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– Sí, estoy seguro de que así es. Pero no creo que haya nada malo en la manera como visto.

– Puede que no, si estuviera dando vueltas por el desierto o navegando por el Nilo. Usted mismo acaba de admitir su carencia de conocimientos acerca del comportamiento humano moderno. Sin embargo, yo soy una especie de experta en ese tema. Por favor, créame cuando le digo que su atuendo es impresentable para salir de casa. -Sus labios dibujaron una larga línea-. Y también es impresentable para recibir visitas. En definitiva, es sencillamente inaceptable.

– ¿Te parezco impresentable? -preguntó Philip dirigiéndose a Bakari.

Bakari se quedó desconcertado y salió del vestíbulo de una manera muy poco servicial. Philip se dio media vuelta para dirigirse otra vez a miss Chilton-Grizedale.

– Si piensa usted que me voy a disfrazar como un ganso escrupuloso y acicalado solo para parecer «presentable» ante extraños que no me importan nada en absoluto, está usted muy equivocada.

– Los miembros de la alta sociedad, tanto si usted tiene un conocimiento personal de ellos como si no, son sus iguales, lord Greybourne, no son extraños. Este tipo de augusta compañía le da a uno respetabilidad. ¿Cómo puede tomarse esto tan a la ligera?

– ¿Y cómo puede tomárselo usted tan en serio?

– Acaso porque, en tanto que mujer que depende de sí misma para ganarse la vida, mi respetabilidad es una de las cosas más importantes para mí, y es algo que me tomo muy en serio -replicó ella alzando la barbilla-. Lady Sarah no es una extraña. Ni tampoco su hermana, de la que he oído hablar mucho. ¿Me está diciendo que no le importan a usted lo más mínimo?

– Catherine no es tan superficial como para condenarme porque no voy vestido a la última moda.

Las mejillas de ella se tiñeron de rojo brillante por esa maliciosa observación.

– Pero, le guste o no, su comportamiento repercutirá tanto en su prometida como en su hermana, por no mencionar a su padre. Si no le preocupa su propia reputación, píense al menos en la de ellos. -Sus cejas se arquearon-. ¿O es que un aventurero como usted es tan egoísta como para no poder hacerlo?

Esas palabras le llenaron de disgusto. Qué mujer tan irritante. Y más aún porque no podía negar que, en cierto sentido, tenía razón. Ahora que había vuelto a los límites moderados de la «civilización» sus actos podrían tener repercusiones en los demás. Durante diez años solo había tenido que preocuparse de sí mismo. Su salida de Inglaterra había marcado el inicio de un tiempo en el que podía decir o hacer lo que le diese la maldita gana de hacer o decir, sin la censura de la alta sociedad -o de su padre- cayéndole siempre encima. Había descubierto lo que era la libertad; una libertad que no suponía que podía ser restringida de ninguna manera. Pero hubiera preferido que le picara una cobra antes que herir de alguna manera a Catherine.

– Me cambiaré de ropa -dijo Philip, incapaz de refrenar un gruñido en su voz.

Ella le lanzó una sonrisa satisfecha -no, engreída-, que parecía gritarle: «Por supuesto que lo hará», y que hizo aumentar su irritación en varios puntos. Murmurando entre dientes algo sobre mujeres autoritarias, se retiró a su dormitorio, y regresó al cabo de unos minutos. Sus concesiones consistían en haberse puesto un par de pantalones «adecuados» y una chaqueta por encima de su amplia camisa, con la intención de dejarse la misma desabrochada.

Cuando ella alzó las cejas y parecía que estaba a punto de comentar algo, él dijo:

– Voy a un almacén. A trabajar. No voy a que me pinten un retrato. Esto es lo máximo que va a conseguir de mí. Es esto o nada.

– No debería desafiarme -dijo ella mirándolo fijamente con los ojos entornados.

Él se acercó hacia la puerta, y se quedó sorprendido cuando vio que ella no se movía de su sitio, aunque se alegró al notar que estaba aguantando la respiración.

