Él no confiaba en su propia voz, por lo que tan solo fue capaz de asentir con la cabeza.
– Pobre Meredith -dijo Charlotte-, Ha trabajado tan duro, no se merece que la desprecien ahora de esta manera. -Sus ojos se entornaron y sus labios se apretaron formando una delgada línea-. Pero así es la gente. Te utilizan, y luego te tiran como si fueras un trasto viejo. Nosotros dos lo sabemos mejor que nadie, ¿no es así, Albert?
– Sí. Pero no toda la gente es así, Charlotte. -Él saboreó el sonido de ese nombre en su lengua-. Miss Meredith no es así, y nosotros dos lo sabemos mejor que nadie.
– Si todo el mundo fuera como ella -replicó Charlotte relajando un poco su enfadada expresión.
– Es absurdo desear que todos sean buenos -dijo él en voz baja.
Ella bajó la mirada al suelo, retorciéndose las manos.
– Sí. Pero a veces no puedo evitar desear cosas imposibles.
Su voz tranquila le encogió el corazón, y no pudiendo reprimirse, colocó amablemente los dedos bajo su barbilla para hacerle levantar la cara. Aguantó la respiración, esperando que ella retrocediera, pero para su sorpresa ella no se movió del sitio. Su piel parecía como… no lo sabía definir. Como la cosa más suave que jamás hubiera acariciado. Su mirada se encontró con la de ella, y su corazón empezó a latir con tal fuerza que pensaba que ella podría oírlo.
– ¿Qué es lo que deseas, Charlotte?
Durante un largo momento ella no dijo nada, y él simplemente se quedó quieto, absorbiendo el calor de su piel a través de las yemas de los dedos, y la luz de su mirada, tan insondable y llena de sombras por las heridas y los sufrimientos del pasado. El deseo de hacer que todos sus sueños se convirtieran en realidad, de destruir a cualquiera o cualquier cosa que pudiera pretender volver a herirla, vibraba dentro de él. Su mirada se entretuvo en el rostro de ella, deteniéndose en la leve cicatriz que partía en dos su ceja izquierda, y en la ligera protuberancia del puente de su nariz. El recuerdo de ella, golpeada y magullada, centelleó en su memoria.
«Nunca más.» Nunca más permitiría que nadie volviera a hacerle daño. Estar a su lado sin jamás poder tocarla, o amarla, era una especie de tortura para él, pero así era como tenía que ser. Ella se merecía mucho más de lo que él podía ofrecerle.
E incluso si, aunque fuera imposible, su destrozada pierna y sus limitaciones físicas no tuvieran importancia, sus palabras, aquellas palabras fervorosas que le había oído pronunciar hablando con miss Merrie, cuando ella llegó allí por primera vez, le habían obsesionado haciéndole entender que no había futuro para él. «Nunca más volveré a dejar que me toque hombre alguno», había dejado escapar ella entre sus hinchados y amoratados labios. «Nunca más. Antes me mataría, o lo mataría a él.»
Había tardado mucho tiempo en confiar en él, pero había acabado haciéndolo -al menos de la misma manera en que confiaba en cualquier otro. Y él no iba a hacer nada para poner eso en peligro. Nunca. Y si eso era todo lo que podía obtener de ella, que así fuera. Pero, que Dios le perdonara, él deseaba mucho más.
– ¿Qué es lo que deseo? -repitió ella en voz baja-. Todos mis deseos están puestos en Hope. Quiero que ella tenga una buena vida. Una vida segura. Quiero que ella nunca tenga que hacer… las cosas que yo he tenido que hacer.
Su voz era totalmente fría, al igual que sus ojos, y el corazón de Albert se encogió.
– Estoy seguro de que tendrá una buena vida, Charlotte. Tú y yo, y miss Merrie lo vamos a ver.
El esbozo de una sonrisa se dibujó en sus labios, dándole calor a sus ojos.
– Gracias, Albert. Eres un muchacho excelente. Y un amigo maravilloso.
Él hizo todo lo posible para no demostrar lo desilusionado que se sentía. Maldita sea, ya no era un muchacho. Era un hombre. Estaba a punto de cumplir veinte años. Estuvo tentado de recordárselo, pero ¿qué sentido tenía? Forzando una sonrisa, dijo:
– Muchas gracias. Es un honor ser tu amigo.
