– ¿De veras?
– Sí, aunque los chinos antiguos tenían una teoría mucho más curiosa. Creían que las perlas se concebían en el cerebro de los dragones. Se trataba de unas gemas muy raras, que los dragones guardaban entre sus dientes. La única manera de conseguir una perla era matando al dragón.
– Estoy segura de que el dragón tendría algo que decir al respecto.
Al mirarla y ver que sus ojos brillaban divertidos, él no pudo reprimir una sonrisa burlona en sus labios. Ahora, realmente, con esas manchas de polvo en el cabello, no parecía la aristocrática arpía que había pensado que era. De hecho, no podía recordar cuándo había sido la última vez que sintió una camaradería tan cómoda con una mujer, al menos con una típica mujer inglesa. Cuando era un muchacho, siempre se había sentido incómodo y torpe en presencia de las mujeres, como si se le hubiera comido la lengua el gato. Incluso cuando ya era un hombre joven, antes de marcharse de Inglaterra, siempre había carecido de la tranquila sofisticación de la que hacían gala la mayoría de sus contemporáneos. Afortunadamente, se había desecho de su incomodidad y de su vergüenza conforme había ido madurando lejos de su país, al haberse visto expuesto a otras culturas.
Su mirada se entretuvo en el rostro de ella, ligeramente sonrojado, sin duda a causa del calor que hacía en aquel almacén. Un poco de polvo se había depositado en su mejilla, y sin pensarlo, él se acercó para limpiárselo.
En el momento en que sus dedos rozaron la lisa mejilla de ella se dio cuenta de su error. La piel de ella era como de terciopelo color crema. Tan increíblemente suave. Tan pálida. Y su mano parecía oscura y áspera al lado de aquel cutis, como si allí estuviera fuera lugar. Lo cual por supuesto era así.
Sintiéndose como un completo idiota, especialmente teniendo en cuenta la manera como ella no se había inmutado -excepto por la forma en que le miraba, con los ojos abiertos como platos-, él bajó la mano y dio un paso atrás.
– Había una mancha de polvo en su cara.
Ella parpadeó varias veces, como si estuviera saliendo de un trance, con un vivo color tiñendo sus mejillas y hechizándolo a él aún más de lo que ya lo estaba. Por todos los demonios, aquella… fuera lo que fuese… atracción, tensión, se le diera el nombre que se le diera, no era una enajenación mental. Y fuera lo que fuese lo que había encendido la chispa de esa atracción, él estaba dispuesto a mandarla al demonio.
Ella dejó escapar una leve risa y se echó también varios pasos hacia atrás.
– Es muy cierto. Y sabe el cielo que no me apetece ir por ahí con la cara sucia.
Él buscó desesperadamente algo en su mente, algo que decir, lo que fuera, pero, maldita sea, lo único que se le ocurría era horriblemente inapropiado, incluso para él. Hubiese querido preguntar: «¿Puedo tocar de nuevo?». La calma que sentía hacía apenas unos momentos había vuelto a desaparecer. Con un solo suspiro aquella mujer le hacía volver a sentir toda la torpeza que él creía ya superada. He ahí otra razón para tenerle antipatía. Pero no le tenía antipatía. ¿O sí?
El hecho de que todavía sintiera un hormigueo en las yemas de los dedos que acababan de rozar su cara no cuadraba bien con la teoría de tenerle antipatía.
Justo en el momento en que el pesado silencio empezaba a hacérsele opresivo, el sonido de un portazo le sobresaltó y le sacó del estupor que le había provocado miss Chilton-Grizedale.
– ¿Está usted ahí, Greybourne? -gritó una voz profunda.
Philip dejó escapar un débil suspiro de alivio por la interrupción, pero enseguida frunció el ceño.
– Ahí parece que llega lord Hedington. -Alzando la voz, contestó-: Sí, aquí estoy. En la parte de atrás.
– Puede que traiga noticias de lady Sarah -dijo ella sin haber perdido su tono de voz esperanzado.
– Sí, lady Sarah. -«Tu prometida. La madre de tus futuros hijos. La mujer que debería estar ocupando tus pensamientos», se dijo él.
