De repente ella se paró delante de él, ahora con la frente completamente lisa.
– Creo que tengo un plan, señor.
– Le ruego que no me tenga en suspenso, miss Chilton- Grizedale.
– Dejando aparte el hecho de que este maleficio le haga ser (al menos temporalmente) un hombre incasable, creo que esto también puede provocar una gran dosis de interés por su persona. Tenemos que hacer que eso sea una ventaja para nosotros. Con todos los rumores que están corriendo de boca en boca, deberíamos poner algo de nuestra parte en la situación. Tenemos que hacer saber que el acabar con ese maleficio no es más que una cuestión de tiempo, y, entretanto, ofreceremos una velada privada (por ejemplo una cena de gala) en la que yo le encontraré a la mujer adecuada. Por mucho que esté hechizado, ante la inminente promesa de romper el maleficio, las madres con hijas en edad de casarse no querrán dejar escapar la herencia de un condado de las manos de sus hijas.
– Y si no puedo…
Acercándose a él, ella le puso dos dedos sobre los labios interrumpiendo sus palabras, y su respiración. Luego, meneando la cabeza, murmuró:
– No lo diga. Podrá. Tiene que poder. Por su bien, y para mantener la promesa que le ha hecho a su padre antes de que su salud empeore, y por el bien de mi sustento y mi reputación.
Él quería decirle que, en realidad, era muy posible que no encontrara jamás el pedazo de piedra desaparecido y que no fuera capaz de romper el maleficio, y, por lo tanto, que nunca pudiera casarse. Pero para eso habría tenido que moverse, algo que en ese momento estaba más allá de sus fuerzas. Si se movía, los dedos de ella se separarían de sus labios, y eso era algo que no estaba dispuesto a permitir que sucediera. El roce de aquellos dedos contra sus labios le había paralizado y a la vez había encendido un fuego dentro de él.
No estaba seguro de cómo se reflejaba lo que sentía en su rostro, porque los ojos de ella estaban muy abiertos y sus labios formaban una «O» de sorpresa. Ella separó los dedos de sus labios como si algo le hubiera picado, y enseguida retrocedió dos pasos apresuradamente.
– Le suplico que me perdone, señor.
Sus labios se estremecían aún por el tacto de los dedos de ella, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no deslizar su lengua por los labios y pasarla por el lugar exacto que ella acababa de tocar. Philip movió una mano en un gesto desenfadado, solo para descubrir que su mano estaba temblando.
– No tiene por qué disculparse -dijo Philip con ligereza-. Algunas cosas es mejor no decirlas.
«Como que te encuentro fascinante. Intrigante. Que me encanta la manera como piensas y planteas tus ideas: de forma clara y concisa, yendo directa al grano. Que tienes sobre mí un efecto que me parece demasiado perturbador. Y que me gustaría saber mucho más sobre ti», pensó.
No, era mucho mejor que no dijera ese tipo de cosas. Carraspeó y siguió hablando.
– Creo que su plan suena muy bien. Pero como no sé absolutamente nada de veladas sociales, creo que sería inteligente que le pidiéramos ayuda a mi hermana Catherine. Está previsto que llegue a Londres esta misma tarde.
– Una excelente idea, señor. Una invitación de lady Bickley sería sin duda mucho mejor vista que una invitación realizada por mí. ¿Cree que le apetecerá hacer de anfitriona?
– No me cabe ninguna duda de que estará dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudarnos. Le enviaré una nota para invitarla a cenar esta noche y discutiremos los detalles… sí está usted libre para unirse a nosotros.
Sacando el reloj del bolsillo, Philip miró la hora.
– Como se está haciendo tarde y debo enviar la invitación a Catherine, y también hablar con mi padre para explicarle cómo se han desarrollado los acontecimientos, le sugiero que acabemos con nuestras respectivas cajas y luego nos marchemos.
