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Una fugaz expresión de lo que parecía ser dolor centelleó en los ojos de Andrew. A continuación una triste y avergonzada sonrisa hizo que se elevara uno de los extremos de su boca.

– Tocado.

Sin poder esconder su sorpresa, Philip preguntó:

– ¿Es americana?

– No. La conocí hace unos años, en uno de mis viajes.

– ¿Y te enamoraste de ella?

– Sí. Mi destino estuvo sellado en el momento en que puse mis ojos en ella.

– Entonces, ¿por qué no te casaste con ella?

– Por desgracia, ella ya estaba casada.

– Ya veo. -El silencio se hizo entre ellos mientras Philip digería esa nueva información sobre su amigo-. ¿Todavía la amas? -preguntó al fin.

Una vez más sus miradas se encontraron y Philip se sintió golpeado por la expresión de desolación que vio en los negros ojos de su amigo.

– Siempre la amaré.

– Y ella, ¿te ama?

– No. -Aquella palabra salió de su boca como un estridente murmullo-. Ella es fiel a su marido, a su idea del matrimonio. No sabe nada de mis sentimientos. Ella no hizo nada para animarlos. Sencillamente, yo perdí la cabeza por ella.

Philip trató de controlar su compasión y su asombro. Nunca había visto a Andrew tan serio y tan deshecho. Tan triste. Se acercó a él y le sacudió los hombros en un gesto de solidaridad.

– Lo siento, Andrew. No tenía ni idea.

– Lo sé. Y no estoy seguro de por qué te lo cuento, excepto… -Meneó la cabeza y apretó los labios como si tuviera dificultad para encontrar las palabras, algo poco común en el siempre poco reservado Andrew-. Sé que eres un hombre íntegro, Philip. Un hombre de palabra. Un hombre que debe elegir a una esposa. Supongo que tan solo espero que elijas… con cuidado. Y que hagas caso a tu corazón. Yo no pude hacerlo, y eso me supuso un dolor que no le deseo a nadie, y menos a mi más íntimo amigo. Puede que la boda de tu prometida con otro fuera el destino. Una señal de que tú estabas hecho para otra.

Antes de que Philip pudiera expresar una réplica, Andrew cambió de expresión, reemplazando su aire melancólico por su típica medía sonrisa. Inclinó la cabeza sobre el tablero y movió su reina.

– Jaque mate.

Philip estrechó la mano a Andrew y se dio la vuelta hacia Catherine y miss Chilton-Grizedale, quienes se habían levantado y en ese momento estaban cruzando la estancia.

– ¿Habéis acabado con la lista de invitados?

– Sí. Mañana enviaremos las invitaciones. Y la noche de pasado mañana esperamos encontrar a alguien que sea de tu agrado. Miss Chilton-Grizedale y yo hemos preparado una lista de candidatas que estoy seguro que te gustarán.

Philip sintió una punzada en el estómago.

– Excelente. Ahora solo nos queda esperar que sea capaz de romper el maleficio. Porque, de lo contrario, no importa lo perfecta que sea la mujer que me hayáis encontrado, no podré casarme con ella.

Se hizo el silencio en el grupo como si fuera una espesa niebla. Al fin, miss Chilton-Grizedale, con su manera seca y práctica de hablar, dijo:

– Yo creo que nuestro mejor maleficio es que sigamos teniendo esperanzas. Nada trae peor suerte que una perspectiva pesimista. -Su mirada se posó en el reloj de pared-. Cielos, no me había dado cuenta de lo tarde que es. Tengo que marcharme.

– Yo también me tengo que ir -dijo Catherine.

Salieron hacia el vestíbulo, donde Bakarí había llamado a los carruajes de Philip y de Catherine.

Tras anudar su gorro bajo la barbilla, Catherine le dio un abrazo a Philip.

– Gracias por esta maravillosa noche. Echaba de menos las cenas contigo.

– Gracias por tu ayuda. Si hay algo que yo pueda hacer…

– Tú sigue buscando el pedazo de piedra perdido para que pueda celebrarse la boda. -Volviéndose hacia Andrew inclinó la cabeza-. Ha sido un placer, señor Stanton.

Andrew se inclinó haciendo una reverencia sobre su mano enguantada.

– El placer ha sido mío, lady Bickley.