Meredith apretó los labios e, inclinándose, se sacudió el polvo de la falda en un intento por estar más presentable. Esperaba que lord Hedington trajera buenas noticias al respecto de lady Sarán, pero a pesar de lo que le recomendaba su razón, agradeció a las estrellas que hubiera llegado en ese momento de forma tan precipitada.
Lord Greybourne tenía sobre ella un extraño e inesperado efecto. El casi inocente roce de aquellos dedos sobre su mejilla le había hecho sentir como sí se le hubiera prendido fuego a la falda. Seguramente no había sido más que el resultado de haber estado a solas con él durante tanto tiempo. Sí, eso explicaba por qué, incluso aunque su atención estaba centrada en catalogar los objetos, ella había estado todo el tiempo intensamente consciente de su presencia. De cada uno de sus movimientos. De los sonidos de sus movimientos al abrir las cajas. Del ocasional cruce de una mirada.
Se suponía que debería haber estado hablando con él de la etiqueta, pero entre su fascinación por las antigüedades y su preocupación por su presencia, cualquier pensamiento sobre los modales había desaparecido de su mente.
Sus miradas se habían cruzado cuatro veces. Y cuatro veces había sentido como si cada partícula de aire hubiera desaparecido de la habitación. Cuatro veces él había sonreído a su manera torcida, esa manera que producía un hoyuelo en sus mejillas. Y cuatro veces ella se había dicho que no pasaba nada.
Pero las cuatro veces se había mentido. Sí que pasaba algo. Ese hombre encendía en ella sentimientos y deseos que la confundían y asustaban. Y a ella no le gustaba sentirse confundida o asustada.
No podía pasar por alto sus obvias carencias en cuanto a los modales y su franca naturaleza, pero incluso cuando solo estaban hablando de trabajo, demostraba ser -y así se lo parecía a ella- inteligente, divertido e inquietantemente atractivo.
Y eso estaba muy mal.
– Al fin le encuentro -dijo el duque al dar la vuelta a la esquina, con un entrecejo fruncido que arrugaba todo su rostro-. Yo… -Se sobresaltó al verla a ella, y al momento, quitándose el socarrón monóculo, dijo mirándola-: ¡Usted aquí!
– Miss Chilton-Grizedale me está ayudando a encontrar el pedazo de piedra que falta de la tablilla, su Excelencia -dijo Philip-. ¿Trae usted alguna novedad?
La mandíbula del duque subía y bajaba mientras miraba alternativamente a cada uno de ellos.
– Sí, tengo noticias. -Se paró al lado de Meredith y la señaló con un dedo acusador-. Todo esto es culpa suya.
Antes de que Meredith pudiera decir una palabra, lord Greybourne se colocó entre ella y el airado duque:
– Acaso quiera usted explicarse -dijo lord Greybourne en un tono de voz suave que no ocultaba el acero que había debajo. Ella se movió hacia un lado y se quedó junto a él.
Lord Hedington, con su enrojecida cara perruna, parecía una tetera a punto de vomitar un chorro de vapor.
– Y también le maldigo a usted, lord Greybourne. -Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de brocado y sacó de él un trozo de papel de vitela doblado-. Hace una hora que me llegó esta nota de mi hija… la nueva baronesa de Weycroft. Para asegurarse de que no se vería obligada a casarse con usted, se casó ayer con lord Weycroft con una licencia especial.
Las palabras del duque hicieron eco en el silencioso almacén. A Meredith le pareció que se le iba a parar el corazón, aunque sabía que su pulso seguía palpitando, porque podía sentirlo golpeando, no, aporreando, en sus oídos. Con el rabillo del ojo vio que lord Greybourne estaba completamente inmóvil.
– Parece ser que esa idea se le ocurrió después de conversar con usted en la galería -dijo furioso el duque-. Parece ser que desde hacía años estaba interesada en Weycroft, pero como sabía que su obligación era casarse de acuerdo con mis deseos, aceptó unirse a usted. -Sus ojos se clavaron en Meredith, la cual casi se quedó helada ante aquella gélida mirada-. Una boda que usted había preparado. Una boda que me había asegurado que sería beneficiosa para mí familia y para mi hija.