– Su sobrina es encantadora. -Su mirada iba de miss Chilton-Grizedale a la señora Carlyle-. ¿Son ustedes hermanas?
– No hermanas carnales -dijo miss Chilton-Grizedale-. La señora Carlyle es mi mejor amiga desde hace mucho tiempo. Ha vivido conmigo desde que su marido falleció, justo varias semanas antes de que naciera Hope.
No fue lo que decía, sino la manera cómo lo decía, lo que cautivó su atención. Su expresión no denotaba nada extraño -al contrario que la de la señora Carlyle, cuyas mejillas se habían convertido en banderas de color brillante, cuyas manos estaban unidas bajo su pecho mientras desviaba la mirada con los labios apretados formando una delgada línea. ¿Estaría recordando una época dolorosa de su vida? Quizá. Pero su angustia se parecía más a la vergüenza que a la tristeza.
– Mis condolencias por la muerte de su marido, señora Carlyle.
– Gra… gracias -contestó ella sin siquiera mirarle.
Inclinando la cabeza hacia miss Chilton-Grizedale, él dijo:
– Acepte mis disculpas por interrumpir su paseo, pero debo agradecerle que le haya ofrecido un descanso a Prince. Aunque me parece que tendré que llevar a mi pequeño amigo en brazos a casa.
Se agachó y tomó con cuidado al cachorro del regazo de Hope, echándose al dormido animal en brazos como si fuera un niño.
– Ha sido un placer conocerla, señora Carlyle, y también a usted, señorita Carlyle. Gracias por haberme ayudado con el nombre de Prince.
La niña se puso de pie y le sonrió.
– De nada. ¿Podré volver a ver a Prince pronto?
– Como imagino que pasaré bastante tiempo en el parque con Prince, estoy seguro de que os volveréis a encontrar.
Lanzó una sonrisa a Hope y luego se volvió hacia miss Chilton-Grizedale. Sus ojos se encontraron y él sintió un estremecimiento. Maldita sea, cómo le gustaba aquella forma de mirar. Cuanto más la miraba, más le gustaba. Lo cual era fatal. Lo cual significaba que debería esforzarse por verla menos. Tenía que apartarse de ella. Debía marcharse. Ahora mismo.
Sin embargo, su voz desarrolló una idea por su cuenta, y trabajando junto con su boca -que también había desarrollado su propia opinión-, se encontró preguntando:
– ¿Le apetecería acompañarme a Vauxhall esta noche, miss Chilton-Grizedale?
Ella pareció bastante sorprendida, e intentando que ella aceptase la invitación, añadió:
– El señor Stanton y mi hermana también van a acompañarme. Si se uniera a nosotros tendría una perfecta oportunidad para sermonearme un poco más al respecto de mí falta de modales.
– ¿Sermonearle? Yo preferiría llamarlo amables recordatorios.
– Estoy seguro de que así es. Y también podría hablar con el señor Stanton sobre sus servicios como casamentera.
Estaba claro que ella no había tenido eso en cuenta, pero sus ojos se iluminaron con entusiasmo.
– Cómo no. Sería una estupenda idea. En ese caso, estaré encantada de acompañarles.
Un suspiro contenido salió de entre sus labios, y Philip sonrió dejando de lado el hecho de que ella no había parecido mostrar demasiado interés en acompañarle hasta que le recordó que Andrew aún estaba soltero.
– Estupendo. ¿Pasamos a recogerla a las nueve?
– Perfecto.
«Sí, sin duda eso será perfecto.» Poco le faltó para ponerse a dar saltos de alegría.
– Creo que será mejor que me marche, señoras. -Hizo una formal reverencia a las tres y luego empezó a andar de espaldas-. Tengo que llevar a Prince a casa.
– Vigile su espalda -le advirtió miss Chilton-Grizedale.
Él dio un respingo y media vuelta rápida. Por Dios, había estado a punto de caer en un seto de matorrales. Dejando escapar un lento y profundo suspiro, pasó por el lado. Oyó a Hope riendo a su espalda, y esperando que su cara no estuviera completamente roja, dio media vuelta y le dirigió un alegre saludo para demostrarle que no se había hecho daño.
