mi esposa?
Meredith luchó contra el impulso de echarse hacia atrás para encontrar algo de alivio al progresivo calor que ascendía por su cuello. Sin embargo, levantó la barbilla y se enfrentó directamente a él.
– Por supuesto que no me gustaría morir dos días después de mi boda, si es que tengo que creer en ese tipo de maleficios. Algo que, a pesar de sus contundentes argumentos, todavía estoy dispuesta a ver como una serie de desafortunadas coincidencias. Sin embargo, el asunto no merece discusión en este caso, señor, porque no tengo ningún deseo de casarme jamás.
– Eso la coloca en una categoría de mujeres que creo que deben hacerlo todo solas -dijo él denotando la sorpresa a través de sus gafas.
– Nunca he tenido problemas con la soledad. -Ella ladeó la cabeza y lo observó estudiándolo durante unos segundos, luego pregunte:
– ¿Normalmente suele usted colocar a las personas en «categorías»?
– Me temo que sí. Lo hago casi sin pensar. Personas, objetos, casi todo. Siempre lo he hecho. Es un rasgo bastante común entre los científicos.
– La verdad es que yo suelo hacer lo mismo, aunque no soy científico.
– Qué interesante. Dígame, miss Chilton-Grizedale, ¿en que categoría me ha colocado a mí?
– La categoría de «no es como esperaba» -soltó de buenas a primeras sin siquiera pensarlo.
En el momento en que aquellas palabras salían de su boca, se sintió inundada de vergüenza. Cielos, esperaba que no se le ocurriera preguntar qué quería decir con eso, porque no sabría cómo decirle que había esperado encontrarse con una versión envejecida del mofletudo empollón del retrato, pero que ahora le parecía demasiado… diferente.
Philip la miró con una intensidad que hizo que ella sintiera la necesidad de moverse.
– Esto es muy interesante, miss Chilton-Grizedale, porque esa es precisamente la categoría en la que yo la he colocado a usted.
Unos sentimientos desconocidos para ella la desconcertaron, pero Meredith los echó a un lado y adoptó su tono de voz más arisco.
– Ahora que los dos estamos colocados en categorías, volvamos a nuestro problema presente. -Su cerebro trabajaba deprisa, intentando plantear la situación de la mejor manera posible-. Hoy es primero de mes, creo que el mejor plan es que aplacemos la boda hasta, digamos, el día 22. Eso le dará tiempo más que suficiente para buscar en sus cajas. -«Y me dará a mí el tiempo necesario para pulirlo y convertirlo en un material algo más casable, para que nadie pueda poner en duda que he negociado una boda brillante», pensó-. Esta vez será una boda privada y con pocos invitados, quizá en el salón de la casa de su padre. -En su mente imaginó la colocación de las flores, y los elogios efusivamente publicados en el Times el día después, restableciendo su reputación-. Solo nos falta convencer a lady Sarah de que esta es la mejor solución. ¿Cree que para entonces habrá logrado deshacer ese maleficio usted solo?
– Tengo toda la intención de hacerlo.
Un ligero destello de esperanza hizo nido en el pecho de Meredith. Sí, acaso era posible que se salvara la situación. Aunque, sin duda, la situación no era de lo más halagüeña, todavía no se había convertido en un completo y total desastre. Se agarró a esa idea como a una balsa salvavidas, para no dejarse llevar por la corriente de la desesperación. Maldita sea, ¡todo aquello era tan injusto! ¡Había trabajado tan duro! ¡Había sacrificado tantas cosas para obtener el respeto que tan desesperadamente deseaba conseguir! No podía perderlo ahora… no otra vez. No podría soportar la idea de volver a pasar de nuevo por todo aquello… las mentiras, los engaños, los robos. Cerró por un momento los ojos. No. No podía volver a suceder. Él se salvaría del maleficio y todo acabaría bien. Tenía que ser así.
Alguien llamó a la puerta y lord Greybourne contestó:
– Pase.
Lord Hedington entró en la habitación con un aspecto que parecía el de un volcán a punto de hacer erupción.
– ¿Ha hablado con los invitados? -preguntó lord Greybourne.
– Sí. Les he dicho que lady Sarah estaba enferma, pero los comentarios sobre que usted se ha echado para atrás corren ya de boca en boca. No hay duda de que esta detestable historia será portada del Times.
– Lord Greybourne y yo hemos estado hablando de la mejor manera de salvar esta situación, su Excelencia -intervino Meredith tras carraspear-. Lord Greybourne cree que podrá encontrar el pedazo de piedra que falta, y que de ese modo será capaz de contrarrestar el maleficio. A partir de ese supuesto, he pensado que podríamos aplazar la boda hasta el día 22. Enviaré inmediatamente una nota al Times para acallar cualquier chismorreo.
La mirada de lord Hedington fue saltando de uno a otro, y luego su cabeza se inclinó en un gesto de aprobación.
– Muy bien. Pero antes espero poder asegurarme de que mi hija no ha sufrido ningún daño. Hasta que no esté seguro de que se encuentra a salvo no habrá boda, a pesar del detestable escándalo. Y ahora voy a volver a casa para leer esa nota que dice haberme dejado allí -contestó, y salió de la sala girando sobre sus talones.
– Le ofrezco mi ayuda en la búsqueda de la piedra, lord Greybourne -dijo Meredith mirando a lord Greybourne.
– Se lo agradezco. Pero no imaginaba que fuera usted una granjera, ¿no es así miss Chilton-Grizedale?
«Por el amor de Dios, este hombre está tarado.»
– ¿Granjera? Por supuesto que no. ¿Por qué me lo pregunta?
– Porque creo que este trabajo será como estar buscando una aguja en un pajar.
Unos ojos pequeños observaban la colección de arte egipcio que descansaba sobre terciopelo rojo, metida en una caja de cristal en el Museo Británico. De qué manera tan perfecta armonizaba ese color con aquellas piezas, el color de la sangre. Sangre que había sido vertida y sangre que iba a ser vertida.
«Tu sangre, Greybourne. Vas a sufrir por el daño que has causado. Pronto.»
Muy pronto.
3
Meredith caminaba lentamente por la acera que conducía, a su modesta casa en Hadlow Street. Aunque aquella zona estaba lejos de los barrios más de moda de Londres, todavía era un barrio respetable. Y a ella le gustaba su casa con el apasionado orgullo de alguien que ha tenido que luchar duro por lo que quería conseguir. Y más que nada en el mundo, Meredith quería tener una casa. Una verdadera casa. Una casa respetable.
Por supuesto que sabía que jamás se convertiría en miembro de la alta sociedad, pero su asociación con las personas pudientes, a pesar de que ella estuviera al margen, le aportaba el grado de respeto que durante toda su vida había implorado tener.
Ahora sus píes se movían a paso de tortuga. Temía abrir la puerta principal y tener que decirles a las tres personas que más quería en el mundo que había fracasado. Que su vida, esa fachada que tan cuidadosamente había construido, estaba a punto de desmoronarse como un castillo de naipes. ¿Sería posible que Albert, Charlotte y Hope ya lo supieran? Los cotilleos corren tan deprisa…
La puerta de madera de haya que acababa de abrirse hizo aparecer la expectante sonrisa de Albert Goddard. Charlotte Carlyle estaba de pie a su lado, con sus normalmente tranquilos ojos verdes abiertos en señal de inquieta espera. Hope, la hija de Charlotte, miraba a hurtadillas desde detrás de la falda verde oscuro de su madre, y en el momento en que vio aparecer a Meredith, echó a correr hacia ella.