– No hice nada más que lo que hubiera hecho cualquier otro en circunstancias similares.
Meredith no le discutió, pero creía que ninguna otra persona habría actuado con semejante valentía en su lugar. No, conocía demasiado bien la naturaleza humana para creer que alguien -dejando aparte a algún noble- se hubiera arriesgado a enfrentarse con aquel hombre gigantesco e irritado para salvar un perro callejero. Excepto lord Greybourne. Sus miradas se encontraron, y algo cálido empezó a derretirse dentro de ella como la miel en un día de verano. Se quedó sin aliento, y eso fue todo lo que pudo hacer para evitar exhalar un efusivo suspiro femenino.
– Miss Chilton-Grizedale, me parece que esta vez ha sido usted la que ha olvidado los buenos modales. ¿Me permite el atrevimiento de pedirle que me presente a sus amigas? -Su mirada sonriente oscilaba entre Hope y Charlotte.
La consternación hizo que a Meredith le ardieran las mejillas, pero intentando calmarse dijo:
– Por supuesto, lord Greybourne: le presento a mi querida amiga la señora Charlotte Carlyle.
Charlotte hizo una tímida y rápida reverencia.
– Lord Greybourne…
– Encantado, señora Carlyle.
– Y el pequeño diablillo que parece haberse convertido en el nuevo mejor amigo de su cachorro es la hija de la señora Carlyle, Hope.
Lord Greybourne se hincó de rodillas en el suelo al lado de Hope, quien estaba sentada sobre la hierba. El cachorro, cansado ya de tanto ejercicio, estaba tumbado en el regazo de la niña, al lado de la muñeca de Hope. Los caninos ojos del perro estaban cerrados de arrobamiento, mientras Hope le acariciaba suavemente el lomo.
– Hola, Hope -dijo él con una sonrisa-. Parece que le caes muy bien a mi perro.
– Oh, sí, y a mí también me gusta mucho él -contestó ella ofreciéndole a lord Greybourne una sonrisa angelical-. Es muy besucón. No ha parado de besarnos a mí y a la princesa Darymple -le confió señalando con la cabeza hacia la muñeca.
– Sí, bueno, suele ser muy cariñoso con las encantadoras jovencitas y con las princesas. Me lo ha dicho él.
Charlotte se agachó y rozó los brillantes bucles dorados de Hope.
– Este caballero es lord Greybourne, Hope.
– Hola, ¿es usted amigo de mi mamá o es un amigo de tía Merrie? -preguntó.
– Soy amigo de tu tía Merrie.
– ¿Va a casarle a usted? -preguntó ella inclinando solemnemente la cabeza.
Philip se quedó pasmado, mirando a la niña desconcertado.
– ¿Perdón?
– Eso es lo que hace tía Merrie. Casa a la gente.
– Ah, ya entiendo. Bueno, en ese caso… sí, va a casarme. -Miró hacia arriba, hacia el rostro encendido de miss Chilton-Grizedale, y mientras le mantenía la mirada, añadió en voz baja-: Eso espero.
Al sentir el peso de la mirada de la niña, se obligó a dirigir de nuevo su atención hacia ella. Sus grandes ojos estaban abiertos como platos.
– ¿Es usted el hombre del maleficio?
– Me temo que sí.
Poniéndose de pie, la niña le palmeó en el brazo, en lo que él imaginó que era un gesto de confianza, y le dijo:
– No hace falta que se preocupe. Tía Merrie le ayudará. Y si ella no puede, tío Albert ha dicho que está dispuesto a vestirse de novia y casarse con usted.
Philip no sabía realmente si tenía que sentirse horrorizado o divertido. Ganó la diversión, así que sonriendo dijo:
– Espero que no tengamos que llegar tan lejos.
– Eso espero también yo, porque quiero que tío Albert se case con…
Hope dejó la frase sin concluir al notar que su madre le pasaba una mano por los dorados cabellos. Maldición. A él le habría gustado que Hope acabara la frase. ¿Estaba acaso a punto de decir «tía Merrie»?
Agachándose al lado de su hija, la señora Carlyle le dijo en voz baja:
– Hope, ¿recuerdas lo que te ha dicho mamá sobre escuchar las conversaciones de los demás?