Desgraciadamente, su repentina parada había despertado a Prince, quien, tras dejar escapar un atronador ladrido, se revolvió para que lo dejara en el suelo. Philip depositó cuidadosamente al cachorro en el suelo, preparándose para el desenfreno que vendría en cuanto sus patas tocasen el sendero.
Sin embargo, Prince hundió el hocico en la hierba.
– Venga, acompáñame ahora -dijo Philip dulcemente mientras tiraba de él.
Prince no hizo ni caso y continuó olfateando la hierba.
Por todos los demonios, ese perro había estado a punto de arrancarle un brazo antes, y ahora, cuando había que marcharse de allí lo antes posible, no había manera de hacerle moverse. A ese paso, no iban a llegar a casa ni el día del juicio final.
– Sé que en casa tienes esperándote un jugoso y enorme hueso de ternera para cuando lleguemos --intentó sobornarlo Philip para que le acompañara, pero Prince no se dio por aludido.
– ¿Y qué te parecería una sabrosa galleta? -Nada. Ni siquiera movió la cola.
– ¿Jamón? ¿Una blanda almohada para dormir? ¿Tu propia manta al lado del fuego? -Philip le agarró el hocico con una mano-. Cinco libras. Te doy cinco libras si eres capaz de correr como hiciste antes. De acuerdo, diez libras. Mi reino. Todo mi maldito reino si vienes ahora conmigo.
Estaba claro que Prince no era un animal fácil de sobornar.
Levantando la vista, Philip se dio cuenta de que miss Chilton-Grizedale, la señora Carlyle y Hope habían llegado ya cerca de la curva del sendero. Gracias a Dios.
Al cabo de unos instantes, doblaron la curva y desaparecieron de su vista. En ese momento agarró al cachorro en brazos y salió corriendo con él. A Prince pareció gustarle ese juego, porque no dejó de lamerle alegremente la barbilla durante todo el trayecto.
– De acuerdo, a pesar de todo te daré el hueso de ternera. Pero no te has ganado las diez libras. Y deberías estarme muy agradecido. Si no hubiera sido por mí, ahora te llamarías Princesa.
Prince volvió a lamerle la barbilla, mientras las doradas orejas ondeaban hacia atrás contra la brisa. Philip aceleró el paso. No había tiempo que perder. Tenía que llamar a Catherine y luego ir al museo para hablar con Andrew -para informarles a los dos de que iban a ir a Vauxhall esa noche.
8
Meredith caminaba por la gravilla del paseo sur de Vauxhall intentando conseguir lo imposible: ignorar al hombre que andaba a su lado.
Caramba, ¿cómo podía pretender no mirarle, cuando era tan consciente de su presencia? ¿Cuando leves bocanadas de su limpio y masculino aroma provocaban sus sentidos? Lady Bickley y el señor Stanton paseaban varios metros por delante de ellos, mientras ella concentraba su atención en sus espaldas con el celo de un pirata que siguiera la pista de un tesoro lleno de monedas de oro, aunque todo era inútil. Lord Greybourne no estaba a más de unos pasos de ella, y cada nervio de su cuerpo estaba tenso ante su presencia.
Por lo menos, estar al aire libre la hacía sentirse algo más tranquila que sentada enfrente de él en el interior del carruaje. Sentados sobre los elegantes cojines grises de terciopelo, en su elegante carruaje negro, él había estado lo suficientemente cerca de ella para poder tocarla con solo alargar la mano. Lo suficientemente cerca para absorber su tentador perfume, que la llenaba de deseos de acercarse a él y sencillamente hundir la cabeza bajo su barbilla y oler. Tan cerca que sus rodillas se rozaban cada vez que el carruaje pasaba por encima de un bache del camino. Y todo el tiempo su corazón había estado saliéndosele del pecho, latiendo desenfrenadamente y provocándole cálidas sensaciones.
Y eso suponía un tremendo problema.
No solo por la incomodidad que provocaban en ella esas sensaciones inesperadas, sino porque su cercanía la había dejado extrañamente sin palabras. Gracias a Dios, lady Beckley había tomado la voz cantante de la conversación, hablando de manera desenfadada sobre la cena del día siguiente por la noche. Y por suerte el oscuro interior del coche había disimulado sus enrojecidas mejillas.