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– ¿Es muy grande la piedra?

Él dio la vuelta a su mano, sin apartarla del diario, mostrándole la palma.

– Aproximadamente del tamaño de mi mano, y de unos cinco centímetros de grueso. Creo que la parte que falta debe de tener el mismo tamaño, o acaso sea un poco más pequeña -dijo cerrando la mano en un puño.

Ella se quedó mirando su puño cerrado, cuyo peso notaba a través del libro sobre los muslos. Le pareció que podía sentir el calor de aquella mano masculina a través del diario, y experimentó una inquietante y perturbadora sensación que parecía calentarla desde dentro hacia fuera. Se sintió golpeada por una imperiosa urgencia de cambiar de posición en su asiento y tuvo que luchar consigo misma para no moverse. Él parecía no darse cuenta de lo impropio que era ese tipo de familiaridades. Y con toda seguridad ella debería habérselo dicho, si hubiera sido capaz de encontrar la manera de hacerlo.

Afortunadamente, el carruaje aminoró la marcha y lord Greybourne se volvió a echar hacia atrás, apartando la mano del diario. Miró por la ventana permitiendo con ello que Meredith dejará escapar un suspiro sin que él siquiera se diera cuenta.

– Ahí enfrente está el almacén -le anunció Philip.

Excelente. Ya que ella no podía esperar más tiempo para salir de aquel carruaje, que parecía hacerse más pequeño conforme pasaba el tiempo.

Unos minutos más tarde, sintiéndose mucho mejor después del pequeño paseo tras abandonar el carruaje, Meredith entraba en el enorme y débilmente iluminado almacén. Montones de embalajes de madera estaban almacenados en hileras. Docenas de cajas. Cientos de cajas. Cajas enormes.

– Por el amor del cielo, ¿cuántas de estas cajas son suyas?

– Casi una tercera parte de todo lo que hay en el edificio.

– Seguramente está bromeando -dijo ella dándose la vuelta y mirándole fijamente.

– Me temo que no.

– ¿Dejó algo en alguno de los países que ha visitado?

Él se rió, y su risa produjo un eco sostenido y profundo en la vasta sala.

– No todas las cajas están llenas de antigüedades. Muchas de ellas contienen telas, alfombras, especias y muebles que he comprado para un negocio en el que estamos metidos mi padre y yo.

– Ya entiendo -dijo ella mirando hacia las inacabables hileras de cajas-. ¿Por dónde tenemos que empezar?

– Sígame.

Philip se introdujo por un estrecho pasillo, y los tacones de sus botas resonaron sordamente contra el suelo de madera. Ella le siguió mientras él avanzaba girando a un lado y a otro, hasta que se sintió como una rata en un laberinto. Al final llegaron a una oficina.

Sacó unas llaves del bolsillo de su chaqueta, abrió la puerta y le indicó que entrara. Ella cruzó el umbral y se encontró en una habitación pequeña, con casi todo el poco espacio ocupado por un enorme escritorio de madera de haya. Cruzando hasta el otro lado del escritorio, lord Greybourne abrió un cajón y extrajo dos delgados libros.

– El plan es abrir una caja, extraer el contenido, cotejarlo con estos libros y luego volver a guardar las cosas en la misma caja. Estos libros contienen la lista de cada uno de los objetos que hay en las cajas, todos ellos numerados.

– SÍ es así, ¿por qué debemos desempaquetar todas las cajas? ¿Por qué no echamos simplemente un vistazo al listado y buscamos algo como «media piedra con un maleficio» en esa lista?

– Por varias razones. Primero, porque ya he examinado estos libros y no parece que haya nada como «media piedra con un maleficio» en ellos, Segundo, porque es muy posible que esté en la lista, pero con una descripción demasiado imprecisa. Por lo que será necesario un examen visual del contenido de las cajas. Tercero, porque como yo no soy la única persona que ha catalogado estos objetos y que ha empaquetado estas cajas, no puedo estar seguro de que no se haya cometido algún error involuntario. Y por último, porque es muy posible que no encontráramos «media piedra con un maleficio» en estos libros, ya que la pueden haber archivado como parte de algún otro objeto. Por ejemplo, cuando yo encontré mi trozo de piedra, estaba en una caja de alabastro, por lo tanto…

– En el listado puede que solo aparezca una «caja de alabastro» sin que se especifique lo que hay en su interior.

