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¿Y qué decir de lady Sarah? Seguramente el mencionado maleficio no ha sido la única causa de que rechazara a lord Greybourne. Después de todo, ¿por qué iba a decidir casarse con un simple barón, cuando podía haberse desposado con el heredero de un condado?

Acaso haya tenido que ver en ello la popular creencia de que los años que Greybourne ha pasado en el extranjero han dañado algo más que sus capacidades mentales. No podemos imaginar qué tendría en la cabeza miss Chilton-Grizedale cuando pretendió acordar esta desastrosa boda.

Meredith cerró los ojos y apoyó la cabeza contra las manos. Imaginaba que los rumores empezarían a correr en cuanto lady Sarah -ahora ya baronesa de Weycroft- dijera una palabra sobre su matrimonio, pero esto era aún mucho peor de lo que ella había supuesto. Porque no era solo la historia al respecto del matrimonio de lady Sarah o su propio fracaso en sus funciones de casamentera lo que la afligía; después de todo ambas cosas eran rigurosamente ciertas. No, eran las insinuaciones encubiertas acerca de la razón que podía esconderse tras la negativa de lady Sarah lo que la sulfuraban. Por el amor de Dios, hasta un ciego podría ver que lord Greybourne no tenía ningún problema físico o mental. Esos crueles rumores serían seguramente muy humillantes para él. Meredith sentía compasión por él, a la vez que se sentía también ultrajada en su nombre.

– Imagino que ya habrá leído el Times -llegó la voz de Albert desde la puerta del pasillo.

Meredith alzó la cabeza y se dirigió a él con mirada resuelta.

– Eso me temo.

– No me gusta verla tan disgustada, miss Merrie. Sus ojos parecen amoratados.

¿Amoratados? No era la afirmación más halagadora, pero Albert estaba en lo cierto. En lugar de conciliar una saludable noche de sueño, como había sido su intención, había pasado toda la noche en una duermevela sin descanso. Pero no a causa de los rumores. No, sus pensamientos estaban puestos en lord Greybourne y en cómo la hacía sentir cada vez más perturbada: confortable y acalorada, temblorosa y excitada al mismo tiempo. Estar en su compañía era algo que su mente temía y su corazón deseaba. Y como siempre, dada su naturaleza práctica, su cabeza era la que ganaba. Sin embargo, la batalla había derramado bastante sangre esta vez. Ella siempre había sabido controlar sus deseos y anhelos femeninos en cuanto levantaban cabeza, pero desde que conocía a lord Greybourne, sus deseos y anhelos no eran tan fáciles de controlar.

Se puso en pie y enderezó los hombros.

– Aunque aparentemente esto es muy malo, estoy segura de que podremos hacer que todos los rumores se vuelvan a nuestro favor. Siendo como es la naturaleza humana, no habrá una sola mujer, en Londres que no sienta curiosidad por saber si los rumores acerca de lord Greybourne son ciertos o no. Esas mismas mujeres irán a la velada que ofrece lady Bickley en casa de lord Greybourne y ¡puf! -chasqueó los dedos-, en un periquete tendremos una novia para lord Greybourne.

Normalmente esas palabras deberían haberla llenado de satisfacción, en lugar de haber provocado en ella esa sensación desagradable que se parecía a un calambre.

– Espero que tenga usted razón, miss Merrie.

– Por supuesto que tengo razón. Y ahora debo pedirte un favor, Albert. Sé que tenías previsto acompañar a Charlotte y a Hope al parque esta mañana, pero ¿podrías aplazar esa salida para la tarde y acompañarme al almacén?

– ¿Para ayudarla a buscar el pedazo de piedra desaparecido?

– Sí.

Albert se la quedó mirando con esa forma penetrante que tenía de hacerlo, como si pudiera leer su pensamiento. Ella hizo todo lo que pudo para mantener su semblante inexpresivo, pero sabía que ese esfuerzo era inútil ante Albert.

– Por supuesto. Pero creo que no me quiere tener allí solo para buscar un trozo de piedra…

Él abrió los ojos desmesuradamente y luego los entornó.

– ¿Acaso ese tal Greybourne le ha dicho a usted algo inapropiado? ¿Acaso ha demostrado ser el tipo de malas maneras que me parece que es? Ya le dije que no confiara en él.