Ella asintió con la cabeza y volvió a su zona de trabajo. Philip se obligó a hacer lo mismo. Pero, incapaz de controlarse, se dio media vuelta y, de espaldas a ella, se frotó el labio con el dedo índice, justo en el lugar donde ella le había tocado.
Ella iba a ir a su casa. Esa misma noche. Solo de pensarlo el corazón le latía de una manera que realmente no era la más apropiada. A pesar de ello, no ignoraba lo que le estaba pasando. La pregunta era: ¿qué estaba dispuesto a hacer al respecto?
Albert cerró la puerta de la casa de miss Merrie con más fuerza de lo que había pretendido. Murmurando amenazas entre dientes, cruzó el vestíbulo y dejó caer la misiva que acaba de recoger en la bandeja de plata que había sobre la mesa de caoba, al lado de la otra docena de mensajes que ya habían llegado.
– ¿Ha llegado otra más? -preguntó Charlotte en voz baja a su espalda.
El se quedó helado y el corazón le dio un vuelco. Maldita sea, tenía que dejar de reaccionar de esa manera cada vez que se cruzaban en la misma habitación. Pero ¿cómo evitarlo? Él no era más que un muchacho de quince años cuando miss Merrie había invitado a una derrotada y embarazada Charlotte a que se uniera a su familia, rescatándola a ella de la misma manera que había hecho con él años atrás. Pero ahora no era un muchacho, y además sus sentimientos hacia Charlotte no eran nada fraternales.
Exhalando un profundo suspiro, se dio la vuelta lentamente, intentando que su movimiento pareciera tranquilo. Desgraciadamente, en su intento por parecer menos torpe, estuvo a punto de tropezar con sus propios pies. Se tambaleó hacia delante, y Charlotte lo agarró por los hombros para que no cayera, a la vez que él se sujetaba en los brazos de ella para no darse de bruces contra el suelo.
En cuanto recobró el equilibrio, todo su cuerpo se quedó paralizado. La calidez de las manos de ella habían dejado una impronta en sus hombros que descendía hasta llegarle a los pies. Sentía sus esbeltos brazos entre sus manos. Si la atraía hacia sí, la parte superior de su cabeza quedaría recogida bajo su barbilla.
Ella alzó la vista para mirarle, con sus enormes ojos grises llenos de preocupación. Solo preocupación. Pero ni un destello de ninguna de las emociones que se agitaban en él. Ni la más mínima indicación de que ella sintiera algo más por él de lo que siempre había sentido: respeto, cariño y amistad.
Malditos sean los infiernos tres veces, habría deseado que eso fuera también lo único que el sentía por ella. Pero, de alguna manera, sus sentimientos de respeto, cariño y amistad se habían ido convirtiendo en algo más. Algo que le hacía sentirse torpe y sin palabras en su presencia. Algo que le hacía sentirse dolorosamente consciente de ella cada uno de los minutos del día, que hacía que su corazón se desbocara al sonido de su voz, que tensaba cada uno de sus músculos siempre que se encontraban en la misma habitación. Un sentimiento que le hacía pasar las noches en vela, sin descanso, sufriendo en su solitaria cama. Por ella.
La idea de que ella pudiera imaginar o darse cuenta de cómo se sentía le provocó un nudo en el estómago. No se iba a reír de él -era demasiado amable para eso-, pero la idea de ver la compasión en sus ojos, o de que sintiera pena por él y por sus desesperados sentimientos… eso no podría soportarlo.
– ¿Estás bien? -le preguntó ella.
Apretando los dientes, Albert lentamente relajó las manos.
– Bien -contestó con un tono más brusco de lo que pretendía. Dio un torpe paso atrás, teniendo cuidado de mantener el cuerpo en equilibrio sobre su pierna sana, y luego se colocó bien la chaqueta tirando de los hombros.
– Me parece que ya sabemos lo que son esas notas. Más cancelaciones -dijo ella mirando la pila de cartas sobre la bandeja.