El sonido de un carruaje que se acercaba llamó su atención. Se acercó a la pequeña ventana que había al lado de la puerta de la calle y descorrió la cortina.
– Un carruaje elegante -comentó-. Se acaba de parar frente a la puerta. Debe de ser otro de los mensajes enviados por alguna elegante dama diciendo que…
Sus palabras se apagaron mientras un lacayo abría la puerta del carruaje y miss Merrie descendía de él, seguida por un alto caballero que llevaba gafas.
Albert entornó los ojos cuando vio que el caballero acompañaba a miss Merrie por el empedrado hacia la casa. Como el camino era estrecho, caminaban en fila, el caballero andando detrás de miss Merrie. La mirada de este se paseaba por la espalda de miss Merrie, con especial interés en su trasero, de una manera que a Albert le hizo chirriar los dientes. Sin esperar a que hubieran acabado de subir los escalones, abrió la puerta de golpe.
– ¿Va todo bien, miss Merrie? -preguntó mirando a aquel hombre con mala cara.
– Todo está bien, Albert, gracias. -Tras subir los escalones que daban a la puerta, miss Merrie llevó a cabo las presentaciones.
Para sorpresa de Albert, el amigo Greybourne le saludó con la mano extendida.
– Encantado de conocerle, Goddard.
Albert no estaba seguro de poder decir lo mismo, pero, sin dejar de mirarle con cara de pocos amigos, le estrechó la mano.
– Gracias por haberme acompañado a casa, lord Greybourne, ¿está seguro de que no desea tomar un refrigerio antes de regresar?
– No, gracias. De todos modos, mandaré a buscarla a última hora de la tarde. ¿Le parece que le envíe mi carruaje? ¿Digamos a las ocho?
– De acuerdo. -Ella inclinó la cabeza haciendo una formal reverencia-. Buenas tardes.
Lord Greybourne hizo una reverencia y volvió a su carruaje. Albert se quedó en el porche, mirando el carruaje hasta que se hubo perdido de vista. Al entrar en el vestíbulo, miss Merrie estaba dándole el chal a Charlotte.
– Así que ese tipo es lord Greybourne -dijo Albert.
Meredith se dio la vuelta hacia la ruda voz de Albert, un tono que no estaba acostumbrada a oírle. Sus dedos se detuvieron en el momento de quitarse el gorro y frunció el entrecejo.
– Ese era lord Greybourne, sí.
– ¿Y ha quedado usted con él esta noche?
– Sí. Voy a reunirme con él y con su hermana, y con uno de sus colegas anticuarios, para cenar en casa de lord Greybourne.
Las cejas de Albert se arquearon todavía más.
– Yo en su lugar me andaría con cuidado con un tipo como ese, miss Merrie. Creo que se ha fijado en usted.
Un calor ascendió a sus mejillas, y Meredith deseó que ni Albert ni Charlotte se dieran cuenta de su reacción.
– Por amor del cielo, Albert, ¡qué es lo que estás diciendo! Por supuesto que no. Mi cometido es buscarle novia.
– Ya le había encontrado una. Pero a juzgar por cómo se la comía a usted con los ojos, creo que ya se ha olvidado de ella.
A duras penas pudo refrenarse para no echarse la mano al pecho, donde el corazón había empezado a latir con fuerza. ¿Estaría Albert en lo cierto? ¿Lord Greybourne se la comía con los ojos? Algo que se parecía sospechosamente a una sonrisa empezó a dibujarse en su boca y ella apretó los labios. ¡Por el amor del cielo, debería sentirse ofendida! Que se la coman a una con los ojos es algo completamente grosero. Lo cierto es que no debería sentirse… halagada. Ni debería experimentar esa fiebre de cálido placer. No, por supuesto. Ella estaba ofendida.
– ¿Qué quieres decir con «comerme con los ojos»?
– He visto cómo la miraba. Como si fuera usted un bombón de confitería y él tuviera el antojo de comer algo dulce.
Una nueva inesperada, inapropiada e inexplicable oleada de placer la recorrió de la cabeza a los pies. ¡Porras!, eso es lo que le pasaba por no haber descansado lo suficiente. Se hizo el firme propósito de retirarse temprano esa noche y dormir hasta tarde la mañana siguiente.