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Así y todo, cuando trató de apartar la mirada de las hechizantes curvas de su enemiga, falló por completo. La observó mientras ella extraía con cuidado un cuenco de madera de la caja y lo dejaba suavemente sobre la manta que había en el suelo. Luego se dio media vuelta para anotar algo en el libro, permitiéndole admirar su perfil.

Su nariz ligeramente respingona y su barbilla formaban un ángulo que solo podría describirse como obstinado. Ella frunció el entrecejo y se mordió el labio inferior, haciendo que él fijara la atención en su boca. Y qué boca tan hermosa. No podía decidir si esos labios gruesos, húmedos y deliciosos eran propios de un ángel o del mismísimo diablo. Miss Chilton-Grizedale era el ejemplo viviente de una mujer decente, pero no había nada decente en esa prometedora boca lujuriosa ni en los pensamientos ardientes que le inspiraba.

El cerró los ojos y se vio arrebatado por la imagen vivida de sí mismo tomándola entre sus brazos. Casi podía sentir sus curvas apretándose contra su cuerpo. Bajando la cabeza unió sus labios a los de ella. Cálidos, suaves, con un sabor delicioso… como un dulce y suculento postre. El beso se hizo más intenso; introdujo su lengua en la boca de ella y…

– ¿Le pasa algo malo, lord Greybourne?

Philip abrió los ojos de golpe. Ella le estaba mirando fijamente con expresión de sorpresa. El calor ascendía por su nuca y tuvo que luchar contra el impulso de arrancarse de un tirón su ya medio aflojado pañuelo.

– ¿Malo? No, ¿por qué lo pregunta?

– Estaba usted gimiendo. ¿Acaso se ha hecho daño?

– No.

Estar dolorido no es exactamente lo mismo que haberse hecho daño. Lo más lentamente que le fue posible movió el brazo para que el libro que sostenía ocultase la parte «dolorida» de su cuerpo. Demonios. He ahí las consecuencias de los muchos meses de celibato que había pasado.

¡Ah, claro! Sí, seguramente esos inusitados deseos lujuriosos que ella le inspiraba se debían al hecho de que habían pasado meses -muchos meses- desde la última vez que estuvo con una mujer. Se agarró a esa explicación como un perro callejero a un hueso. Por supuesto, no era más que eso. Simplemente se trataba de su cuerpo que estaba reaccionando a ella en respuesta a su larga abstinencia. Sin duda, habría sentido lo mismo cerca de cualquier otra mujer. El hecho de que esa… arpía hubiera inspirado aquellos lujuriosos pensamientos confirmaba su teoría.

Se sintió considerablemente reconfortado hasta que su voz interior resonó. «Pasas más de una hora a solas con lady Sarah -tu prometida- en la intimidad del escasamente iluminado salón, y ni por un momento tus pensamientos te llevan hasta ese punto.»

– ¿Ha descubierto usted algo? -preguntó ella.

«Sí. Que estás teniendo el más inaudito, inoportuno e inquietante efecto sobre mí. Y eso no me gusta ni pizca», pensó él.

– No. -Forzó una sonrisa que esperaba que no pareciera tan tensa como él mismo se sentía-. Solo ha sido un pequeño calambre por haber estado mucho tiempo agachado. -Observando el montón de objetos que estaban cuidadosamente alineados sobre la manta, añadió-: ¿Algo interesante en su caja?

– Todo lo que hay aquí es interesante. De hecho es fascinante. Pero no hay nada que se parezca ni remotamente a lo que estamos buscando. -Levantó las manos formando un arco que abarcaba todos los objetos que había a su alrededor-. Esto es realmente asombroso. Parece increíble que haya encontrado usted todas estas cosas. Es impresionante pensar que en otro tiempo estos objetos pertenecieron a personas que vivieron hace siglos. Debió de sentirse usted henchido de asombro cada vez que descubría uno de estos objetos.

– Sí. Henchido de asombro. Eso lo describe perfectamente.

– ¿Extrajo realmente con sus manos todos estos objetos del suelo?

– Algunos de ellos sí. Otros los compré con mi dinero. Otros los adquirí con fondos del museo. Y aún hay otros que los cambié por mercancías inglesas.