– ¿No sabía usted que las temperaturas en Egipto o en Siria pueden llegar a niveles en los que se puede ver realmente el calor irradiando desde el suelo? Estoy bastante acostumbrado a llevar la mínima ropa. O a no llevar nada. Así que retarme puede que no sea lo más acertado.

Las mejillas de ellas se ruborizaron y sus labios se estiraron en una recta línea de desaprobación.

– Si piensa que me va a impresionar con esas palabras, lord Greybourne, está usted condenado al fracaso. Si quiere usted avergonzarse a sí mismo, a su prometida y a su familia, yo no puedo detenerle. Solo espero que sea capaz de actuar de manera decorosa.

– Supongo que eso significa que no puedo desvestirme en el vestíbulo. Qué pena -dijo él aparentando dramatismo. Y luego, ofreciéndole a ella el brazo, añadió-: ¿Me permite?

Él la miró fijamente a los ojos y observó que eran de un extraordinario color azul mar Egeo. Brillaban con determinación y persistencia, pero había en ellos algo más que le fue imposible definir. A menos que estuviera equivocado, cosa que no solía sucederle en ese tipo de observaciones, los ojos de miss Chilton-Grizedale también parecían esconder algún oscuro secreto, un secreto que despertaba su curiosidad e interés.

Todo eso, junto con su inclinación a llevar el bolso lleno de piedras, empezaba a convertirla en un intrigante rompecabezas.

Y él tenía una increíble debilidad por los rompecabezas.

4

Meredith se sentó en los lujosos cojines de terciopelo gris del carruaje de lord Greybourne y se dedicó a observar a su acompañante. Al principio lo hizo de soslayo, con el rabillo del ojo, mientras fingía que estaba mirando por la ventana las tiendas y la gente que paseaba por Oxford Street. Sin embargo, él estaba tan concentrado estudiando el contenido de su gastado diario de piel que ella pudo dedicarse a observarlo descaradamente, con franca curiosidad.

El hombre que estaba sentado frente a ella era la completa antítesis del muchacho del cuadro que colgaba de la pared del salón de la casa de su padre en Londres. Su piel no era pálida, sino de un cálido color dorado, que hablaba del tiempo pasado bajo el sol. Unos reflejos dorados iluminaban su espeso y ondulado cabello, el cual llevaba mal peinado como si se hubiera pasado los dedos entre los mechones. De hecho, como si le hubiera leído los pensamientos, en ese momento él alzó una mano y metió los dedos entre sus cabellos.

Ella bajó lentamente la mirada. Nada quedaba de aquel muchacho blando y fofo en el adulto lord Greybourne. Ahora tenía un aspecto duro y enjuto, y completamente masculino. Su chaqueta corta de color negro azulado, a pesar de sus numerosas arrugas, abarcaba sus anchos hombros, y los pantalones de color pardo que se había puesto enfatizaban sus musculosas piernas de una manera que, si ella hubiera sido de cierto tipo de mujeres, podrían haberla inducido a lanzar un auténtico suspiro femenino.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que dejaban escapar suspiros femeninos.

Para más contraste con su aspecto juvenil, a pesar de sus ropas bien confeccionadas y con telas de calidad, lord Greybourne tenía una apariencia de algo inacabado, sin duda como resultado de su pañuelo ladeado y de esos gruesos mechones de cabello que caían desordenadamente sobre su frente de una manera que, si ella hubiera sido de ese tipo de mujeres, se habría sentido tentada a tomar uno de esos mechones sedosos y colocárselo de nuevo en su sitio.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que se sentían tentadas a tales extravíos.

Él levantó la vista, y sus ojos rodeados por unas gafas con montura de metal se cruzaron con los de ella. En el cuadro, los ojos de lord Greybourne parecían de un apagado castaño sin brillo. Sin duda, el artista había fracasado al no poder capturar la inteligencia y la intensidad de aquellos ojos. Y tampoco se podía negar que el semblante de lord Greybourne ya no era el de un muchacho joven. La blandura de sus rasgos había sido reemplazada por finos ángulos, por una firme mandíbula cuadrada y por unos pómulos prominentes. Su nariz era la misma, sólida y afilada. Y su boca…