– Exactamente. -Él cruzó hacía la otra esquina de la oficina, donde había una serie de mantas apiladas, y agarró un puñado de ellas-. Pondremos esto en el suelo para proteger los objetos que vayamos sacando de las cajas. Le sugiero que empecemos juntos con una caja para que se vaya familiarizando con el procedimiento, luego podremos trabajar cada uno por separado. ¿Cuento con su aprobación?

Cuanto antes se pusieran manos a la obra antes podrían encontrar la piedra. Entonces tendría lugar la boda, su vida volvería a sus cauces normales, y por fin podría olvidarse por completo de lord Greybourne.

– Manos a la obra.

Dos horas más tarde, Philip encontró entre los objetos una vasija de arcilla especialmente hermosa que recordaba haber desenterrado en Turquía. Su mirada se posó en miss Chilton-Grizedale, y sintió que le empezaba a faltar la respiración.

A causa del calor sofocante que hacía en aquel almacén mal ventilado, ella se había quitado su chal de encaje de color crema, del mismo modo que él se había quitado la chaqueta. Ella estaba doblada sobre una caja, con medio cuerpo dentro de la misma, intentando extraer un objeto. La tela de su falta moldeaba las femeninas curvas de sus nalgas. Las hermosas curvas femeninas de sus nalgas.

Aunque ella se había sentado en el carruaje a una prudente distancia delante de él-un transporte que le había parecido bastante espacioso hasta aquel momento-, Philip había estado todo el tiempo inquietantemente pendiente de ella. Sin duda a causa de su perfume… esa deliciosa fragancia de pastel recién sacado del horno que le abría el apetito. Como si fuera algo pecaminosamente comestible que hiciera que un hombre deseara tomar un pedazo.

Un dorado rayo de sol matinal entraba a través de la ventana capturándola en su halo. Había algo realmente vivo en aquella mujer. Por debajo de su tranquilidad, de su decoro exterior, él sentía fluir una energía reprimida. Una vitalidad cargada de pasión.

Y también estaba su color. Oscuros rizos brillantes contrastando con el color porcelana de su rostro, limpiamente pálido excepto por dos pinceladas de color durazno que teñían sus mejillas. Todo ello rematado por esos impresionantes ojos verde azulados, cuyo color le recordaba las aguas turquesas del mar Egeo, sin mencionar sus carnosos y apetecibles labios rojos…

Todo en ella parecía ser tan vivo. Tan lleno de color. Tan excepcional. Como una simple mancha de color pintada sobre una tela, por lo demás inmaculadamente blanca. Ella le recordaba las puestas de sol en el desierto: los ricos y vividos matices del sol de la tarde pintando en el cielo un impresionante contraste sobre el dorado de las interminables arenas.

Ella se movió, y por la mente de él cruzó una imagen -la más inoportuna y viva de las imágenes- de sí mismo acercándose a ella, tocando con sus labios la suave piel de su nuca, presionando su cuerpo contra sus formas femeninas… Una imagen fugaz que dejó un rastro de calor en su estela.

Philip sacudió la cabeza para alejar esa imagen sensual, y la sacudió de manera tan vigorosa que sus gafas resbalaron de su nariz. ¡Por todos los demonios!, ¿qué le estaba pasando? Normalmente él no era propenso a pensamientos lascivos, especialmente cuando estaba trabajando. Por supuesto, nunca antes había trabajado tan cerca de una mujer. Una mujer cuyas faldas susurraban a cada movimiento, haciéndole pensar en las curvas que escondían. Una mujer que olía como si acabara de salir de una confitería.

Una mujer que no era su prometida.

Ese pensamiento le hizo volver en sí y borrar los restos de esa incómodamente provocativa imagen de su mente. Se esforzó por mantener la calma. Sí, ella no era su prometida. Excelente. Ahora ya estaba de nuevo en el camino correcto. Le parecía que aquella mujer era molesta e irritante. Su intención era convertirlo en un atontado dandi, en un petimetre repeinado. Sí, eso estaba mucho mejor. Ella era su enemiga.