¿Cómo podía explicarle a Albert que no era en lord Greybourne, sino en ella misma, en quien no podía confiar?

– El comportamiento de lord Greybourne ha sido ejemplar -«ocasionalmente», pensó-. Sin embargo, no es correcto por mi parte estar a solas con él en un almacén. Ya hay demasiados rumores circulando por ahí. Y no quisiera añadir ninguno más.

La expresión enfadada de Albert se relajó.

– De modo que yo seré como una especie de acompañante.

– Exactamente. Y a la vez nos ayudarás a buscar el pedazo de piedra que nos falta. Puede que pasemos allí toda la mañana, y luego regresaremos a casa. Le pediré a Charlotte que nos prepare una cesta con queso y panecillos, y después podremos ir los cuatro juntos al parque esta tarde.

– Voy a decirle a Charlotte que hemos cambiado de planes, y luego pediré una calesa.

Albert salió de la habitación y el chirrido de su bota se perdió por el suelo de madera. Meredith suspiró relajada. Ahora ya no tenía que enfrentarse con la perspectiva de pasar unas cuantas horas a solas en compañía de lord Greybourne. Su corazón intentó elevar una protesta, pero su cabeza lo acalló con firmeza. Era mejor así. Y así era como tenían que ser las cosas. Cualquier otra era imposible.

Philip dobló el Times y lo dejó caer sobre la mesa de desayuno con una exclamación de disgusto.

– ¿Tan espantoso es? -preguntó la voz de Andrew desde la puerta del pasillo.

– No debe de ser tan malo, supongo, ya que no tengo nada que objetar a la conclusión de que soy «un mentiroso, un tarado y un… incapaz» -dijo encogiéndose de hombros.

– Especialmente desagradable, entonces -añadió Andrew.

– Sí.

Por los ojos de ébano de Andrew cruzó un destello de malicia.

– Acaso esa incapacidad para cumplir es la verdadera razón por la que no has besado al objeto de tus afectos.

– ¿Sabes quién es más metomentodo que tú? -preguntó Philip bromeando.

– ¿Quién?

– Nadie.

Riendo entre dientes, Andrew se acercó hasta el aparador y se sirvió una ración de huevos revueltos y varias finas lonchas de jamón, y se sentó enfrente de Philip.

– He pensado que hoy podrías acompañarme al almacén -dijo Philip manteniendo un tono de voz calmado.

– ¿En lugar de ir al museo para seguir buscando en las cajas que hay allí? -preguntó sorprendido levantando la vista de su plato-. ¿Por qué?

– Bueno, me habías dicho que Edward pensaba volver a ir al museo esta mañana, y yo podría necesitar tu ayuda en el almacén.

– ¿No va a estar allí miss Chilton-Grizedale?

– No estoy seguro. No hemos quedado de ninguna manera para hoy.

– ¿Pero supones que irá al almacén?

– Es posible. De todos modos, ella no puede ayudarme a abrir las cajas más pesadas, y además adolece de tu experiencia en antigüedades.

Andrew meneó la cabeza pensativo mientras masticaba lentamente un bocado de huevos revueltos. Después de tragar rozó con la servilleta el borde de sus labios.

– Ya veo. No quieres arriesgarte a quedarte a solas con ella.

Maldita sea, ¿desde cuándo demonios se había vuelto tan transparente? Se sentía como un maldito trozo de cristal. Sabiendo que no tenía sentido negarlo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Así es, más o menos, sí.

Andrew volvió a bajar la vista y a concentrarse en su plato, no sin antes dedicarle a Philip una media sonrisa burlona, a la vez que producía un sonido gutural que parecía la carcajada de un asno.

– Será un placer acompañarte -dijo Andrew-. Tengo el presentimiento de que va a ser una mañana muy interesante.

Philip, con la ayuda de Andrew, acababa de sacar la tapa de madera de dos cajas cuando el sonido de unas bisagras le anunció que alguien acababa de llegar. Para su sorpresa, su corazón empezó a galopar como si fuera un caballo que acaba de salir del establo cuando llegó hasta él la voz de miss Chilton-Grizedale.