– Fascinante -murmuró ella. Se agachó de nuevo y recogió un cuenco pequeño-. ¿Quién podría desprenderse de un objeto tan hermoso?

– Alguien hambriento. Alguien que tal vez lo hubiera robado. Alguien desesperado. -El perverso demonio que había dentro de él le hizo avanzar hacia ella, como si quisiera desafiar a su cuerpo y a su mente a no reaccionar ante ella, como si necesitara una prueba de que lo que le había pasado hacía solo cinco minutos no era más que una enajenación pasajera. Se paró en seco cuando ya solo les separaban unos pocos pasos-. Las situaciones desesperadas suelen forzar a las personas a actuar como no lo harían en cualquier otra situación.

Algo brilló en los ojos de ella. Algo oscuro y lleno de dolor. Ella parpadeó y la angustia pareció desaparecer de sus ojos; y si no hubiera sido un brillo tan vivido y contundente, podría haber llegado a pensar que lo había imaginado.

– Estoy segura de que tiene razón -dijo ella en voz baja. Se quedó mirando el cuenco que aún sostenía en la mano y pasó la punta de un dedo por el satinado interior-. Nunca antes había visto nada como esto. Parece hecho de piedras pulidas. ¿Cómo se llama?

– Madreperla. Creo que esa pieza debe de datar aproximadamente del siglo dieciséis, y seguramente pertenecía a una mujer noble.

– ¿Cómo lo sabe?

– La madreperla se extrae del interior de la concha de un molusco, y está asociada al agua y a la luna, lo que la hace por naturaleza muy femenina. Aunque no son tan valiosas como las perlas, las madreperlas son igualmente muy caras, y solo pertenecían a personas con cierto nivel de riqueza.

El dedo de Meredith seguía moviéndose lentamente por el interior del cuenco, un movimiento hipnótico que captó la atención de él de una manera que deshizo cualquier esperanza de que su cuerpo no volviera a reaccionar ante ella.

– Hay algo tan hermoso, tan mágico en las perlas -dijo ella con una voz suave, como en trance-. Me recuerdo a mí misma cuando era niña observando un cuadro de una mujer con largos collares de brillantes perlas que le rodeaban el negro cabello. Pensaba que seguramente era una de las mujeres más hermosas que hubiera existido jamás. En el retrato, ella sonreía, y yo sabía que la razón por la que estaba feliz era porque llevaba esas perlas. -Una sonrisa melancólica rozó sus labios-. Me dije que algún día yo llevaría perlas como esas en el cabello.

Inmediatamente él se la imaginó con un collar de gemas blanquecinas rodeando sus oscuros bucles.

– ¿Y las tiene?

Ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. Él casi pudo ver la cortina cayendo sobre el vislumbre del pasado que ella había tenido, mientras los recuerdos se perseguían unos a otros ante sus ojos.

– No. Ni tampoco espero tenerlas ya. No era más que un deseo infantil.

– Mi madre tenía montones de perlas -dijo Philip-. En otro tiempo se pensaba que eran las lágrimas de los dioses. Simbolizan la inocencia; son talismanes para los inocentes y se dice que mantienen a los niños a salvo.

– ¿No sería entonces maravilloso que cada niño pudiera tener una? Para mantenerse a salvo.

– Sí, realmente lo sería.

Algo en el tono de voz de ella despertó su inquisitiva naturaleza, y se preguntó si estaría hablando de algún niño en concreto.

– ¿Sabía usted que los griegos y los romanos creían que las perlas nacían en las ostras cuando una gota de rocío o de lluvia penetraba en la concha? -dijo él intentando reconducir la conversación para no quedarse mirándola boquiabierto.

Pero en el momento en que esa pregunta cruzaba sus labios deseó haberse tragado sus palabras. Seguramente la mirada de ella reflejaría el aburrimiento que le provocaba ese tema. Él había pasado mucho tiempo alejado de la alta sociedad, pero aún recordaba perfectamente que ese tipo de relatos del saber histórico no eran muy populares entre los círculos de damas. Pero, muy al contrario, los ojos de ella se iluminaron con inconfundible interés.