Hope se agarró a su cuello.
– Sí, mamá. Se supone que no debo escuchar.
– ¿Y sí has oído algo…?
– Se supone que no debo repetirlo.
La señora Carlyle estampó un beso en la delgada nariz de Hope.
– Buena chica.
La mujer se puso en pie y Philip hizo lo mismo. Estando de pie tan cerca de ella, Philip la observó un momento. Era difícil adivinar su edad. Aunque de lejos parecía más joven, ahora se dio cuenta de que su frente tenía algunas arrugas. Una delgada cicatriz atravesaba su ceja izquierda y acababa desapareciendo en el nacimiento del pelo de la sien. Se podían ver las sombras de los sufrimientos pasados en el fondo de sus ojos grises. Era hermosa, pero de una manera tan particular que había que mirarla dos veces para darse cuenta. Su modo de hablar le pareció un tanto extraño -hablaba correctamente, pero se podía adivinar un inconfundible acento de la periferia londinense bajo su bien modulado tono voz.
– ¿Cómo se llama su perro? -preguntó Hope.
– Todavía no tiene nombre -admitió Philip-. En realidad, hoy es el primer día que sale de casa desde que se lastimó. ¿Se os ocurre alguna idea para ponerle un nombre? -Su mirada abarcó a miss Chilton-Grizedale y a la señora Carlyle.
Miss Chilton-Grizedale miró hacia abajo, al cachorro que dormitaba tumbado, panza arriba, en el regazo de Hope.
– La verdad es que se ha quedado muy tranquilo -murmuró ella moviendo los labios nerviosamente.
Cautivado por su picara sonrisa, él dijo riendo:
– A juzgar por la carrera que me ha hecho dar hasta llegar aquí, creo que estará tumbado el resto del día. Sin embargo, me temo que dormir no sea su estado natural.
– De modo que llamarle Durmiente no le pegaría nada-dijo miss Chilton-Grizedale.
– Me temo que no.
– Algo bonito -dijo Hope-. Como Princesa.
– Es una buena idea -dijo Philip-. Pero quizá sería más apropiado para un cachorro hembra.
– Entonces Prince -dijo Hope meneando la cabeza.
Philip se quedó pensando un rato y luego contestó:
– Prince me gusta. Es regio, real y masculino. -Sonrió a la niña, quien le devolvió la sonrisa-. Eso es, Prince. Gracias señorita Carlyle por su ayuda.
– De nada. Yo soy muy lista. Tengo casi cinco años, ¿sabe?
– Una edad muy importante -dijo Philip con un gesto de gran solemnidad.
– Tía Merrie va a hacerme un pastel para mi cumpleaños. Sabe hacer pasteles de rechupete. Los hace cada mañana.
Inmediatamente él recordó los deliciosos perfumes de miss Chilton-Grizedale. «Huele como pasteles de rechupete», pensó.
– ¿Así que vas a celebrar una fiesta de cumpleaños? -preguntó.
– En nuestra casa -dijo meneando la cabeza y haciendo que sus bucles dieran saltos.
– ¿Y vives cerca de tu tía Merrie?
– Ah, sí. Mi dormitorio está solo dos puertas más allá del suyo.
– La señora Carlyle y Hope viven conmigo -interrumpió miss Chilton-Grizedale.
– Y tío Albert y la princesa Darymple también -añadió Hope.
En cuanto Philip digirió esta nueva noticia, se despertó su curiosidad por la casa de miss Chilton-Grizedale. Hope la llamaba «tía Merrie». ¿Qué relación tenían la señora Carlyle y miss Chilton-Grizedale? No podía ver ningún parecido familiar entre ellas, pero eso no quería decir que no fueran parientes. ¿Y qué había de «tío Albert»? Dado que su apellido era Goddard, obviamente no podía ser el marido de la señora Carlyle. Muy curioso. Ahí había otra pizca del misterio que la rodeaba, y que desgraciadamente la hacía aún más fascinante -como si necesitara todavía algo más que siguiera suscitando su creciente interés por ella.
Se dio la vuelta hacia ella, sin pasar por alto lo atractiva que estaba con la luz del sol envolviéndola por completo.