Philip acompañó a Catherine por el camino hacia el carruaje que la estaba esperando. Cuando ella se metió dentro, él volvió al vestíbulo, donde miss Chilton-Grizedale y Andrew estaban conversando amigablemente. Una incómoda ola de celos lo arrebató. Forzó una sonrisa y fue a recoger su bastón.

Andrew vio a Philip con el bastón y preguntó:

– ¿Vas a alguna parte, Philip?

– Voy a acompañar a miss Chilton-Grizedale a su casa.

– No es necesario, señor -dijo ella notando que las mejillas se le coloreaban-. No quisiera abusar de su amabilidad.

– Insisto. Mi hermana vive justo al final de la calle, y lleva dos lacayos además del cochero, pero usted vive bastante lejos de aquí, y por la noche rondan todo tipo de criminales. -Philip alzó la cejas-. Siempre está insistiendo usted en mi falta de delicadeza, pero cuando hago un gesto caballeroso tiene que llevarme la contraria.

– ¿Insistiendo? -dijo ella aparentando enfado-. Yo preferiría decir recordando. -Estoy seguro de que así es. -No vale la pena discutir con él, míss Chilton-Grizedale -interrumpió Andrew-. Philip puede llegar a ser muy testarudo. De hecho, le sugeriría que añadiera «que sea capaz de aguantar la testarudez» en su lista de cualidades de la futura esposa.

Ella rió. ¡Bah! A Philip no le pareció que el comentario de Andrew fuera especialmente gracioso. Y luego miss Chilton-Grizedale dirigió a Andrew una encantadora sonrisa, una sonrisa que puso aún más en tensión los músculos de Philip.

– Lo añadiré en cuanto llegue a casa -dijo ella tendiendo la mano a Andrew-. Buenas noches, señor Stanton.

Andrew tomó su mano y besó los enguantados dedos de miss Chilton-Grizedale. Un beso que, incluso para la poca memoria que tenía Philip de las cuestiones de decoro, le pareció que era considerablemente más largo de lo que habría sido estrictamente adecuado.

– Un placer, miss Chilton-Grizedale. Hacía mucho, tiempo que no había tenido la suerte de pasar una velada en tan encantadora compañía. Espero que volvamos a encontrarnos pronto. -Y volviéndose hacia Philip dijo-: Nos veremos mañana. -Luego subió por las escaleras hacia su dormitorio.

Philip acompañó a miss Chilton-Grizedale hasta su carruaje, y se metió en él, acomodándose sobre los cojines de terciopelo justo enfrente de ella.

En el momento en que se cerró la portezuela, Meredith se preguntó si había sido una buena idea dejar que lord Greybourne la acompañara a casa. Hacía solo unas horas aquel coche le había parecido espacioso. Ahora le parecía que su interior no contenía siquiera suficiente aire para respirar. Solo tenía que alargar la mano para tocarle. Mirando hacia abajo, se dio cuenta de que los broncíneos faldones de su vestido rozaban los pantalones de él. Era difícil distinguir su rostro en la oscuridad del carruaje, pero sentía sobre ella el peso de su mirada. La oscura intimidad y el espacio cerrado aceleraron su corazón de una manera que le pareció bastante inquietante. Cerró los ojos intentando borrar la imagen de él sentado justo enfrente, pero no podía huir de la conciencia de saber que él estaba ahí. Su olor masculino invadía sus sentidos. Un maravilloso aroma de ropa limpia recién lavada y madera de sándalo, mezclado con una almizclada fragancia que no era capaz de identificar. Olía como ningún otro hombre, y sabía que incluso estando ciega podría reconocerlo entre un millón.

– Le agradezco la ayuda que me ha prestado esta noche -dijo él, con su profunda voz emergiendo de la oscuridad.

Ella abrió los ojos y esbozó una sonrisa, esperando que la oscuridad del interior no le permitiera darse cuenta de lo forzado de la misma.

– Muchas gracias; sin embargo debe agradecérselo mucho más a su hermana. Con mi reputación en contra, el éxito de la velada sería mucho más que dudoso.

De todos modos, tengo la esperanza de que podremos encontrarle otra novia tan apropiada para usted como lo era lady Sarah.

– No es que quiera llevarle la contraria, miss Chilton-Grizedale, pero me parece obvio que lady Sarah y yo no estábamos hechos el uno para el otro; o al menos ella no me encontró en absoluto adecuado. O simplemente atractivo.